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Un par de minutos después, Slade gritó:

– Prueba otra vez con el termostato. Enciéndelo y apágalo otra vez.

– Sí, señor…

Jamie obedeció. Varias veces. Sin éxito.

Al cabo de un rato, Slade apareció en la cocina con el ceño fruncido.

– Me rindo -dijo-. Es una lástima, pero me temo que no vas a estar en deuda conmigo.

– Qué alivio.

– Ya me imagino.

– ¿No puedes arreglarlo?

Slade alcanzó un paño y se limpió las manos.

– No, no puedo. Tendrás que llamar al servicio técnico.

– Ya había llegado a esa conclusión. Pero toma, por tus esfuerzos…

Jamie le dio una taza de café.

– No he sido de gran ayuda.

Ella rió.

– Bueno, no te lo echaré en cara.

– Menos mal, porque ya tienes demasiadas cosas en mi contra.

Ella probó su café, arrugó la nariz y le echó un poco de leche.

– No tengo nada contra ti, Slade. Ya hemos hablado de eso, y no quiero mantener otra vez esa conversación.

– ¿Y si yo quiero?

– Recuerda que estás en mi casa.

– Sólo es tuya hasta que la vendas.

– Pero de momento, lo es.

– ¿No has pensado en quedártela como segunda casa, para pasar tus vacaciones? -preguntó él.

Jamie contempló el paisaje helado a través de la ventana. No lo hizo por disfrutar de las vistas, sino por mantener el aplomo y contener las emociones que Slade despertaba en ella. Era un hombre demasiado sexy.

– Reconozco que es una idea tentadora, pero si quisiera tener una casa para pasar las vacaciones, elegiría un lugar de clima menos gélido. Tal vez Hawai, Palm Springs o las islas Bahamas, por ejemplo.

– Blandengue…

– Puede que sea una blandengue, pero al menos no moriría por congelación.

– Podrías quedártela y alquilarla.

Jamie devolvió el cartón de leche al frigorífico.

– No, es mejor que la venda.

– Y que te evites preocupaciones, claro.

Ella asintió.

– En efecto.

– Pero entretanto, es verdad que te vas a quedar helada -dijo él-. Veamos si podemos calentar este sitio… ¿Hay leña?

– Creo que sí. En el porche o en el garaje.

Él caminó hacia la salida, dispuesto a volver con un montón de leña y a encender un fuego; pero la perspectiva de compartir espacio con él entre el crepitar de las llamas le pareció demasiado romántica, demasiado íntima para su gusto. Si Slade ya le gustaba mucho en circunstancias normales, cualquiera sabía lo que podía pasar.

– Soy perfectamente capaz de encender un fuego, gracias.

– No lo dudo, pero como no he podido arreglarte la calefacción, tengo que hacer algo para curar mi orgullo herido.

– ¿Orgullo herido? ¿Tú? Venga ya, Slade…

Él sonrió y sus ojos azules brillaron con picardía. A continuación, dejó la taza en la encimera, imitó malamente el «volveré» de Arnold Schwarzenegger en Terminator y salió por la puerta trasera.

– Sólo están los troncos. No hay astillas -dijo ella.

Por la puerta entró una ráfaga de viento helado.

– Pero las habrá -afirmó él-. ¿Tienes un hacha?

– Supongo que sí -contestó, frotándose los brazos-. Antes la había… Imagino que estará en el garaje.

– ¿Y dónde está la llave?

Jamie lo miró. Allí, en mitad del porche, medio tiritando y con la cara enrojecida por el frío, Slade McCafferty se parecía enormemente al adolescente del que se había enamorado, al jovencito que no había podido olvidar.

– Buena pregunta…

– Intenta encontrarla, anda.

Jamie pensó que debía pedirle que se marchara, que debía rechazar su ayuda e insistir en que ella era perfectamente capaz de cortar leña; sobre todo, porque Slade se comportaba como si todavía fueran amigos y no hubieran transcurrido quince años. Pero la casa se estaba quedando helada y no le apetecía nada discutir, de manera que entró en la despensa y buscó la llave. La encontró en uno de los estantes que, en vida de su abuela, siempre estaban llenos de tarros de mermelada.

Le dio la llave a Slade y dijo:

– No hace falta que lo hagas. Puedo hacerlo yo.

– Descuida, seguro que mañana tendrás que hacerlo tú sola.

Jamie alcanzó su abrigo y se lo puso, pensando que estaba cometiendo un enorme error con él. Cuando llegó al garaje, Slade ya había encendido las luces. Estaba mirando el viejo Chevrolet de su abuela, que en realidad era de su abuelo y que Nita no había querido vender porque aquel coche era el orgullo de su difunto marido.

Ella pasó un dedo por la carrocería. En los viejos tiempos, lo limpiaban todas las semanas; pero ahora estaba sucio y había perdido el brillo.

– Es todo un clásico -dijo él, caminando lentamente a su alrededor.

– Supongo que sí. Era de mi abuelo.

– Y ahora es tuyo.

– Desde luego.

– No lo vendas nunca.

Jamie rió y se frotó las manos.

– Hablas como mi abuela…

– Lo dudo mucho.

Slade sonrió de tal forma que Jamie entró en calor al momento. Nerviosa, miró el banco de trabajo con las herramientas de jardinería de su abuela y dijo:

– No tengo ni idea de lo que voy a hacer con el coche. Tenía intención de venderlo todo… la casa, los muebles y hasta al viejo Caesar.

– ¿Caesar? -preguntó él, sorprendido-. ¿Sigue vivo?

– Vivo y coleando.

Slade sonrió de nuevo.

– Me alegro por él -afirmó-. Pero ¿de verdad lo quieres vender?

Ella se sintió enormemente culpable.

– No puedo meterlo en mi piso, Slade.

– La chica que yo conocí no vendería nunca ese caballo.

– La chica que conociste se ha convertido en una mujer -le recordó.

Él admiró sus piernas, sus caderas, su cintura, sus pechos y, por último, sus ojos.

Ella tragó saliva y se obligó a mantener su mirada.

– Eso es verdad. Y eres preciosa, Jamie; una mujer preciosa.

Jamie se sintió halagada, pero contuvo la emoción.

– Gracias, Slade. Sin embargo, será mejor que no intentes nada conmigo. No te funcionaría -le advirtió-. He aprendido que no se puede vivir en el pasado; supongo que por eso quiero vender la casa y todos estos objetos. Me precio de no compadecerme ni de vivir en la nostalgia.

– Toda una profesional, según veo.

– Así es.

– ¿No te llegaste a casar?

– Eso no es asunto tuyo.

– ¿Tampoco tuviste hijos?

Jamie sintió una punzada en el corazón.

– No.

– Pero tu novio, ese abogado, querrá tenerlos contigo…

Ella no dijo nada.

– ¿He tocado un tema delicado?

– Sólo personal.

Slade caminó hasta los leños y eligió uno de pino.

– Déjame que lo adivine… él no quiere hijos.

– Chuck tiene tres hijos. Dos de ellos van a la universidad y el tercero está terminando sus estudios en el instituto… pero espera un momento. ¿Por qué te lo estoy contando? Como ya he dicho, no es asunto tuyo.

– He pagado por una hora de tu tiempo, ¿recuerdas? Y por adelantado.

Jamie lo miró con cara de pocos amigos. Slade supo que no debía presionarla y dio unos golpecitos en la capota del Chevrolet

– Está bien, está bien… pero hazme caso; no vendas este coche.

– ¿Ahora eres asesor financiero?

– Soy aprendiz de todo y maestro de nada. Y hoy, por ti, también soy técnico de reparaciones y corredor de bolsa.

La sonrisa de Slade fue tan intensa y le llegó tan hondo que tuvo que hacer un gran esfuerzo por mantenerse tranquila. Emocionalmente, Slade era una pesadilla para ella. A pesar de lo que había sucedido años atrás, todavía se sentía atraída por él y quería saber cómo serían sus besos y sus caricias.