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– Por supuesto.

Slade se sintió como si le hubieran quitado un peso de encima.

– ¿Cuándo?

– No lo sé exactamente. Tendrá que hacer terapia y puede que lleve su tiempo; pero si no ocurre nada desafortunado, volverá a caminar. Sólo es cuestión de tiempo.

– ¿Y cuándo puedo volver a casa?

El médico apuntó algo en su informe.

– Ya lo veremos. Aunque personalmente creo que podrá marcharse dentro de uno o dos días.

El doctor Nimmo salió de la habitación y Slade echó un vistazo por la ventana. Había dejado de nevar, pero todos los coches del aparcamiento estaban cubiertos pollina capa blanca, al igual que los arbustos y parte del asfalto.

Miró el reloj y pensó que se iba a volver loco. Su familia había pasado a visitarlo, y Nicole le había comentado por enésima vez que Jamie quería verlo, pero Slade se negó a hablar del asunto.

Pensaba en ella todo el tiempo. Recordaba lo que había dicho cuando él estaba inconsciente; recordaba lo sucedido en el pajar del establo y, por supuesto, recordaba todas las veces que habían hecho el amor, quince años atrás, en graneros, campos y hasta en el asiento de atrás del Chevrolet de su abuelo.

No hacía otra cosa que imaginar su cara y su piel blanca, con pecas en el puente de la nariz; sus labios generosos; sus dientes, los más perfectos que había visto nunca; sus ojos de color avellana que se oscurecían con el deseo. Se acordaba de sus besos, de sus manos, de sus caricias, del contacto de su cuerpo y de su lengua suave, ágil, húmeda.

Como de costumbre, se excitó.

Y durante unos segundos, recobró la esperanza.

– Lo siento, Jamie, Slade no quiere verte.

Nicole lo dijo con firmeza, pero sin ocultar un fondo de preocupación.

– Lo hemos llevado a una habitación individual, pero insiste en que no quiere verte -añadió.

– ¿Por qué? -preguntó, angustiada.

– No lo sé.

– ¿Ya puede caminar?

– Lo intenta.

– Pero siente las piernas…

– Sí, aunque no debería darte esa información. Lo sabes de sobra.

– Claro que lo sé. Soy abogada. Pero necesito saberlo, maldita sea…

– Ten paciencia, por favor.

– Lo intentaré -mintió.

En cuanto colgó el teléfono, Jamie alcanzó la chaqueta y se la puso. A continuación, dio de comer a Lazarus y a Caesar y subió a su coche. Al salir de la propiedad de su abuela, vio el cartel de «se vende», y recordó que su abuela le había aconsejado que no vendiera nunca esa casa.

Arrepentida, consideró la posibilidad de quedarse a vivir en Grand Hope. Aquél era su hogar. Podía abrir su propio bufete y tal vez buscar a otro abogado que quisiera trabajar con ella y compartir los gastos. Tenía una casa, un caballo, un gato y un coche clásico. ¿Qué más podía pedir?

Sólo una cosa: Slade. Y cuando ella quería algo, lo conseguía.

Encendió la radio y condujo hacia la ciudad, hacia el Hospital Saint James, hacia Slade McCafferty.

Slade cayó en la cama, cubierto de sudor, agotado tras el esfuerzo de mover las piernas durante la sesión de terapia. El enfermero lo obligaba a caminar todos los días, apoyándose en unas barras paralelas que parecían sacadas de unas instalaciones olímpicas. Sólo tenían tres metros de largo, pero cuando terminaba, se sentía como si hubiera caminado cien kilómetros.

Después de la terapia, lo devolvían al dormitorio en una silla de ruedas, que ahora descansaba en una esquina, entre la cama y el armario, bastante pequeño.

Ya le habían advertido que la recuperación sería lenta. Hasta Thorne se lo había dicho cuando apareció en el hospital y le dio el reloj de John Randall. Slade miró el objeto, que estaba en la mesita, junto a la jarra de agua, y recordó la insistencia de su padre en que se casara y tuviera hijos.

Por desgracia, lo había intentado dos veces. Y las dos había fracasado.

En ese momento sintió una punzada de dolor en las piernas, pero se alegró. El dolor era un buen síntoma; significaba que se estaba recuperando.

Cerró los ojos y, segundos más tarde, la puerta se abrió. Slade pensó que sería alguna enfermera, pero reconoció el aroma inmediatamente.

– ¿Slade?

– Creo haber dicho que no quería verte.

Slade no abrió los ojos. No soportaba la idea de mirarla.

– Lo sé, pero me ha parecido una de tus tonterías y he decidido colarme en la habitación. Por suerte, la seguridad de este sitio deja mucho que desear. Ya sabes lo que pasa con los médicos y las enfermeras… siempre tienen pacientes a los que atender. Sé que a veces te crees el centro del universo, pero está visto que los demás no son de la misma opinión.

Slade estuvo a punto de reír. Sólo a punto.

– He pensado que no querías verme por una simple cuestión de orgullo, porque no quieres que te vea en estas circunstancias -continuó.

– ¿Ahora eres psiquiatra?

Ella dudó. Pero tomó aliento y dijo:

– Sólo alguien a quien le importas.

– Márchate, Jamie.

– No.

– Llamaré a las enfermeras.

– Pues volveré.

– Podría encargarme de que te arresten.

– Adelante.

Slade no pudo resistirse por más tiempo. Abrió los ojos y se encontró ante la cara más bonita que había visto en su vida. Tenía el pelo recogido, pero con algunos mechones sueltos; y como no llevaba maquillaje, su belleza no encontraba obstáculo alguno.

– Pensaba que ibas a casarte con Chuck.

– No, nunca. Él lo sabía y yo también.

– Pero me dijiste que…

– Te lo dije porque estaba enfadada contigo. Ya nos separamos en una ocasión, y estoy dispuesta a sufrir la misma experiencia. Te amo, es así de sencillo. Tal vez no tenga sentido y hasta es posible que no sea la más inteligente de mis emociones, pero es verdad… te amo. Y no me importa en qué estado te encuentres. Me da igual si te recuperas o no. Te amo.

Slade sintió un nudo en la garganta. Quería discutir con ella, decirle que se equivocaba; pero la convicción de su mirada y las lágrimas que empezaban a aflorar a sus ojos se lo impidieron.

– Yo… siento muchísimo lo del bebé -declaró.

– Yo también. Y lo del bebé de Rebecca… -dijo ella, derramando una lágrima-. ¿Por qué no me lo dijiste?

– ¿Por qué tardaste quince años en contármelo?

– Dos niños… Dios mío, has perdido a dos hijos. Me gustaría poder decir o hacer algo que sirviera para que te sintieras mejor…

Él apretaba los dientes con tanta fuerza que casi le dolía. Cuántas veces había mirado a J.R. y a las hijas de Nicole con envidia, pensando en sus hijos perdidos. Y ahora, apenas podía contener las lágrimas.

– La vida sigue.

– Pero habrá más.

– Tal vez no -dijo él, sonriendo con tristeza-. Además, cabe la posibilidad de que mi estado actual sea permanente.

– Lo sé.

– Podrías…

Ella le puso un dedo en los labios.

– En la vida nunca hay garantías, Slade. Los dos lo sabemos, y los dos hemos sufrido bastante. Pero a pesar de todo, con independencia de lo que pase, estoy dispuesta a pasar el resto de mi vida contigo.

Jamie apartó la mano y él la miró a los ojos.

– Cualquiera diría que quieres casarte conmigo.

Ella sonrió.

– Vaya, eres más listo de lo que pareces…

– ¿Y qué pasará con tu trabajo?

– Lo he dejado. ¿Y con el tuyo?

– En este momento, todo está en el aire. De hecho, había pensado que…

– ¿Qué?

Slade apartó la mirada.

– Vamos, Slade, desembucha.

– Verás… antes del accidente, pensé abrir un negocio con el dinero de mi parte del rancho. Tal vez una agencia de viajes, especializada en deportes extremos, o incluso un rancho para turismo rural. Pero eso fue antes del accidente.

– ¿Has cambiado de opinión?

– Sólo hasta que vuelva a caminar.