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– Por si acaso -solía decir su abuela con su voz áspera, de anciana-. Así podremos entrar si se nos olvida la nuestra.

Jamie sintió una punzada de angustia al pensar en la mujer que la había tomado a su cargo cuando ella era una adolescente montaraz y alocada a quien sus padres habían abandonado. Su abuela no se inmutó ante la responsabilidad que le había caído; cuando la vio en la puerta de su casa con dos maletas, un osito de peluche y toda la rebeldía de una chica de su edad, se limitó a decirle que las cosas iban a cambiar y que, a partir de entonces, tendría que someterse a sus normas.

Naturalmente, Jamie no le hizo caso; se metió en tantos líos como pudo y no dejó de esforzarse para que Nita la echara del único hogar que había tenido hasta ese momento. Pero su abuela, una mujer chapada a la antigua que sabía acallar a su nieta con una simple mirada, no se rindió nunca; a diferencia del resto de las personas que Jamie había conocido.

La llave giró en la cerradura con facilidad. La cocina olía a cerrado y las baldosas, blancas y negras, tenían una capa de polvo. Jamie notó que la vieja mesa de formica y patas de metal seguía contra la pared del fondo, que daba al vestíbulo y a la escalera de la casa; pero ya no sostenía el salero y el pimentero de su abuela, ni ningún otro objeto que indicara que allí vivía alguien.

En las paredes había zonas claras, correspondientes a las antigüedades que Nita había expuesto en vida con orgullo y que más tarde, tras la lectura de su testamento, se habían quitado para entregárselas a alguno de sus familiares lejanos. En la encimera había un tiesto con un cactus seco, y las cortinas de estampado a cuadros estaban cubiertas de telas de araña.

Jamie pensó que su abuela se habría enfadado mucho si hubiera visto su cocina en tal estado. Se pasaba la vida con un paño o una escoba en la mano, y tenía un concepto tan acusado de la limpieza que casi parecía fervor religioso.

La echaba mucho de menos.

La propiedad de su abuela, que consistía en la casa, sus diez hectáreas de terreno y un Chevrolet de 1940 aparcado en el garaje, había pasado a Jamie después de su fallecimiento. Nita siempre había soñado con que su nieta se quedara a vivir allí, sentara cabeza y le diera un montón de niños a los que ella pudiera mimar; al recordarlo, Jamie dejó el maletín y el bolso en la mesa, pasó un dedo por la superficie llena de polvo y dijo, en voz alta:

– Lo siento, abuela. No ha podido ser.

Miró la pila y e imaginó su figura baja y regordeta, de brazos fuertes, cintura ancha y cabello gris. Seguramente habría llevado su delantal preferido, y de haber sido verano, habría estado colocando peras y melocotones o preparando mermelada de fresa. En invierno hacía galletas que decoraba meticulosamente y regalaba después a sus amigos y familiares; pero fuera cual fuera la estación, protestaría de cuando en cuando por la artritis que padecía y Lazarus, su gato atigrado, daría vueltas por la cocina y se frotaría contra sus piernas.

Su abuela había adorado aquel lugar. Sin embargo, Jamie no estaba allí para quedarse; tenía intención de limpiar la casa y dejarla en manos de una agencia inmobiliaria local para que la vendiera.

Miró la hora y salió al porche trasero. No podía malgastar más tiempo con recuerdos y pensamientos nostálgicos. Tenía mucho que hacer; incluida la reunión con los hermanos McCafferty.

Volvió a entrar en la casa. A pesar de que la temperatura rozaba los cero grados, abrió todas las ventanas del piso inferior para airear las habitaciones. Después, subió a su antiguo dormitorio y repitió la operación; el paisaje que se veía era el mismo de siempre: las ramas del roble cercano y, al fondo, la carretera que cruzaba las tierras de labranza. Aunque Grand Hope había crecido mucho con el paso del tiempo, la casa de su abuela estaba tan lejos de la civilización que no había ninguna autopista en las cercanías.

Jamie abrió su bolso de viaje y repartió su ropa entre el armario y dos cajones de una cómoda, intentando no pensar en el año y medio que había vivido con Nita. Había sido la mejor y la peor época de su vida. Aquella mujer de ojos brillantes, gafas sin montura y toda la sabiduría acumulada en sus casi setenta años de entonces, le hizo sentirse querida por primera vez. Pero Jamie también vivió su primer amor y su primer desengaño amoroso, cortesía de Slade McCafferty.

Al recordarlo, se dijo que tal vez lo viera esa misma tarde. La vida estaba llena de sorpresas. Y no eran siempre agradables.

Trabajó dos horas en la casa. Luego, entró en el granero y descubrió que Caesar, el caballo de su abuela, la estaba esperando. Caesar tenía más de veinte años, pero sus ojos seguían brillantes y claros; y por el lustre de la manta que llevaba encima, Jamie supo que los vecinos cuidaban bien de él.

– Seguro que te has sentido un poco solo, ¿verdad? -declaró en voz baja-. Tú y yo nos divertimos mucho en los viejos tiempos. Y también nos buscamos un montón de problemas…

Jamie se emocionó al ver al animal. Carraspeó y le cepilló el lomo mientras su memoria se empeñaba en retroceder a sus antiguas cabalgatas por los campos de Montana. En cierta ocasión, hasta lo había obligado a cruzar el río; y todo, por culpa de Slade McCafferty. Nunca olvidaría el momento en que notó que el caballo perdía pie y empezaba a flotar en la corriente; ni el humor en los ojos azules de Slade; ni el sendero oculto que le enseñó y donde se detuvieron a fumar unos cigarrillos.

– Sí, eres un gran caballo, no hay duda… -continuó-. Volveré pronto, te lo prometo.

Regresó a la casa y dedicó dos horas más a limpiar. Luego, encendió el calentador de agua, ajustó la temperatura e hizo la cama de su dormitorio. Cuando extendía las sábanas, notó que olían a espliego, el olor preferido de su abuela. La echaba terriblemente de menos.

Bajó al salón y dejó su ordenador encima de la mesa. En cuanto llamara a la compañía telefónica y le dieran línea otra vez, podría trabajar y ponerse en contacto con su oficina de Missoula.

Miró el reloj y vio que faltaba menos de una hora para su reunión con Thorne, Matt y Slade McCafferty, y el rancho Flying M estaba a treinta kilómetros de allí.

– Bueno, será mejor que te marches, Parsons.

Jamie sintió una punzada en el estómago. Había pasado mucho tiempo desde su relación con Slade McCafferty, y en aquella época, ella sólo era una adolescente de diecisiete años. No tenía sentido que se pusiera nerviosa. Era completamente ridículo.

Intentó recordarse que aquel día sólo iba a ser un día más en la vida de una abogada. Nada importante. Pero los latidos de su corazón se habían acelerado, sentía angustia en el pecho y, a pesar del frío, le cayó una gota de sudor por la frente.

Desesperada, volvió a subir al dormitorio. Se quitó los vaqueros y su jersey favorito y se puso una camisa de seda, un traje negro y unas botas que le llegaban a la rodilla. A continuación, se recogió el pelo y se miró en el espejo del tocador; en los quince años transcurridos desde que vio a Slade McCafferty por última vez, ella había dejado de ser una jovencita rebelde para convertirse en una adulta que había estudiado una carrera y se había convertido en abogada.

La mujer del espejo era segura y firme, pero Jamie se vio a sí misma como era entonces: la adolescente recién llegada al campo, la chica conflictiva y de mala reputación.

Al pensar nuevamente en Slade, sintió tal vacío en el estómago que se maldijo y decidió reaccionar. Se puso el abrigo y unos guantes, alcanzó el maletín y el bolso, salió de la casa y caminó por la nieve, hacia su coche, sosteniendo el maletín como si fuera un escudo.

Al parecer, era un caso perdido. Iba a ver a Slade McCafferty. Y qué.

Había sido un día malo.

Pero iba a empeorar.

Slade lo sentía en los huesos.

Se apoyó en el marco de la ventana y contempló las colinas y los terrenos nevados del rancho Flying M. El ganado caminaba lentamente por el paisaje de invierno, y las nubes grises amenazaban con descargar más nieve en aquella parte del valle. La temperatura había bajado mucho y la cadera le dolía un poco, señal de que todavía no se había recuperado totalmente de su accidente de esquí.