Pero esa mañana en concreto se sentía consumido por el odio y por la furia. Y el problema era que no sabía a ciencia cierta quién era el objeto de ambos sentimientos, si iban dirigidos hacia lady Paget o hacia él mismo.
Daba igual. Lo único relevante era que iba a devolverle la respetabilidad. Y que iba a acostarse con ella lo justo para que la dama pudiera conservar su orgullo y sentir que se estaba ganando el sueldo.
Clavó los ojos en uno de los titulares del periódico y lo leyó junto con el resto del artículo, con gran atención aunque sin entender ni una sola palabra. Bien podía anunciar el fin del mundo, porque él no se había enterado.
Por supuesto que le importaba la posibilidad de que hubiera matado a su marido. Ese era el quid de la cuestión. ¿Lo había hecho o no? Según ella, lo había matado. ¿Por qué afirmarlo si no era verdad? Sin embargo, sospechaba que gran parte de lo que lady Paget había dicho no era del todo cierto. Y ese escueto «sí» con el que había contestado la pregunta no le había parecido muy sincero.
¿O se lo había imaginado porque quería que fuera inocente?
No resultaba muy placentero pensar que la amante que acababa de contratar era una asesina confesa.
Había que considerar los posibles maltratos que había sufrido, desde luego. Pero pensar que había cogido una pistola que seguro que no estaba encima de la mesa lista para ser usada, que había apuntado al corazón de su marido y que había apretado el gatillo…
En fin, solo de pensarlo se le helaba la sangre en las venas. Si se había visto obligada a tomar una salida tan desesperada, el maltrato al que la sometió su marido debió de ser atroz.
O tal vez lady Paget fuera una mala persona.
O tal vez no lo hubiera hecho.
Pero ¿por qué iba a mentir sobre algo semejante?
¿Y en qué lugar lo dejaba eso como persona cuando había aceptado sus servicios, aun imponiendo sus propios términos, a sabiendas de que era una asesina? O una mujer que decía ser una asesina.
Tenía la impresión de que el cerebro le daba vueltas dentro del cráneo como si fuera una peonza. Al final acabó por doblar el periódico y soltarlo, tras lo cual se puso en pie y abandonó el club sin hablar con nadie.
Alice, en un extraño arranque de rebeldía, se negó a acompañar a Cassandra al té de lady Carling. No lo hizo porque desaprobara la presencia de Cassie en dicho acontecimiento, mucho menos habiendo sido invitada por la propia anfitriona. En realidad, consideraba que era lo único bueno que había conseguido tras el enorme riesgo que había corrido la noche anterior. Pero se negaba a conocer al amante de Cassie en público, porque en esas circunstancias se vería obligada a tratarlo con cortesía.
– Pero, Alice -protestó Cassandra mientras observaba cómo su amiga remendaba la funda de una almohada, una tarea en la que debería ayudar-, quiero que me acompañes precisamente para evitar que me invite a dar un paseo por el parque en su carruaje. Mencionó algo de un tílburi. Los tílburis tienen los asientos muy altos, estaré muy expuesta. Pero lo importante es que solo pueden llevar a dos ocupantes. Así que si me acompañas, me negaré con la excusa de que no puedo dejarte sola.
Sin embargo, Alice se mantuvo en sus trece. Apretó los labios y se decantó por la tozudez mientras blandía la aguja una y otra vez con gesto vengativo.
– Cassie, serías un hazmerreír -le advirtió al cabo de un momento-. Una viuda de tu edad no pone como excusa a una simple de dama de compañía cuando un caballero la invita a salir.
– ¡Tú no eres una simple dama de compañía! -exclamó-. Ya no. Llevo casi un año sin poder pagarte, y ahora que puedo ofrecerte dinero, vas y lo rechazas.
Alice se enrolló la hebra de hilo en un dedo y la partió de un tirón sin necesidad de usar las tijeras, que descansaban en una mesita a su lado.
– No pienso aceptar ni un penique de su dinero -sentenció-. Ni del tuyo si lo ganas de esa manera. Cassie, esto no es lo que había imaginado para ti cuando eras mi pupila. Ni por asomo. -La barbilla le tembló un instante, pero logró contener las lágrimas y volvió a apretar los labios.
– Alice, creo que es un buen hombre -replicó ella-. Creo que me está pagando más de la cuenta, y estoy segura de que lo hace a propósito. Y me dijo que nunca… en fin, que cualquier cosa que suceda en nuestra relación debe ser por mutuo consentimiento. Que nunca… que nunca me forzaría.
Alice le dio la vuelta a la funda para dejarla del derecho y la sacudió con fuerza, tras lo cual la dobló para plancharla más tarde.
– La ropa blanca de esta casa se transparenta de lo desgastada que está, lo mismo da que cosa las costuras o no -refunfuñó con voz irritada.
– Dentro de un par de semanas podré comprarlo todo nuevo y la reemplazaremos -le dijo.
Alice la miró echando chispas por los ojos.
– ¡No pienso apoyar la cabeza en una funda de almohada comprada con su dinero! -exclamó.
Cassandra suspiró y levantó la mano que Roger le acariciaba con su fría nariz. En cuanto comenzó a acariciarle la peluda cabeza, el perro se apoyó en su regazo, la miró con expresión triste y también suspiró.
– Su familia me pareció muy educada -comentó-. Se deshicieron en amabilidad conmigo. Claro que también lo hicieron para evitar una situación vergonzosa y tal vez un desastre social, pero de todas formas me parecieron buenas personas.
– Sufrirán una apoplejía si creen que te está cortejando -le advirtió Alice-, o si se enteran de que te ha tomado como amante.
– Sí -convino mientras acariciaba la aterciopelada oreja de Roger-. Es guapísimo, Alice. Parece un ángel.
– ¡Menudo ángel! -Exclamó su amiga al tiempo que clavaba la aguja con muy malos modos en el alfiletero que descansaba en la mesa-. Te acompaña a casa, te paga esta mañana y te ofrece más por lo mismo. ¡Menudo angelito!
Cassandra pasó los dedos de la otra mano por lo poco que quedaba de la otra oreja de Roger y las levantó a la vez. El pobre parecía tener una apariencia torcida y gesto soñoliento. Le sonrió y le soltó las orejas.
– Acompáñame esta tarde -dijo.
Sin embargo, Alice ya había tomado una decisión, por lo que se negó en redondo.
– No pienso ir contigo -rehusó mientras se ponía en pie con brusquedad-. Hace un año que no me pagas, como muy bien has señalado, y me parece estupendo que sea así. Pero significa que soy libre. Que no soy tu sirvienta. Y soy muy capaz de ganar un sueldo con el que podamos mantenernos las dos, y también a Mary y a Belinda, y a ese perro, sin necesidad de que tengas que… En fin. Sé que me crees demasiado vieja para que alguien me contrate, pero solo tengo cuarenta y dos años. Todavía no he llegado a la vejez. Sigo estando ágil para fregar suelos si hace falta, para coser doce horas al día en el taller de alguna modista o para lo que sea. Esta tarde estaré muy ocupada con mis propios asuntos. He pensado pasarme por varias agencias de empleo. Seguro que alguien requiere de mis servicios.
– Yo, Alice -replicó ella.
Pero no hubo forma de hacerla cambiar de opinión. Salió de la estancia con la espalda tan tiesa como un palo y la barbilla en alto, y dejó la puerta abierta.
Al cabo de un momento se asomó una carita que esbozó una enorme sonrisa mientras el cuerpo al completo entraba en la salita.
– Perrito -dijo Belinda, que echó a correr hacia Roger para que este no escapara.
Pese a la avanzada edad y a su naturaleza letárgica, Roger se mostraba en ocasiones con ganas de jugar y nunca rechazaba una sesión de caricias. De modo que salió al encuentro de la niña con la lengua fuera y moviendo el rabo y los cuartos traseros. Belinda le echó los brazos al cuello y sus carcajadas se transformaron en alegres y agudos chillidos cuando el perro comenzó a lamerle la cara.
El vestido le quedaba pequeño desde hacía unos seis meses, pero todavía se lo ponía. Estaba descolorido por los numerosos lavados, pero limpio como los chorros del oro. Y remendado con mucho cuidado allí donde la tela estaba demasiado desgastada. Las mejillas sonrojadas ponían de manifiesto que acababa de bañarse, y volvería a la tina como Mary descubriera que Roger la había estado besando. Su pelo, castaño y ondulado, estaba sujeto por una cinta deshilachada y desgastada, a fin de que no le tapara la cara. Iba descalza, ya que desde que los zapatos se le quedaron pequeños solo se los ponía para salir.