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– Cassandra… -murmuró mientras salía de ella y se colocaba a su lado sobre el colchón, con el brazo aún bajo su cabeza.

Sin embargo, no dijo nada más. La extenuación posterior a la satisfacción sexual se apoderó de él y lo sumió en un profundo y reparador sueño.

No supo cuánto tiempo durmió, pero cuando se despertó estaba solo. Y seguía vestido con toda la ropa, que debía de estar horriblemente arrugada. Su ayuda de cámara se lo recordaría durante un mes, y amenazaría con renunciar al puesto y buscarse otro caballero que demostrara más respeto por su trabajo.

La bragueta estaba de nuevo abrochada, tal y como comprobó con una repentina punzada de vergüenza.

La vela ya no estaba encendida, pero el dormitorio no se hallaba del todo a oscuras. La luz grisácea del amanecer se colaba por la ventana. Las cortinas estaban descorridas.

Volvió la cabeza en dirección al tocador. Lady Paget estaba sentada de lado en la banqueta, observándolo. Se había vestido, aunque no con la ropa que había llevado por la noche. Se había cepillado el pelo, que llevaba recogido en una coleta que le caía por la espalda. Tenía las piernas cruzadas y no paraba de balancear el pie que quedaba en el aire, meciendo el zapato sobre la punta de los dedos.

– Cassandra -dijo-. Lo siento. Debería…

– Tenemos que hablar, lord Merton -lo interrumpió ella.

«¿Lord Merton?», pensó. ¿Ya no era Stephen?

– ¿En serio? -le preguntó-. ¿No sería…?

– De negocios -volvió a interrumpirlo-. Tenemos que hablar de negocios.

CAPÍTULO 06

Cassandra llevaba despierta mucho tiempo. En realidad, apenas había logrado echar un par de cabezaditas.

Pasó un buen rato contemplando el horroroso dosel de la cama. Lo quitaría, decidió, o encontraría la manera de cubrirlo con una tela más clara y más alegre. Debía convertir la casa en un hogar… en caso de que se quedara en ella, por supuesto. En caso de que pudiera permitírselo.

En ese momento volvió la cabeza y observó largo y tendido al conde de Merton a la parpadeante luz de la vela. ¡Qué derroche dejar que se consumiera! Tampoco había apagado las velas de la entrada ni del descansillo. Como si tuviera dinero para despilfarrar.

Lord Merton dormía profundamente y no parecía estar soñando. Estaba tan guapo dormido como lo estaba despierto. Su pelo, aunque corto, lucía alborotado y se había rebelado contra el peine que había domado los rizos.

Parecía más joven.

Parecía inocente.

No era inocente… al menos no en lo que al sexo se refería. No había habido muchos preliminares, ni antes ni después de acabar en el lecho, y el acto en sí apenas había durado unos minutos. Pero lord Merton sabía lo que estaba haciendo. Era un amante apasionado y habilidoso aunque se hubiera apresurado un poco durante su primer encuentro.

Llegó a la conclusión de que posiblemente fuera un hombre muy decente que procedía de una familia también muy decente. Por un breve instante se arrepintió de haberlo elegido. Sin embargo, ya era demasiado tarde para cambiar de opinión y escoger a otro. No tenía tiempo para coquetear con varios amantes antes de elegir al que más le convenía.

A la postre, cuando el alba comenzaba a rayar al otro lado de las ventanas haciendo innecesaria la luz de las velas, fue incapaz de quedarse más tiempo en la cama. Se alejó de lord Merton muy despacio para no despertarlo, pero él ni siquiera se inmutó. Seguía teniendo el brazo extendido bajo la almohada y la tela del frac estaba arrugadísima allí donde ella había colocado la cabeza. Se inclinó sobre él y le abrochó con mucho tiento la bragueta de las calzas mientras le lanzaba miraditas a la cara.

Desnudo debía de estar magnífico, pensó.

La próxima vez lo comprobaría. La invadió un inesperado anhelo por ese momento.

Salió de la cama y apagó la vela, momento en el que se percató con gran pesadumbre de lo mucho que se había consumido, y después entró sin hacer ruido en el atestado y minúsculo vestidor situado junto al dormitorio. Tras lavarse las manos y la cara con el agua fría que quedaba de la noche anterior en el aguamanil, escogió a oscuras un vestido mañanero del armario y se lo puso. Tanteó el estante superior del armario en busca de una cinta para el pelo, que se cepilló y se recogió en la nuca.

Notaba un persistente escozor allí donde él había estado. Había pasado mucho tiempo…

Por raro que pareciera, era una sensación bastante placentera.

Lord Merton todavía no se había despertado cuando regresó al dormitorio. Descorrió las cortinas y estuvo varios minutos con la vista clavada en la calle, que seguía desierta a pesar de que la oscuridad de la noche estaba desapareciendo. Al cabo de un rato vio a un trabajador que caminaba con rapidez y con la cabeza gacha.

Y después se sentó en la banqueta del tocador, colocándola de forma que pudiera ver al hombre que yacía en la cama y percatarse de cuándo se despertaba.

Le sorprendió que no lo hubiera hecho ya, impaciente por repetir los placeres nocturnos. Esbozó una sonrisa sesgada porque no lo hubiera hecho. ¿Había interpretado tan mal su papel? ¿O lo había hecho maravillosamente bien?

Cruzó las piernas y se entretuvo balanceando un pie hasta que por fin lo vio moverse. Lord Merton tardó un rato en espabilarse y girar la cabeza para verla sentada en la banqueta.

– Cassandra -dijo-. Lo siento. Debería…

Lo interrumpió. No le interesaban sus disculpas. ¿Se disculpaba por haber dormido tanto? Todavía era muy temprano, tanto que ni siquiera habían salido a la calle los vendedores ambulantes, solo los trabajadores, que tal vez regresaran a casa tras el turno de noche. ¿O se disculpaba por haber dormido en vez de aprovechar al máximo la noche para disfrutar de su cuerpo?

Había pronunciado su nombre como si fuera una caricia.

En ese momento recordó que lo había pronunciado después de terminar con ella… como si no solo fuera un cuerpo femenino con el que saciar su deseo, sino también una persona con nombre propio.

Debía tener mucho cuidado para no acabar seducida por ese hombre. Ella era la seductora.

– Tenemos que hablar, lord Merton -le dijo.

– ¿En serio? -dijo él, que se incorporó sobre un codo con expresión risueña-. ¿No sería…

«… mejor volver a la cama y hablar después… en todo caso?»

– De negocios -lo interrumpió antes de que él pudiera terminar su frase-. Tenemos que hablar de negocios.

Todo su futuro dependía de ese momento. Siguió balanceando el pie, con cuidado de no hacerlo más deprisa por temor a demostrar lo nerviosa y tensa que estaba. Entornó los párpados y esbozó una leve sonrisa.

– ¿De negocios? -El conde se sentó, bajó los pies al suelo, se pasó las manos por la ropa en un vano intento por alisarla e hizo ademán de arreglarse la corbata. Seguía pareciendo un hombre que había dormido vestido.

– No lo seduje por el placer de una noche en su compañía, milord -confesó-. Más aún teniendo en cuenta que se ha pasado casi toda la noche durmiendo.

– Te pido dis… -comenzó.

Alzó una mano para volver a interrumpirlo.

– El hecho de que haya dormido profundamente me parece un tributo al placer que le proporcioné anoche -dijo-. Yo también he dormido casi toda la noche. Es usted un… amante muy satisfactorio. -Se permitió una ligera sonrisa.

Lord Merton no dijo nada.

– Deseo estar otra vez con usted esta noche y mañana por la noche y todas las noches del futuro más cercano -continuó-. Y me encargaré de que me desee en la misma medida y durante el mismo tiempo, milord. ¿O ya no hace falta que recurra a mis artes de seducción? ¿Ya me desea?

La respuesta del conde la alarmó y le produjo un escalofrío.

– No me gusta la palabra «seducción» -lo oyó decir-. Implica cierta debilidad en la persona seducida y una fría maquinación por parte de la seductora. Implica una disparidad de deseos y necesidades. Sugiere a un títere y a un titiritero. Nunca he admirado a los seductores porque explotan a las mujeres y las convierten en juguetes de alcoba. Nunca he conocido a una seductora, si bien conozco la leyenda de las sirenas.