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– ¿Es que he dicho algo?

– No hace falta que lo digas. Lo veo en tu cara. Eres un libro abierto, Slade.

Slade se apoyó en la mesa.

– Si tú lo dices… He venido para despejar el ambiente entre nosotros.

– Espera un momento, por favor -dijo ella, tecleando-. Ni te imaginas la cantidad de correo electrónico que puedo llegar a acumular…

Randi siguió unos segundos más con el ordenador. Cuando terminó, se giró hacia él con una sonrisa irónica y añadió:

– Me encanta que me quieras tanto, Slade, pero si vas a empezar otra vez con lo del padre del niño, olvídalo. Es cosa mía.

– Alguien intenta matarte, Randi.

– Y vosotros no dejáis de recordármelo. Thorne, Nicole, Matt y Juanita se pasan la vida dándome consejos; pero de ti esperaba otra cosa, Slade, esperaba comprensión.

– ¿Comprensión? ¿Sobre qué? Ni siquiera sé lo que debo comprender.

– Que necesito espacio, intimidad. Vamos, Slade, tú sabes mejor que nadie lo que se siente cuando toda la familia habla de ti, se preocupa por ti y te presiona todo el tiempo. Me están volviendo loca… Por eso te marchaste tú y me marché yo de Grand Hope.

– Bueno, siempre has estado loca -bromeó.

Randi se quitó las gafas y se recostó en la silla.

– ¿Ahora vas a hacer el payaso? -preguntó, mirándolo con sus ojos marrones-. ¿Qué pasa con ese detective privado?

– ¿Con Striker?

– Sí. He oído que es amigo tuyo.

– Lo es.

Ella frunció el ceño.

– Pues no me gusta que ande cotilleando por ahí.

– ¿Por qué?

– Porque no quiero que se dedique a hurgar en mi intimidad, en mi vida. Si es amigo tuyo, dile que se mantenga lejos.

– Lo siento mucho, Randi. Lo de contratarlo fue idea mía.

– Una mala idea. No lo necesitamos. Tenemos al departamento del sheriff… el inspector Espinoza está haciendo un buen trabajo. Kelly no debió dejar su empleo en la policía para marcharse con Striker.

Slade notó algo extraño en la inquina de su hermanastra.

– ¿Tienes algo contra Striker? ¿O contra los detectives privados en general?

– Contra él y contra los detectives en general. ¿No te basta con la policía?

– No.

– Pero…

– Kurt sólo intenta ayudarnos a encontrar a ese cerdo. Deberías cooperar un poco más. Te comportas como si ocultaras algo.

– ¿Como qué?

– Dímelo tú.

– Te lo diría si lo supiera. Cuando recobre la memoria, tú serás el primero en saberlo -aseguró.

– Sí, claro. Pues intenta concentrarte en asuntos más serios que mis relaciones sentimentales de hace quince años.

Randi entrecerró los ojos.

– Eso te ha molestado, ¿verdad? ¿Qué pasó entre Jamie y tú?

– No me acuerdo. No he pensado mucho en ello.

– Hasta ahora -puntualizó, con una sonrisa pícara-. ¿Y qué piensas hacer?

– ¿Hacer? Nada en absoluto.

Slade apretó los dientes al pensar en la abogada. Por primera vez desde la muerte de Rebecca, se sentía atraído por una mujer.

Como no quería hablar de ello, miró la pantalla del ordenador y preguntó:

– ¿En qué estás trabajando?

– Ahora sólo estaba revisando el correo -contestó ella-. Llevaba tanto tiempo sin conectarme que tardaré en ponerme al día. Pero necesito mi portátil. Este ordenador es de Thorne y no puedo trabajar mucho con él.

– No te preocupes, ha comprado otro. Lo traerán en cualquier momento.

– Eso resolverá algunos de mis problemas…

– ¿Dónde está tu portátil, por cierto?

Randi se mordió el labio.

– No lo sé… no puedo recordarlo… pero ¿por qué no se lo preguntas a Kurt Striker? He oído que la policía y él han estado en mi piso.

La hermanastra de Slade se pasó una mano por el pelo, que llevaba corto, y añadió:

– No quiero causaros problemas. Sé que intentáis ayudarme, pero es muy frustrante. Tengo la sensación de que es importante que vuelva a mi piso, eche un vistazo a mis cosas y encienda mi ordenador… no sé por qué. Puede que sólo contenga ideas para columnas de prensa, pero también cabe la posibilidad de que haya algo relevante, tal vez el motivo por el que quieren quitarme la vida.

– Tal vez, sí. Juanita me ha dicho que estabas escribiendo un libro.

– Es verdad, pero tampoco recuerdo de qué trataba.

– Entonces, tendremos que encontrar tu portátil. Striker se encargará.

– Striker. Genial -murmuró ella.

Slade se dirigió a la cocina, alcanzó el abrigo que había dejado en el gancho y salió al exterior. Hacía fresco y el cielo empezaba a oscurecerse. Las nubes amenazaban con más nieve, pero no le importó.

Subió a la camioneta y arrancó. No tenía ni idea de adónde ir. Quizá al pueblo, a tomarse una copa. Pero entonces, cayó en la cuenta de que lo que verdaderamente quería hacer era ver a Jamie de nuevo.

– Maldita sea…

Metió la primera y alcanzó su paquete de tabaco. La camioneta se deslizó un poco al pasar por una placa de hielo, y él pensó que sus relaciones con las mujeres siempre habían sido extremadamente problemáticas.

Pero no se iba a mentir a sí mismo. Quería ver a Jamie otra vez, y quería verla aquella misma noche.

Jamie se estremeció de frío mientras se ponía los vaqueros y su jersey preferido. Después, bajó a la cocina, sacó una cacerola, la fregó y puso a calentar una sopa de carne y verduras. Casi podía imaginar a su abuela sentada a la mesa y mirándola por encima de sus gafas.

– Te extraño mucho, abuela -dijo en voz alta.

Cuando se tomó la sopa, dejó el plato en la pila y siguió con la limpieza de la casa, habitación por habitación. Había estado a punto de contratar a una empresa para que se hiciera cargo, pero pensó que el ejercicio le vendría bien y que a Nita le habría gustado que lo hiciera personalmente. «Un poco de trabajo no hace mal a nadie», solía decirle cuando Jamie intentaba escabullirse de sus obligaciones.

Nita Parsons se había dado cuenta de que su nieta podía acabar mal, y había decidido no repetir el mismo error que había cometido con el padre de Jamie, un alcohólico que abandonó a su familia dos días después de que Jamie cumpliera ocho años. Cuando su madre se vio desbordada por una adolescente rebelde, Nita decidió intervenir. Y su intervención le había costado unas cuantas canas.

– Lo siento -susurró.

Jamie tenía intención de limpiar los suelos y las superficies de madera hasta dejarlos relucientes. Pintaría habitaciones con el tono amarillo suave que tanto le gustaba a Nita, y haría todas las reparaciones que se pudiera permitir.

Pero al final, vendería la casa.

Casi podía oír la expresión de disgusto de su abuela.

– Esta casa será tuya algún día, Jamie -le había dicho en cierta ocasión-. No la vendas nunca; la tierra es buena, y cuando el clima acompaña, saco lo necesario para alimentarme. Si eres lista y trabajas lo suficiente, sus diez hectáreas te sacaran adelante… no tendrás que preocuparte por pagar a un casero o a un banco. Yo he vivido épocas muy malas, incluidas dos guerras, y puedo asegurarte que los granjeros nos las arreglamos bien. Tal vez tuviéramos remiendos en la ropa y agujeros en los zapatos, pero nuestros estómagos estaban llenos y no nos faltó un techo.

Por aquel entonces, a Jamie le parecía todo tan aburrido que no hacía caso a Nita; y ahora, mientras limpiaba las telarañas del salón, se sintió culpable. Iba a vender la casa y a dejar a Caesar en manos de algún desconocido.

Se mordió el labio y miró la mecedora donde su abuela se sentaba a ver la televisión, la mesita de café que tendía a estar llena de revistas de crucigramas y jardinería y la estantería con las pipas de su abuelo, los libros y los álbumes de fotografías. En una de las esquinas estaba el viejo piano con su banco correspondiente, desgastado después de tantos años de alumnos que iban a verla para que les enseñara a tocar.