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– No -dijo ella-. No necesitas decirme nada. Está bien. Ya entiendo.

– ¿Entiendes qué? Sophy, escúchame…

– Creo que es mejor que no hablemos más de esto- Yo me apresuré a hablar. Lo hice sin pensar. -Movía la cabeza sobre la almohada-. Debe de ser muy tarde.

Julián se quejó pero aceptó la propuesta.

– Sí, muy tarde. -Con cierta reticencia, se apartó de ella y se acostó a su lado, pasándole la mano posesivamente sobre la curvatura de la cadera.

– ¿Julián?

– ¿Qué, Sophy?

– ¿No deberías regresar a tu cuarto?

Julián se asombró.

– No había pensado en ello -dijo, casi con malos modales.

– Yo preferiría que lo hicieras -dijo Sophy muy suavemente.

– ¿Por qué? -Estaba tan irritado que se incorporó sobre un codo. Su intención había sido la de pasar toda la noche en la cama de ella.

– La última vez te fuiste.

Y se había ido sólo porque entonces sabía que de permanecer allí, habría sentido la necesidad de hacerle el amor una segunda vez y Sophy no estaba en condiciones físicas de soportarlo. Por otra parte, habría pensado que su esposo no era más que un animal en celo. Esa primera noche, Julián sólo había querido darle un respiro por todas las incomodidades que había sufrido en la primera experiencia sexual.

– Eso no significa que volveré a mi cuarto cada vez que hagamos el amor.

– Oh. -Con las luces de las velas, Sophy se reía extrañamente desconcertada.

– Preferiría tener un poco de privacidad esta noche, Julián. Por favor, debo insistir.

– Ah, creo que empiezo a entender -dijo Julián con desazón, mientras apartaba las mantas de la cama-. Insistes en que me vaya porque no te gustó que yo no te respondiera la pregunta de hace unos momentos. Como no te he permitido manipularme a través de mis promesas de amor eterno, has decidido castigarme a tu modo tan femenino.

– No, Julián, eso no es verdad.

Julián no prestó ninguna atención a la súplica de las palabras de Sophy. Con pasos enormes, cruzó todo el cuarto, recogió violentamente su bata de noche y avanzó hacia la puerta que comunicaba ambas alcobas. Allí se detuvo y se volvió violentamente hacia ella.

– Mientras estés allí acostada en tu solitaria cama, disfrutando de tu privacidad, piensa en todo el placer que podríamos estar brindándonos mutuamente. No existe ley alguna que imponga que un hombre y una mujer sólo pueden hacerlo una vez por noche, querida.

Atravesó la salida y dio un fuerte portazo que enfatízó toda su frustración y su enfado. Maldita mujer. ¿Quién se creía que era para presionarlo de ese modo? ¿Y qué la hacía pensar que podría salirse con la suya? Julián ya tenía experiencia con mujeres autoritarias con un talento mucho mayor que el de Sophy para manipular a los hombres.

Los mezquinos intentos de Sophy por controlarlo mediante el sexo le daban ganas de echarse a reír. Si no hubiera estado tan furioso con ella, se habría reído a carcajadas.

En ciertos aspectos, era muy inmadura y tonta, a pesar de sus veintitrés años. Elizabeth, al terminar la escuela, había sido mucho más madura e inteligente para manejar a un hombre a su antojo de lo que Sophy sería cuando cumpliera los cincuenta.

Julián echó su bata sobre una silla y se arrojó sobre la cama. Con los brazos cruzados detrás de la nuca y mirando fijamente el cielo raso en penumbra, tuvo la esperanza de que Sophy ya estuviera arrepintiéndose de su apresurada petición. Si pensaba que podía castigarlo y hacerlo caer rendido a sus pies con tácticas tan simples, estaba equivocada. Julián había librado batallas mucho más sutiles y estratégicamente más complejas.

Pero Sophy no era Elizabeth y jamás lo sería. No tenía motivos para temer a la seducción. Julián también sospechaba que su esposa, en el fondo, tenía cierto romanticismo.

Se quejó y se restregó los ojos cuando el enfado empezó a desvanecerse. Tal vez debía a su esposa el beneficio de la duda. Era cierto que ella había tratado de forzarlo para que él le hiciera una confesión de amor, pero también era cierto que tenía razones válidas para temer a una intensa pasión que no fuera amor.

Dentro de la limitada experiencia de Sophy, la única alternativa del amor era la cruel y descorazonadora seducción que había dejado embarazada a su hermana. Era natural entonces, que Sophy quisiera tener la certeza de que ella no correría la misma suerte. Lógicamente, deseaba creer que la amaban, pues de lo contrario tendría que seguir los pasos de su hermana.

Claro que luego Julián, enfadado, recordó que Sophy era una mujer casada, que compartía el lecho conyugal con su esposo legítimo. No tenía razones para creer que él la abandonaría en las mismas condiciones en que habían abandonado a su hermana. Rayos, él quería un heredero, lo necesitaba. Lo último que haría en consecuencia sería abandonarla si se enteraba de que ella estaba embarazada de un hijo de él.

Sophy tenía doble protección: la de la ley y la del juramento que había hecho el conde de Ravenwood de protegerla y cuidarla. Aterrarse por tener que padecer el mismo destino de su infortunada hermana sería caer en la estupidez femenina y Julián no lo toleraría. Debía hacerle entender que no podía comparar el sino de su hermana con el de ella.

Porque, decididamente, no entraba en los planes de Julián pasar muchas noches más solo en su cama.

No supo cuánto tiempo pasó elaborando la lección que le daría a su esposa al respecto, pues finalmente, se quedó dormido. Sin embargo, su sueño no le permitió descansar y horas más tarde, el sonido de la puerta del cuarto de Sophy en el pasillo lo arrancó de su estado de somnolencia.

Se desperezó, preguntándose si ya sería hora de levantarse. Pero cuando abrió un ojo y miró las ventanas, se dio cuenta de que aún no había amanecido.

Nadie, ni siquiera Sophy, se levantaba al amanecer en Londres. Julián se dio la vuelta y decidió seguir durmiendo, con la duda de quién habría sido el que abriera la puerta de Sophy a una hora tan inoportuna.

Finalmente, ante su incapacidad de soportar la curiosidad que crecía dentro de él, Julián se levantó y se dirigió a la puerta comunicante de ambos cuartos y la abrió suavemente.

Le llevó varios segundos descubrir que la cama de Sophy estaba vacía. Aun cuando todavía estaba llegando a tal conclusión, escuchó el ruido de las ruedas de un carruaje abajo, en la calle. Se quedó escuchando. El vehículo se detuvo. Un temor irracional pero violento se apoderó de él. Julián se abalanzó hacia la ventana y abrió las cortinas justo a tiempo para ver una familiar figura delgada, con pantalones de montar de hombre y una camisa, que subía al carruaje. Sophy llevaba su atezada cabellera recogida en un rodete, debajo de un sombrero con velo y un maletín de madera en la mano. El conductor, un muchacho pelirrojo vestido de negro, dio órdenes a los caballos y rápidamente el coche desapareció en las calles.

– Maldita seas, Sophy. -Julián apretó las cortinas con tanta fuerza que por poco las arrancó-. Ojalá te pudras en el infierno, perra.

«Te amo. ¿Tú me amas, Julián?»

– Perra mentirosa. Eres mía -barbotó entre dientes-. Eres mía y prefiero verte en el infierno antes que en brazos de otro.

Julián dejó las cortinas y corrió a su cuarto. Tomó rápidamente unos pantalones de montar y una camisa. Tomó las botas y salió corriendo al vestíbulo. Se detuvo al pie de la escalera para ponerse las botas de cuero y se dirigió luego a los aposentos de los sirvientes. Tenía que hacerse preparar un caballo y rápido, si no quería perder de vista el coche.

A último momento se detuvo y fue a su biblioteca. Necesitaría un arma, pues mataría al que intentara llevarse a Sophy.

Después decidiría qué hacer con su mentirosa y traicionera esposa. Si pensaba que él le toleraría lo mismo que le había tolerado a Elizabeth, estaba cometiendo un gran error.

Las pistolas habían desaparecido de la pared.

Julián apenas tuvo tiempo para considerar ese hecho cuando escuchó pisadas de caballo en la calle. Corrió a la puerta principal y la abrió. En ese momento, vio a una mujer vestida de negro, con un velo también negro, que bajaba de un tordo de gran alzada. Notó que la mujer lo había montado sin la silla correspondiente.

– Oh, gracias a Dios -dijo la mujer, obviamente confundida al ver a Julián en la puerta-. Pensaba que tendría que despertar a toda la casa para dar con usted. Es mucho mejor así. Quizá podamos evitar el escándalo. Han ido a Leighton Field.

– ¿Leighton Field? -No tenía sentido. Sólo el ganado y los duelistas iban allí.

– Dése prisa, por favor. Puede llevarse mi caballo. Como verá, no tiene silla para dama.

Julián no vaciló. Tomó las riendas del tordo y montó.

– ¿Quién rayos es usted? -le preguntó a la mujer del velo-. ¿La esposa de él?

– No, no entiende nada, pero pronto se dará cuenta. Apúrese.

– Entre a la casa -le ordenó Julián mientras el caballo no dejaba de moverse-. Puede esperar allí. Sí alguno de los criados la ve, no diga otra cosa más que yo la he invitado a pasar. -Julián hizo andar al caballo al galope, sin aguardar una respuesta. Se preguntaba, furioso, por qué rayos Sophy y su amante habrían escogido ese lugar. Pero pronto dejó de lado esa pregunta tratando de descubrir cuál sería el personaje de la alta sociedad que se había cavado su propia tumba al arrebatarle a Sophy esa mañana.