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Thorne estaba sentado junto a la mesa larga donde la familia se congregaba en las ocasiones especiales. Había apartado el centro decorativo, hecho de acebo y muérdago, para poner los documentos delante de él y poder estudiarlos. Llevaba un brazo en cabestrillo porque se lo había roto unas semanas antes, cuando su avión se estrelló y Thorne estuvo a punto de perder la vida.

– ¿Estás seguro de que quieres vender? -preguntó por enésima vez.

Habían mantenido esa conversación mil veces.

Slade ni se molestó en contestar.

– ¿Adónde vas a ir?

– No lo sé -dijo, encogiéndose de hombros-. Pero supongo que me quedaré una temporada por aquí. El tiempo suficiente para crucificar el canalla que intentó cargarse a Randi.

Thorne sonrió.

– Lo estoy deseando. Y espero que sea pronto.

– Y yo.

– ¿Has sabido algo de Striker?

Thorne se refería al detective privado que Slade había contratado.

– No. Le he dejado un mensaje esta mañana.

– ¿Confías en ese hombre?

– Le confiaría mi propia vida.

– Pero no le estás confiando la tuya, sino la de Randi.

– Déjalo ya, ¿quieres? -espetó, tenso.

Slade conocía a Kurt Striker y le había pedido que investigara los intentos de asesinato de Randi, su hermanastra. Kelly Dillinger, la prometida de Matt, colaboraba con él; había estado en el departamento del sheriff, pero ahora trabajaba por su cuenta.

– ¿Dudas de la capacidad de Kurt?

Thorne sacudió la mano.

– No, es que me siento frustrado con todo esto. Quiero que termine de una vez.

– Los dos lo queremos.

Slade estaba harto del rancho. Desde que sus padres se habían divorciado veinte años atrás, ya no le parecía su hogar. Pero se quedaría en Grand Hope hasta que la persona que perseguía a Randi y a su bebé recién nacido terminara entre rejas o en un ataúd, bajo tierra; eso le daba igual.

Necesitaba empezar de cero, olvidar lo de Rebecca, seguir adelante. Y tal vez, como su padre le había aconsejado, sentar cabeza y fundar una familia.

En el pasillo se oyeron pasos. Era Matt.

– Siento llegar tarde…

Matt llevaba en brazos a J.R., el bebé de Randi, la criatura de cabello rojizo y mirada de curiosidad que había conquistado el corazón de sus tíos.

– He tenido que cambiar los pañales a este chico -añadió.

Thorne rió.

– ¿Esa es tu excusa para llegar tarde?

– Es la verdad.

Slade sonrió y se sintió un poco mejor. El bebé, de apenas dos meses, era razón de sobra para permanecer en el rancho.

– Muy bien, pongámonos a trabajar -ordenó Thorne-. Además del papeleo de la venta de las tierras, voy a preguntar sobre el padre del niño… quiero saber qué derechos tiene.

– A Randi no le va a gustar nada -comentó Matt.

– Por supuesto que no. Pero últimamente no está contenta con nada.

Slade pensó que su hermano estaba en lo cierto, aunque el nerviosismo de Randi estaba plenamente justificado. Se sentía tan encerrada como él.

– Sólo quiero lo mejor para ella -continuó Thorne.

– Entonces, le disgustará más… -intervino Slade.

– Me da igual. Cuando llegue la señorita Parsons, sacaré el tema.

Slade apretó los dientes al pensar en Jamie Parsons. Nunca habría imaginado que se volverían a ver. Habían salido juntos durante una temporada y se había quedado con ganas de más, pero Slade había conocido a muchas mujeres antes y después de ella.

Randi apareció en el salón en ese momento; aún cojeaba por el accidente, pero caminó hacia Matt tan recta como pudo y le quitó al niño.

– ¿Por qué sospecho que estabais hablando de mí?

– Siempre crees que hablamos de ti a tus espaldas -se burló Matt.

– Y siempre es verdad -dijo ella, mirando a Slade.

– Sí, tienes razón.

– ¿Cuándo llega el abogado?

Thorne miró la hora.

– Dentro de quince minutos.

– Muy bien.

Randi besó a su hijo en la cabeza y Slade sintió una punzada de dolor. Cada vez que miraba a su sobrino, se acordaba de su tragedia personal.

Pero no sentía envidia de Randi. Su hermanastra había pasado por un infierno; además de las consecuencias físicas del accidente, había perdido la memoria. Sufría amnesia, o eso decía; porque Slade no estaba muy convencido: en el fondo, pensaba que Randi se lo había inventado para no tener que responder sobre la paternidad del niño ni, tal vez, sobre el accidente que había estado a punto de costarle la vida.

Como tantas veces, se preguntó qué habría pasado realmente en aquella carretera helada de Glacier Park. Lo único que Slade, sus hermanos y la policía sabían era que el todoterreno de Randi se había salido del camino. Desde luego, cabía la posibilidad de que el vehículo hubiera derrapado en una placa de hielo; pero Kurt Striker, el detective privado, estaba convencido de que otro coche, un Ford de color granate, la había echado de la carretera. La policía lo estaba investigando. Desgraciadamente, Randi era el único testigo y padecía de amnesia.

Como resultado del accidente, había dado a luz de forma prematura, se había roto la mandíbula y una pierna y había pasado una temporada en coma. Mientras sus hermanos intentaban averiguar lo sucedido, alguien se coló en el hospital, haciéndose pasar por un trabajador, y le inyectó insulina para rematarla. Randi había sobrevivido a duras penas, pero aquel maníaco seguía libre.

Slade apretó los puños y maldijo a su hermanastra para sus adentros. Si les hubiera dado algún nombre, si les hubiera contado algo cuando recobró la consciencia, habrían tenido alguna oportunidad.

Pero no. No recordaba nada.

O eso decía.

Slade estaba seguro de que intentaba proteger a alguien con su silencio. Tal vez a J.R., tal vez al padre del niño, tal vez a otra persona.

– Maldita sea… -dijo entre dientes.

Pensó que Thorne tenía razón. En tales circunstancias, convenía que hablaran con Jamie Parsons, del bufete de abogados Jansen, Monteith y Stone, para que intentaran localizar al padre del niño y se aseguraran de que no se presentaría un día a reclamar su custodia. Sin embargo, Slade habría preferido que el letrado con quien debían tratar no fuera, precisamente, Jamie Parsons.

Randi se sentó frente a Thorne y dijo:

– Aprovechando la visita del abogado, voy a interesarme sobre la posibilidad de cambiarle el nombre a mi hijo. J.R. no me gusta.

– Haz lo que quieras. Le pusimos ese nombre que había que poner algo en el certificado de nacimiento -explicó Thorne, mirando a su sobrino-. Pero J.R. me gusta; le queda bien…

– A mí también me gusta -afirmó Slade-. Como estabas en coma y no podías tomar una decisión, optamos por esas iniciales…

– De acuerdo, de acuerdo, fue útil en su momento y ahora todos lo llamáis J.R., pero quiero cambiárselo oficialmente a Joshua Ray McCafferty.

Randi miró a sus hermanos; pero si notó sus miradas inquisitivas, hizo caso omiso. La paternidad del niño era un tema delicado, especialmente para ella, que se negaba a dar nombres. Ni siquiera sabían si estaba saliendo con alguien, aunque imaginaban que no se había casado.

La primera vez que le preguntaron sobre el bebé, se limitó a decir que era suyo y que lo demás daba igual. Nadie la había sacado de sus trece, lo cual molestaba a Slade sobremanera porque sospechaba que entre el padre del niño y los intentos de asesinato había alguna relación.

– Es tu hijo y puedes ponerle el nombre que quieras -afirmó Thorne-, pero se supone que sólo vamos a hablar sobre la venta…

– ¿Lo dices por el abogado?