Se desperezó, preguntándose si ya sería hora de levantarse. Pero cuando abrió un ojo y miró las ventanas, se dio cuenta de que aún no había amanecido.
Nadie, ni siquiera Sophy, se levantaba al amanecer en Londres. Julián se dio la vuelta y decidió seguir durmiendo, con la duda de quién habría sido el que abriera la puerta de Sophy a una hora tan inoportuna.
Finalmente, ante su incapacidad de soportar la curiosidad que crecía dentro de él, Julián se levantó y se dirigió a la puerta comunicante de ambos cuartos y la abrió suavemente.
Le llevó varios segundos descubrir que la cama de Sophy estaba vacía. Aun cuando todavía estaba llegando a tal conclusión, escuchó el ruido de las ruedas de un carruaje abajo, en la calle. Se quedó escuchando. El vehículo se detuvo. Un temor irracional pero violento se apoderó de él. Julián se abalanzó hacia la ventana y abrió las cortinas justo a tiempo para ver una familiar figura delgada, con pantalones de montar de hombre y una camisa, que subía al carruaje. Sophy llevaba su atezada cabellera recogida en un rodete, debajo de un sombrero con velo y un maletín de madera en la mano. El conductor, un muchacho pelirrojo vestido de negro, dio órdenes a los caballos y rápidamente el coche desapareció en las calles.
– Maldita seas, Sophy. -Julián apretó las cortinas con tanta fuerza que por poco las arrancó-. Ojalá te pudras en el infierno, perra.
«Te amo. ¿Tú me amas, Julián?»
– Perra mentirosa. Eres mía -barbotó entre dientes-. Eres mía y prefiero verte en el infierno antes que en brazos de otro.
Julián dejó las cortinas y corrió a su cuarto. Tomó rápidamente unos pantalones de montar y una camisa. Tomó las botas y salió corriendo al vestíbulo. Se detuvo al pie de la escalera para ponerse las botas de cuero y se dirigió luego a los aposentos de los sirvientes. Tenía que hacerse preparar un caballo y rápido, si no quería perder de vista el coche.
A último momento se detuvo y fue a su biblioteca. Necesitaría un arma, pues mataría al que intentara llevarse a Sophy.
Después decidiría qué hacer con su mentirosa y traicionera esposa. Si pensaba que él le toleraría lo mismo que le había tolerado a Elizabeth, estaba cometiendo un gran error.
Las pistolas habían desaparecido de la pared.
Julián apenas tuvo tiempo para considerar ese hecho cuando escuchó pisadas de caballo en la calle. Corrió a la puerta principal y la abrió. En ese momento, vio a una mujer vestida de negro, con un velo también negro, que bajaba de un tordo de gran alzada. Notó que la mujer lo había montado sin la silla correspondiente.
– Oh, gracias a Dios -dijo la mujer, obviamente confundida al ver a Julián en la puerta-. Pensaba que tendría que despertar a toda la casa para dar con usted. Es mucho mejor así. Quizá podamos evitar el escándalo. Han ido a Leighton Field.
– ¿Leighton Field? -No tenía sentido. Sólo el ganado y los duelistas iban allí.
– Dése prisa, por favor. Puede llevarse mi caballo. Como verá, no tiene silla para dama.
Julián no vaciló. Tomó las riendas del tordo y montó.
– ¿Quién rayos es usted? -le preguntó a la mujer del velo-. ¿La esposa de él?
– No, no entiende nada, pero pronto se dará cuenta. Apúrese.
– Entre a la casa -le ordenó Julián mientras el caballo no dejaba de moverse-. Puede esperar allí. Sí alguno de los criados la ve, no diga otra cosa más que yo la he invitado a pasar. -Julián hizo andar al caballo al galope, sin aguardar una respuesta. Se preguntaba, furioso, por qué rayos Sophy y su amante habrían escogido ese lugar. Pero pronto dejó de lado esa pregunta tratando de descubrir cuál sería el personaje de la alta sociedad que se había cavado su propia tumba al arrebatarle a Sophy esa mañana.
Leighton Field estaba frío y húmedo en aquellas horas previas al amanecer. Un grupo de árboles añejos, con sus gruesas ramas goteando rocío, parecían buscar amparo bajo el cielo aún oscuro. La humedad del suelo se elevaba como una espesa nube gris, a nivel de la rodilla. El pequeño carruaje de Anne, el otro coche amarillo a poca distancia y los caballos parecían flotar en el aire.
Cuando Sophy se bajó del carro, sus piernas desaparecieron en esa nube gris. Miró a Anne, que estaba sujetando el caballo del vehículo. El disfraz masculino le resultó muy astuto. Si Sophy no hubiera sabido de quién se trataba, jamás habría descubierto la identidad del pelirrojo de la cara sucia.
– ¿Sophy, estás segura de que quieres seguir adelante con todo esto? -preguntó Anne, ansiosa, cuando se le acercó.
Sophy se volvió para mirar el coche de caballos, a pocos metros de distancia. La otra persona vestida de negro, con un velo, todavía no había bajado de é!. Aparentemente, Charlotte Featherstone estaba sola.
– No tengo opción, Anne.
– ¿Dónde estará Jane? Dijo que si estabas decidida a ser una tonta, ella estaría obligada a ser testigo de tu estupidez.
– Tal vez cambió de opinión.
Anne meneó la cabeza.
– No es su estilo.
– Bueno -dijo Sophy, enderezando sus hombros-, será mejor que terminemos con esto. Pronto amanecerá y tengo entendido que estas cosas se hacen al amanecer. -Se encaminó hacia el otro vehículo, también envuelto en niebla.
La larga figura que estaba dentro de él se movió cuando Sophy emprendió la marcha. Charlotte Featherstone, con un elegante atuendo de montar negro, se bajó. Aunque la cortesana llevaba un velo, Sophy notó que se había peinado especialmente para la ocasión y que llevaba unos pendientes de perlas. Con una sola mirada al imponente atuendo de su rival, Sophy se sintió minimizada. Era obvio que la Gran Featherstone conocía todo con respecto a la moda. Hasta se había vestido perfectamente para ese duelo.
Anne avanzó para atar el caballo del coche.
– ¿Sabe, señora? -dijo Charlotte, mientras se levantaba el velo para sonreír a Sophy-. No creo que valga la pena levantarse a esta hora por un hombre.
– ¿Entonces por qué se molestó? -replicó Sophy. Se sintió tan desafiada que ella también se levantó el velo.
– No estoy segura -admitió Charlotte-. Pero no por el conde de Ravenwood, por encantador que haya sido conmigo en su momento. Quizá sea por lo novedoso de todo esto.
– Me imagino perfectamente que, después de su aventurera carrera, deben de haber muy pocas cosas novedosas en su vida.
Charlotte fijó la mirada en el rostro de Sophy. Su voz perdió el tono burlón y se tornó muy seria.
– Puedo asegurarle que el hecho de que una condesa me considere una oponente valiosa para un desafío así, me resulta muy extraño, ciertamente. Cualquiera diría que se trata de un hecho único. Por supuesto que se dará cuenta de que una mujer que ocupa su lugar en la sociedad jamás me ha dirigido la palabra y mucho menos me ha conferido semejante respeto.
Sophy levantó la cabeza mientras estudiaba a su rival.
– Puede tener la certeza de que siento un gran respeto por usted, señorita Featherstone. He leído sus Memoirs y supongo lo que debe de haberle costado llegar a lo que es hoy.
– ¿De verdad? -murmuró Charlotte-. Qué imaginativa es usted.
Sophy se puso colorada. De pronto se dio cuenta de lo inocente que debería resultarle a esa mujer tan mundana.
– Discúlpeme -le dijo-. Seguramente ni siquiera puedo empezar a comprender las cosas que habrá pasado en la vida. Pero eso no implica que no respete el lugar que se ha hecho en el mundo y bajo sus propios códigos.
– Ya veo. ¿Y por todo ese gran respeto que tiene hacia mí ha decidido atravesarme el corazón con una bala?
Sophy apretó los labios.
– Entiendo por qué escribió sus Memoirs. Hasta comprendo que le haya dado una oportunidad a sus amantes para que, mediante una suma de dinero, puedan liberarse de la publicación de sus nombres. Pero fue demasiado lejos al escoger a mi esposo como su próxima víctima. No permitiré que se publiquen esas cartas de amor para que todo el mundo las lea y se burle.