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– Buena idea.

Jamie se levantó del sofá y lo llevó por el pasillo hasta una habitación de la parte trasera de la casa. Cuando encendió la lámpara, lamentó que las bombillas no fueran de luz más blanca y fría; el ambiente resultaba demasiado acogedor, casi íntimo.

– ¿Puedo ofrecerte algo? ¿Un café, quizá?

– No si no le echas un poco de whisky.

– Me temo que no tengo. Mi abuela era abstemia.

Jamie le indicó que se sentara en una silla, junto a la ventana. Ella se acomodó al otro lado de la mesa.

– Jamie, si lo nuestro fue más que una aventura… ¿qué fue, exactamente?

– Creía que íbamos a hablar de negocios -replicó.

– Yo no he dicho eso. Lo has dicho tú.

Jamie intentó afrontar el asunto con una táctica distinta.

– Muy bien, hablemos, pero pongamos las cosas en su contexto. No fue tan importante como recuerdas. Sólo estuvimos saliendo seis semanas… o tal vez dos meses, como mucho.

– Cuando eres tan joven, dos meses pueden ser una eternidad.

– Esa es la cuestión. Que éramos muy jóvenes.

Slade se quitó el abrigo.

– Pero ya no lo somos. Y como vamos a vernos a menudo, he pensado que debíamos mantener una conversación.

Slade se detuvo un momento y clavó la mirada en el cristal de la ventana, como si le interesara el reflejo de la habitación.

– Te debo una explicación, Jamie.

– No me debes nada. Volviste con Sue Ellen. Eso es todo.

Jamie lo dijo con determinación, pero no lo creyó ni por un momento. Eso no era todo. Slade no sabía lo del bebé, y no lo sabría nunca.

– Escúchame, por favor. No me resulta nada fácil…

– A mí tampoco -dijo ella.

Jamie se levantó.

– ¿Quieres un café?

– No cambies de tema…

Ella no le hizo caso. Se dirigió a la cocina, pero Slade la siguió, se apoyó en el marco de la puerta y la miró mientras Jamie preparaba la cafetera y la ponía al fuego.

– No cambio de tema. Le das más importancia de la que tiene.

– ¿Tú crees?

– Claro. Sólo fue una aventura juvenil.

– ¿Nada más?

– Nada más -mintió otra vez.

Jamie notó que Lazarus se acercaba a Slade y se frotaba contra sus piernas. El gato había estado en la despensa, pero salió al verlos.

– Slade, entiendo que quisieras venir, explicarte y limpiar tu conciencia. Pero ya lo has hecho, así que será mejor que lo olvidemos.

– Sí, claro -ironizó.

Jamie decidió cambiar de conversación. Miró la cicatriz de su cara y preguntó:

– ¿Cómo te hiciste eso? ¿En una pelea?

Slade sonrió.

– Sí, pero deberías ver cómo quedó el otro tipo. No le hice ni un arañazo.

Ella soltó una carcajada sin poder evitarlo.

– No consigo imaginarte en una pela con navajas…

– ¿Quién ha dicho que yo llevara navaja? Pero ya en serio, no me lo hice en ninguna pelea. Fue el año pasado, en un accidente de esquí.

– ¿Te caíste?

– Me cayó una avalancha encima.

– ¿En serio? -preguntó con seriedad-. Menos mal que te salvaste…

– Supongo que tuve suerte.

Ella notó algo extraño en su voz.

– Pero no estabas solo, ¿verdad?

Él se puso más tenso.

– No, no lo estaba.

Jamie sirvió el café en dos tazas. Durante unos segundos, no se oyó más ruido que el zumbido del frigorífico y el tintineo de la cucharilla cuando echó azúcar en su café y empezó a moverlo.

– ¿Ibas con algún amigo?

– Con una.

Por la expresión de Slade, Jamie supo que la víctima era alguien muy importante para él. Parecía devastado, hundido.

– ¿Se encuentra bien?

– Murió.

– Oh, vaya… no lo sabía. Lo siento mucho, Slade. No sé qué puedo decir.

– Nada, no hay nada que decir.

Slade la miró a los ojos y se alejó hacia la ventana. Jamie le dio su taza de café y lo estudió durante un momento; fuera quien fuera aquella mujer, todavía estaba de luto por ella. No lo había superado. Y en el fondo de sus ojos, vio que se sentía culpable por haber sobrevivido al accidente.

– ¿Quieres que hablemos de ello?

– No.

Slade probó el café. Justo entonces, Jamie oyó el timbre de su teléfono móvil, que había dejado en el salón.

– Discúlpame… tengo que contestar.

Slade asintió y ella se alejó y contestó la llamada.

– ¿Dígame?

– Hola, soy yo.

Era Chuck.

– Hola…

Slade apareció en la entrada del salón. Jamie le dio la espalda e intentó concentrarse en la conversación con su jefe.

– ¿Cómo te va? ¿Ya te has reunido con Thorne McCafferty y sus hermanos?

– Sí, esta tarde -contestó en voz baja.

– ¿Y ha salido bien?

De haber podido, Jamie habría contestado que había salido maravillosamente desde un punto de vista profesional, pero no personal.

– Creo que tardaremos poco en solventar el asunto -contestó.

– ¿Y qué pasa con la casa de tu abuela?

Jamie echó un vistazo a su alrededor. Las paredes necesitaban una capa de pintura, y las ventanas estaban llenas de agujeros.

– Me temo que eso va para largo.

Slade se le acercó en ese momento y le dio su taza de café. Ella la aceptó y lo miró a los ojos. Sólo fue un segundo, pero suficiente para que perdiera el hilo de la conversación con Chuck.

– ¿Jamie?

– Sí, sigo aquí…

– Te preguntaba cuánto tiempo tardarás.

– No estoy segura. Todavía tengo que venderla, pero volveré a Missoula tan pronto como me sea posible -afirmó.

Slade se dirigió al salón y se sentó en el sofá. Jamie se estremeció; no podía explicar a Chuck que estaba a solas con el hombre con quien había perdido la virginidad. Además de ser su jefe, Chuck Jansen afirmaba estar enamorado de ella.

– Te echo de menos, Jamie.

– Tonterías, Jansen, tonterías -dijo ella, intentando bromear.

Chuck rió.

– Lo digo muy en serio.

Jamie se ruborizó.

– Oh, vamos…

– Supongo que no habrás hablado con Thorne sobre la posibilidad de que nuestro bufete tenga más presencia en los negocios de los McCafferty, ¿verdad?

– Aún no.

– Bueno, inténtalo, pero con tacto. Empieza por hacer un buen trabajo con el traspaso de la propiedad y… ah, espera un momento.

Chuck intercambió unas palabras con alguien y volvió con ella.

– Tengo la impresión de que se me olvida algo. ¿Qué era? Sí, ya me acuerdo -dijo, con un chasquido de dedos-. La última vez que hablé con Thorne mencionó algún tipo de problema con la custodia del hijo de su hermanastra. Algo que quería comentarme, pero no entró en detalles.

– Lo ha comentado, pero no sé más que tú.

– Habla con ellos y pásale el caso a Felicia -afirmó Chuck-. Pero sobre todo, trátalos bien; muestra interés por su familia, llévalos a cenar a cuenta del bufete… en fin, ya sabes, el juego de siempre.

Jamie lo entendió enseguida, aunque empezaba a odiar aquel juego. Además, cabía la posibilidad de que Slade escuchara parte de la conversación.

– ¿No te parece que se darán cuenta de lo que pretendemos?

– Estoy seguro de que Thorne lo notara, y probablemente, también su hermana. En cuanto a los demás, no lo sé. Ya te he hablado de ellos, ¿verdad? El segundo hermano es un ranchero, que no sabe mucho de estas cosas. Y en cuanto al otro, es la oveja negra de la familia, el típico perdedor.

A Jamie le molestó tanto el comentario sobre Slade que replicó con un tono más seco y frío de la cuenta.

– ¿Eso es lo que sabes de él?

– Bueno, seguro que es inteligente. Todos los McCafferty lo son. El viejo, John Randall, era un hombre extremadamente astuto… supongo que el problema del tal Slade es que lo mimaron demasiado, o que es un vago -respondió.

Jamie estuvo a punto de soltar una carcajada. A Slade le gustaban los deportes de riesgo y siempre había hecho las cosas por su cuenta, pero era cualquier cosa menos el típico vago o niño mimado.