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– ¿No es cierto que conoció a una anoche, lord Merton? -le preguntó.

– Conocí a una dama -precisó él con una sonrisa- que se definía como tal. A ti, de hecho. Me gustaría pensar que al sentirte sola… perdóname, que al estar sola, buscaste a alguien que te resultara atractivo para consolarte, y me encontraste a mí. No me sedujiste, Cassandra. Fuiste descarada y sincera sobre la atracción que sentías por mí, cosa que nunca me había sucedido con otras damas, ya que suelen emplear un vasto arsenal de triquiñuelas mucho más sutiles para llamar mi atención. Me gustó tu franqueza. Yo también me sentí atraído por ti. Te habría invitado a bailar aunque no hubieras forzado el encontronazo justo antes de que comenzara el vals. Supongo que no te habría invitado a compartir cama tan pronto si no hubieras dejado tan claro que tú también lo deseabas, pero a la postre nuestra mutua atracción nos habría conducido hasta este mismo punto.

Había malinterpretado la situación por completo. Aunque daba lo mismo.

«Nuestra mutua atracción.»

– Sí, quiero volver a acostarme contigo y quiero que sigamos haciéndolo. Pero antes tengo que preguntarte algo.

Ella enarcó las cejas y lo miró con expresión altanera.

– ¿De verdad? -replicó. De alguna manera había perdido el control de la conversación. Se suponía que ella iba a hablar y que él iba a escuchar.

– Cuéntame cómo murió lord Paget -le pidió. Se había inclinado hacia delante y había apoyado los brazos en las rodillas. Esos ojos azules la miraban con expresión penetrante.

– Murió -contestó con una sonrisa desdeñosa-. ¿Qué más quiere que diga? ¿Quiere que le confiese que le abrí la cabeza con un hacha, lord Merton? Porque no lo hice. Lo mató una bala… que le atravesó el corazón.

Siguió mirándola sin flaquear.

– ¿Lo mataste? -le preguntó.

Cassandra apretó los labios y le devolvió la mirada.

– Sí -contestó.

No se había dado cuenta de que lord Merton había contenido el aliento hasta que lo escuchó expulsar el aire con fuerza.

– Me habría costado mucho blandir un hacha -continuó-, pero no tengo problemas para usar una pistola. Y la usé. Le atravesé el corazón de un disparo. Y no me arrepiento. No he llorado su muerte ni un solo minuto.

Lord Merton agachó la cabeza de modo que se quedó mirando el suelo y ella le miraba la coronilla. Tuvo la impresión de que había cerrado los ojos. Lo vio apretar los puños.

– ¿Por qué? -preguntó Stephen al cabo de unos minutos de silencio.

– Porque sí -contestó, y sonrió aunque él no la miraba-. Tal vez porque me apetecía.

Tendría que haberse negado a contestar la primera pregunta. ¿Acaso quería espantarlo y arruinar sus cuidadosos planes? Porque no podía haber elegido mejor manera de hacerlo.

Se produjo otro largo silencio. Cuando lord Merton volvió a hablar, lo hizo con un hilo de voz.

– ¿Te maltrataba? -le preguntó.

– Sí -respondió Cassandra-. Me maltrataba.

Lord Merton por fin alzó la cabeza y volvió a mirarla fijamente con expresión preocupada y el ceño fruncido.

– Lo siento -dijo.

– ¿Por qué? -le preguntó con un gesto desdeñoso-. ¿Hay algo que usted hubiera podido hacer y no hizo, milord?

– Siento que tantos hombres se comporten como brutos por el mero hecho de ser físicamente más fuertes que las mujeres. ¿Tan mala era la situación que no te quedó otro remedio que matarlo?

Sin embargo, él mismo se respondió antes de que ella pudiera hacerlo.

– Tuvo que serlo. ¿Por qué no te arrestaron?

– Le disparé en la biblioteca, casi de noche -contestó-. No hubo testigos, y cuando llegaron varias personas atraídas por el ruido, fue imposible saber quién lo había hecho. No hubo, ni hay, prueba alguna de que lo hiciera yo. Cualquiera pudo haberlo hecho. Cualquiera. La casa estaba llena de criados y de otras personas. La ventana de la biblioteca estaba abierta y cualquiera pudo entrar. Nadie puede demostrar nada salvo que murió de un disparo.

– Y salvo que me lo acabas de confesar.

– Pero solo se lo he confesado a usted -replicó-. De ahora en adelante siempre lo acompañará el temor de que lo mate alguna noche para asegurarme su silencio.

– No soy un soplón -afirmó él- ni tengo miedo. Y tú tampoco debes tenerlo.

– No tengo miedo de usted -declaró-. Un caballero no revela los secretos de una dama, y creo que usted es un caballero. Y no temo que me maltrate. Si lo hiciera, no lo mataría. ¿Para qué hacerlo cuando me basta con alejarme de usted, cosa que no pude hacer en el caso de mi esposo? Una viuda tiene poder, lord Merton. Es libre.

Salvo que ella no lo era. La falta de dinero la ponía en un aprieto. Y de alguna manera esa conversación no se estaba desarrollando como ella había planeado. En su cabeza ella controlaba las respuestas del conde y sus propias preguntas. Desconocía la forma de recuperar el control.

– Será un placer ser tu amante -dijo él-. Te trataré con cariño. Te lo prometo. Y cuando la relación termine, solo tienes que decírmelo y me iré.

– El problema, lord Merton, es que no me puedo permitir una relación puramente basada en la atracción. -No se parecía en absoluto a lo que había pensado decir. Pero ya era demasiado tarde. Había pronunciado las palabras.

Lord Merton la taladró con la mirada.

– ¿No te lo puedes «permitir»? -recalcó.

– Es normal que un hombre que hereda el título de su padre, sus propiedades y su fortuna considere a su madrastra un estorbo. Sin embargo, la mayoría de los hombres cumple con su deber. El actual lord Paget no lo ha hecho.

– ¿Tu esposo no te dejó nada en su testamento? -Le preguntó lord Merton con el ceño fruncido-. ¿Ni tampoco se acordó nada en el contrato matrimonial?

– Por supuesto que sí-contestó-. ¿De verdad cree que lo habría matado de saber que me quedaría desamparada, lord Merton? Debería hacer uso de la residencia de la viuda en Carmel House durante lo que me queda de vida, y también de la residencia londinense. Iba a recibir una compensación económica, todas mis joyas y una cómoda pensión vitalicia.

El conde seguía frunciendo el ceño.

– ¿Paget puede negarte legalmente todo eso? -quiso saber.

– No puede -respondió-. Pero yo tampoco puedo matar legalmente a un hombre. Su padre, para más señas. Como ve, estábamos en tablas, lord Merton, pero él resolvió el empate. No me denunciaría si yo accedía a marcharme con las manos vacías.

– ¿Y lo hiciste? -le preguntó-. ¿Te marchaste sin más? ¿Aunque no había pruebas en tu contra?

– Se pueden fabricar pruebas, milord, para inculpar a alguien a quien no se le tiene mucho aprecio -dijo.

El conde la miró un buen rato antes de cerrar los ojos y agachar la cabeza una vez más.

Una dama de dudosa reputación lo había seducido y, acto seguido, había recibido una propuesta de negocios por parte de una cortesana… una cortesana cara, una cortesana irresistible. Y lord Merton obedecería como un cachorrito bien entrenado porque había despertado su apetito, pero no lo había saciado del todo. Jadearía de deseo por ella.

Ese era el plan. Lo tenía muy claro y en su momento le pareció muy razonable. No esperaba que fuera difícil de ejecutar.

No obstante, el plan se había ido al traste.

Comenzó a balancear el pie muy despacio una vez más. Contempló esos alborotados rizos rubios con todo el desdén del que fue capaz. En cualquier momento lo vería ponerse en pie para marcharse. Sintió el deseo de apresurar las cosas ordenándole que lo hiciera.

No temía que lord Merton le contase a otra persona lo que le había dicho. Al fin y al cabo, estaba segura de que era un caballero. Además, no estaría dispuesto a admitir que se había dejado seducir por una infame asesina.