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Al cabo de un momento se dio cuenta de que estaba llorando. Regresó al vestidor y se inclinó sobre la palangana.

Ella no lloraba. Nunca jamás.

Alice no debía ver ni una sola lágrima en su cara.

CAPÍTULO 07

Stephen siempre había contado con la bendición de un carácter ecuánime y una visión alegre de la vida. Ni siquiera de niño fue propenso a perder los estribos con sus compañeros de juegos, a enfrentarse de forma violenta con ellos o a dejarse llevar por el rencor. Cierto que hacía ya unos años le asestó a Clarence Forester un buen puñetazo que le rompió la nariz y le dejó los ojos morados, aunque el muy cobarde no fue capaz de enfrentarse a él como un hombre. Y también era cierto que se quedó con las ganas de hacerle algo peor a Randolph Turner un año después de dicho episodio, aunque las circunstancias lo obligaron a contenerse.

Sin embargo, la violencia (o más bien los impulsos violentos) estaba justificada en ambos casos por buenas razones. En dichas ocasiones sus hermanas se vieron amenazadas, y sería capaz de matar con tal de proteger a cualquiera de las tres.

Porque había ocasiones en las que la furia e incluso la violencia estaban justificadas.

En ese momento se sentía furioso. Muy furioso. Pero consigo mismo.

La primera víctima de dicha furia fue su ayuda de cámara, un hombre que realizaba sus tareas de forma intachable, pero a quien le gustaba imponerle su criterio y mangonearlo cada vez que podía, un rasgo habitual entre sus compañeros de oficio. Cuando lo mandó llamar a las seis de la mañana, el ayuda de cámara lo miró de arriba abajo y comenzó a echarle un rapapolvo y a amenazarlo como si estuviera lidiando con un niño travieso.

Se lo permitió durante un par de minutos, tras los que se enfrentó a él con mirada fría y voz gélida.

– Philbin, disculpa si he malinterpretado la situación -dijo-. Pero ¿no eres tú quien está contratado a mi servicio? ¿Tu labor no consiste en encargarte del cuidado de mi ropa entre otras cosas, como lavarla, plancharla y tenerla preparada para cuando la necesite? Espero que estas prendas estén lavadas, planchadas y listas cuando las solicite de nuevo. Entretanto, ordena que calienten el agua para mi baño y prepárame la ropa de montar. Después me afeitarás y me ayudarás a vestirme. Si en tus más desquiciadas fantasías has llegado a imaginar que entre tus tareas se encuentra la de hablar conmigo y ofrecerme tu opinión sobre mi comportamiento o sobre el estado de mi ropa cuando vuelvo a casa, ya puedes ir abriendo los ojos. Pero en el caso de que ese sea tu sueño, ya puedes ir buscando empleo con algún tonto que te lo permita. ¿Queda claro?

Él mismo se sorprendió mientras se escuchaba hablar. Philbin llevaba a su servicio desde que cumplió los diecisiete años, y siempre habían disfrutado de una estupenda relación como señor y sirviente. Su ayuda de cámara refunfuñaba y lo regañaba cuando tenía motivos para hacerlo, y su costumbre era la de aplacarlo sin darle importancia o directamente la de no hacerle caso, dependiendo de lo que estimara conveniente en cada caso. Sin embargo, en ese momento no pensaba disculparse. Estaba demasiado enfadado y Philbin era la diana perfecta con la que ventilar su enfado. Ya haría las paces más adelante.

Philbin lo miró con la boca abierta, hasta que la cerró con tanta fuerza que chasqueó los dientes y dio media vuelta para proceder a colgar su arrugadísima chaqueta. Stephen tuvo la horrible sospecha de que su ayuda de cámara estaba luchando contra las lágrimas y se sintió muy culpable e incluso más enfadado que antes.

No obstante, era imposible que Philbin aguantara mucho tiempo con la boca cerrada.

– Sí, milord -replicó con una nota de serena indignación en la voz-. Que quede claro que no quiero trabajar para ningún otro, como bien sabe. No me merecía ese comentario, milord. ¿Quiere la chaqueta de montar negra o la marrón? ¿Los pantalones beis o los grises? ¿Las botas nuevas o…?

– Philbin -lo interrumpió con impaciencia-, prepárame la ropa de montar, ¿de acuerdo?

– Sí, milord -contestó el sirviente, apaciguada en parte su sed de venganza. Porque generalmente no se rebajaba a hacer unas preguntas tan quisquillosas.

Una vez solucionado ese asunto, Stephen procedió a llevarse su enfado a Hyde Park, donde galopó como alma que lleva el diablo por Rotten Row antes de la llegada de otros jinetes, momento en el que la velocidad habría sido peligrosa.

No tardó en verse rodeado por un grupo de amigos, cuya conversación, sumada al fresco aire matinal, lo tranquilizó un poco, hasta que Morley Etheridge tuvo la ocurrencia de mencionar el baile de la noche anterior y Clive Arnsworthy se congratuló de haber bailado una pieza con la deliciosa lady Christobel Foley.

– Aunque todo el mundo sabe que te tiene echado el ojo a ti, Merton -prosiguió su amigo-. Antes de que acabe el verano, te encontrarás de camino al altar a menos que vayas con mucho cuidado. Claro que se me ocurren otras mujeres peores con las que compartir los grilletes del matrimonio, la verdad. Más de doce. Yo diría que más de cien.

– ¿Por qué detenerse en cien? -Replicó Etheridge con sequedad-. ¿Por qué no llegar hasta mil, Arnsworthy?

– Sin embargo, lo peor en el caso de Merton no es que se arriesgue a acabar frente al altar -apostilló Colin Cathcart, ajeno por completo al mal humor de Stephen-. Lo peor es el hacha que pende sobre su cabeza. Aunque sería una forma magnífica de dejar este mundo, siempre y cuando suceda mientras se encuentre entre los muslos de la dama en cuestión. Unos muslos muy torneados, a juzgar por lo que dejaba adivinar ese vestido verde, que tampoco es que dejara mucho a la imaginación, ¡por Dios! ¿Te fijaste bien, Arnsworthy? ¿Y tú, Etheridge?

El comentario fue recibido por un coro de risotadas.

– Creo que me fijé en los muslos -respondió Arnsworthy-, pero reconozco que mis ojos la recorrieron desde la cabeza hacia abajo y casi no fueron capaces de pasar de esa melena pelirroja. Aunque logré hacer el valiente esfuerzo de llegar al busto. Me fue imposible ir más lejos. En la vida he agradecido tanto el uso del monóculo.

De nuevo estallaron en carcajadas.

– Si esa mujer esperaba que… -comenzó a decir Etheridge.

– Esa dama -lo interrumpió Stephen, enfatizando la palabra con el mismo tono de voz frío y cortante que había empleado durante la discusión con su ayuda de cámara-. Una invitada al baile de mi hermana que como tal merecía el respeto, la consideración y la caballerosidad demostrada al resto de las invitadas. No era, y no es, una ramera a la que comerse con los ojos y a la que despojar de su dignidad. No vuelvas a referirte a ella de forma irrespetuosa en mi presencia. A menos que quieras que te responda en algún páramo al amanecer.

Sus tres amigos se volvieron al unísono sobre sus monturas para mirarlo boquiabiertos, tal como había hecho Philbin un rato antes.

Stephen cerró la boca y apretó los dientes después de clavar la mirada al frente. Se sentía un poco tonto. Y muy furioso. Había estado en un tris de cruzarles la cara con un guante y retarlos a duelo. Y de enfrentarse a los tres a la vez. En un tris…

– Estás preocupado por la reputación de lady Sheringford, ¿verdad, Merton? -Le preguntó Etheridge después de un incómodo silencio-. No es necesario. Nadie en su sano juicio creería que esa mujer… que esa dama recibió una invitación. Además, tu hermana y Sherry manejaron la situación con un aplomo admirable. Tu hermana estuvo charlando con ella y Sherry la sacó a bailar, y después enviaron a Moreland a que hiciera lo propio y luego te tocó a ti… ¿o fue al revés? La madre de Sherry dio un paseo con ella después de la cena. El veredicto de hoy será que el baile ha sido un éxito rotundo. Mucho más por la emoción que supuso la aparición de lady Paget. No tienes que preocuparte de nada, amigo mío. La mayoría de los hombres a los que conozco siempre ha considerado a Sherry un tipo genial por haber tenido el valor de hacer lo que hizo hace años. Hizo lo que otros sueñan con hacer. E incluso las damas han comenzado a perdonarlo. Y todo gracias a tu hermana, que es un ejemplo de respetabilidad.