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Los otros dos murmuraron su asentimiento por lo bajo, tras lo cual los cuatro se detuvieron a saludar a otro grupo de jinetes, dando por zanjado el vergonzoso momento.

Sin embargo, Stephen siguió furioso durante el resto de la mañana. Pasó media hora entrenando en el cuadrilátero del club de boxeo de Jackson antes de que el mismísimo Jackson ocupara el lugar de su contrincante después de que este se quejara de la innecesaria violencia de sus puñetazos.

Más tarde se marchó a White's, donde se sentó en la sala de lectura con uno de los periódicos matinales delante de la cara, de tal forma que el ángulo disuadía a cualquiera que hubiera querido acercarse y molestarlo.

Era un hombre sociable por naturaleza que se había ganado la simpatía de un nutrido y diverso número de caballeros. Sin embargo, esa mañana se mantuvo sentado detrás de su periódico y fulminó con la mirada al único que se atrevió a pasar a su lado y a saludarlo con una breve inclinación de cabeza.

No leyó ni una sola palabra.

Había caído en una trampa y no había forma decente de escapar.

Se había despertado sintiéndose un poco avergonzado. Le había hecho el amor a Cassandra con rapidez y totalmente vestido, y después se había quedado dormido… y así había seguido durante lo que debían de haber sido horas. Además, tuvo que ser un sueño muy profundo, porque ni siquiera se había despertado cuando ella le abrochó las calzas y salió de la cama para vestirse. ¡Por Dios! Cuando la vio, estaba sentada en la banqueta del tocador, meciendo el pie como si llevara mucho rato esperando a que abandonara los brazos de Morfeo.

Solo se habría redimido si la hubiera convencido de que volviera a la cama y le hubiera hecho el amor lenta y concienzudamente después de desnudarse y de desnudarla a ella.

Sin embargo, ella había tejido su telaraña y él había acabado atrapado. Sin poder hacer nada para evitarlo. Ni siquiera el matrimonio le parecía tan asfixiante.

Había sido una esposa maltratada. Y debió de ser algo muy grave, porque le puso fin al maltrato blandiendo una pistola y atravesando el corazón de lord Paget con una bala.

¿Fue un asesinato?

¿O lo hizo en defensa propia?

¿Era imperdonable?

¿O estaba justificado?

Ignoraba las respuestas y tampoco le interesaba conocerlas. Había despertado su compasión y su sentido de la caballerosidad. De forma totalmente intencionada, sin duda alguna.

Según ella, la habían despojado de todos los beneficios a los que tenía derecho la viuda de un hombre acaudalado y con propiedades. Su hijastro la había echado de su casa con la amenaza de mandarla a prisión si se le ocurría volver o si recurría a la ley para recuperar lo que le pertenecía.

Era pobre. Aunque ignoraba hasta qué punto carecía de medios económicos. Había logrado llegar a Londres y alquilar esa casa deprimente y deslucida. Sin embargo, estaba casi seguro de que no contaba con ningún tipo de ingreso y de que su situación era desesperada. Se había colado en el baile de Meg la noche anterior aun a riesgo de sufrir la humillación de que la echaran con la mitad de la alta sociedad como testigo. Y lo había hecho con el propósito de encontrar a un protector adinerado. Lo había hecho para subsistir y para evitar convertirse en una mendiga sin más hogar que la calle.

No creía que dichas suposiciones acerca de la situación económica de lady Paget fueran exageradas.

Y él era el salvador que había elegido.

O… la víctima.

Porque le había parecido un ángel, y tras indagar sobre su identidad la dama había descubierto que poseía una gran fortuna. De modo que lo había creído una presa fácil. ¡Cuánta razón tenía!

Volvió una página del periódico con tal brusquedad que se quedó con un trozo de papel en la mano y el resto cayó sobre su regazo. El sonido del papel al rasgarse se escuchó claramente, de forma que unas cuantas cabezas se volvieron hacia él para mirarlo con gesto reprobatorio.

– ¡Chitón! -exclamó lord Pártete con el ceño fruncido por encima de sus anteojos.

Stephen zarandeó el mutilado periódico a fin de volver a enderezarlo, pese al ruido, y volvió a esconderse tras el papel.

Lady Paget tenía razón. Su triste historia, o lo poco que había escuchado de ella, había despertado su compasión y le preocupaba la pobreza en la que obviamente vivía. Habría sido incapaz de salir de esa casa y de darle la espalda, del mismo modo que habría sido incapaz de molerla a golpes y de romperle las costillas a patadas.

Podría haberle ofrecido una asignación de forma altruista, sin ningún tipo de obligación por su parte. La idea se le había ocurrido en casa de la dama. La riqueza que él poseía era indecente. No echaría en falta el dinero de una asignación periódica que le permitiera a lady Paget vivir de forma modesta.

Pero dicho arreglo no era posible. Porque sospechaba que en algún lugar detrás de esa fachada sonriente, desdeñosa y sensual se escondía el orgullo que su marido había intentado destruir a base de golpes. Probablemente ella hubiera rechazado el regalo.

Además, no podía ir por la vida ofreciéndole dinero a todo aquel que le contara sus penas.

De modo que si no hacía algo, su indigencia pesaría sobre su conciencia.

De ahí que se hubiera visto obligado a ofrecerle una desorbitada cantidad de dinero a cambio de unos favores sexuales que Stephen no estaba muy convencido de desear. Más bien todo lo contrario.

No era la primera vez que pagaba por unos favores sexuales, y siempre pagaba más de lo que la dama pedía. Hasta ese momento no le había parecido un acuerdo sórdido. Tal vez en el pasado también debería haberlo visto de esa forma. Tal vez necesitara un buen examen de conciencia. Porque tal vez las mujeres que ofrecían ese tipo de servicios lo hacían para evitar morirse de hambre. Ninguna lo haría por placer, ¿verdad?

Frunció el ceño por el indeseado rumbo de sus pensamientos. Estaba a punto de pasar otra página cuando cambió de opinión.

El día anterior a esa misma hora su deseo de encontrar una amante era tan acuciante como el de volar hasta la luna. Sin embargo, había encontrado una. Después de ayudarlo con las botas de montar y demostrando una sumisión poco habitual en él, Philbin había ido a la casa de Portman Street con un grueso fajo de billetes.

Era el generoso pago por los favores de la noche anterior y por los derechos exclusivos sobre dichos favores al menos durante una semana.

El dinero no le importaba. Lo que le molestaba era el engaño. Porque había pensado que ella lo deseaba, que se sentía atraída por él. Había pensado que se trataba de algo mutuo. Y la verdad resultaba vergonzosa y humillante. Lo que le molestaba era sentirse tan atrapado por la situación como si lo hubiera arrastrado ante el altar.

¿Por qué puñetas tenía que sentirse responsable por la reputación de esa mujer? Habida cuenta de lo pésima que era dicha reputación, claro. Había matado a su marido. Había vendido su cuerpo a un desconocido y lo había manipulado para que se convirtiera en su protector. Había…

Había sufrido una infancia nómada e insegura y un matrimonio de pesadilla. Y en esos momentos hacía lo necesario para sobrevivir. Para poder comer y para poder contar con un techo bajo el que refugiarse. Salvo la prostitución, no había ningún otro empleo para ella.

Se estaba prostituyendo para él.

Y él lo permitía.

Estaba obligado a permitírselo impulsado por la seguridad de que ella no aceptaría su dinero a menos que fuera a cambio de los servicios prestados.

No era un hombre propenso a odiar. Ni siquiera era propenso a sentir antipatía por la gente. Le gustaba prácticamente todo el mundo. Le caían bien sus congéneres en general.