Tenía tres años. Era la hija ilegítima de Mary.
Y todas la adoraban.
– Hola, cariño -la saludó Cassandra.
Belinda le regaló una alegre sonrisa y volvió a reírse al ver que Roger se echaba en el suelo con las patas en el aire. La niña se acostó a su lado para acariciarle la barriga y aferrado con uno de sus delgados bracitos.
– Me quiere -dijo.
– Porque tú lo quieres a él -replicó ella con una sonrisa.
Por fin podría pagarle a Mary. Podría incluso pagarle todos los atrasos. Ella no lo aceptaría, claro, pero a base de insistir acabaría cogiendo el dinero. Necesitaba comprarle ropa nueva a su hija.
Por su parte, pensaba comprarle a Belinda unas cuantas cosas. Y a Mary. Sin embargo, no le compraría nada a Alice. No aceptaría ningún regalo dado su humor.
Tenía un protector, pensó, recalcando la palabra mentalmente. Ella era su… querida. Y la mantendría a cambio de sus favores sexuales. Lo que sucediera entre ella y el conde de Merton no sería por deseo mutuo, por mucho que él insistiera. Porque ella jamás lo desearía de verdad, pese a su apostura, su virilidad y su innegable atractivo físico. Y pese a su generosidad, un rasgo de su carácter que sospechaba que era genuino.
Nueve años de matrimonio habían aniquilado cualquier interés que pudiera haber albergado por el conde de Merton en ese sentido. Si Su Señoría esperaba hasta que ella lo deseara en la misma medida, nunca se acostarían y ella recibiría un dinero que no se había ganado.
Y lo principal era ganárselo. Hasta el último penique. Porque todavía le quedaba algo de orgullo. Aunque él nunca sabría que entre ellos el deseo no era mutuo.
Se ganaría con creces el dinero que le pagaba el conde.
Mientras observaba a la niña jugar con el perro, ambos igual de inocentes, felices y desvalidos, llegó a la conclusión de que valía la pena.
Dos inocentes a los que adoraba.
Haría cualquier cosa para posponer, aunque fuera un día, la pérdida de esa inocencia.
CAPÍTULO 08
El té en casa de lady Carling era solo para señoras. Mientras cogía el llamador de la puerta, Stephen se preguntó si las invitadas seguirían en el salón o si dado que eran las cuatro y media muchas ya se habrían marchado. Quizá lady Paget se hubiera ido en un intento por evitar el paseo con él.
Quizá ni siquiera hubiera asistido, aunque sería una tontería por su parte si lo que buscaba era la readmisión en la alta sociedad. Seguro que su propósito al ir a Londres incluía algo más que encontrar un protector que pagara sus facturas unos cuantos meses, hasta que terminase la temporada social.
El mayordomo de Carling aceptó su tarjeta y se marchó en dirección al salón. Escuchó el murmullo de las voces femeninas cuando la puerta de la estancia, situada en la planta alta, se abrió brevemente, tras lo cual volvió a cerrarse. Algunas de las invitadas seguían allí.
– Lady Carling estará encantada de recibirlo, milord -le informó el mayordomo cuando regresó, de modo que lo siguió escaleras arriba.
Muchos hombres se habrían quedado de piedra ante la idea de adentrarse en un salón donde solo había mujeres. Stephen no era uno de esos hombres. Según su experiencia, casi todas las mujeres se mostraban dispuestas a bromear y a reír cuando tenían a su merced a un solitario caballero, y él siempre estaba encantado de darles el gusto, de bromear y de reírse con ellas.
Cierto que todavía no había recuperado el buen humor, pero había conseguido librarse de la mayor parte de su furia y de su irritación mientras regresaba andando a casa desde White's, donde había almorzado. No era capaz de mantenerse enfadado mucho tiempo. O al menos, se negaba a hacerlo. Nadie tendría nunca semejante poder sobre él.
Se había disculpado con Philbin, y su ayuda de cámara había aceptado sus disculpas con una rígida reverencia, durante la cual vio una capa invisible de polvo en sus botas, una consecuencia de la desfachatez de regresar a casa andando a pesar de saber que solo debía usarlas para estar dentro de casa o para ir en carruaje, le recordó a Su Señoría. Después procedió a señalar el daño que el polvo podría causarle al cuero, por si Su Señoría lo ignoraba. Y luego le preguntó a Su Señoría si tendría la amabilidad de quitárselas de inmediato antes de que el daño fuera irreparable y a él le resultara imposible mirar a la cara durante el resto de su vida a otros ayudas de cámara.
De modo que se sentó sin protestar y dejó que le quitase las botas, y así la relación con su ayuda de cámara recuperó felizmente la normalidad.
El mayordomo de Carling abrió la puerta del salón con una floritura y anunció su llegada con voz de barítono, un anuncio que en un primer momento silenció a las invitadas, aunque los cuchicheos y las risillas nerviosas no tardaron en hacerse escuchar.
Lady Carling ya estaba en pie y se acercaba a él con una mano extendida.
– Merton, no sabes cómo me alegro de verte.
– Por favor, señora -le dijo al tiempo que le cogía la mano y la miraba con fingido espanto-, no me diga que su reunión solo es para damas. Y yo que había estado ensayando una humilde disculpa por llegar tan tarde…
– En fin, en ese caso -replicó la anfitriona-, estaré encantada de oírla. Todas estaremos encantadas.
Se escuchó el apoyo unánime de las invitadas.
– Pues resulta que creí entender que la invitación era para los amigos de Carling -adujo Stephen-, de modo que me fui al parque con la esperanza de alegrarme el día contemplando a algunas de mis damas preferidas. Pero al descubrirlo prácticamente desierto, conduje por Bond Street para ver si alguna estaba por allí, mirando escaparates. Después lo intenté en Oxford Street, sin éxito alguno. Y ahora descubro que todas las damas que deseaba ver han estado aquí todo el tiempo.
Sus exagerados cumplidos fueron recibidos con alguna broma y muchas risas. Observó a las presentes con una sonrisa en los labios. Sus tres hermanas estaban allí. Al igual que lady Paget, sentada junto a Nessie. Llevaba otro elegante vestido verde, aunque en esa ocasión era un verde claro, no un verde esmeralda. Posiblemente la ropa fuera una de las pocas pertenencias que le permitieron conservar cuando enviudó. Al igual que la noche anterior, no lucía joyas.
Lady Paget no se sumó a las risas y a las bromas de las otras damas. Pero sí sonrió… con esa sonrisa leve y desdeñosa que mostró durante el baile de la noche anterior y en el dormitorio esa misma mañana. Era una sonrisa que, tal como había descubierto, formaba parte del disfraz que usaba para ocultar cualquier atisbo de vulnerabilidad que pudiera sentir.
El sol que se colaba por la ventana bañaba parte de su cara y de su pelo. Estaba resplandeciente y su belleza se le antojó deslumbrante.
– Señoras -dijo lady Carling al tiempo que se cogía de su brazo-, ¿lo echamos? ¿O nos quedamos con él?
– ¡Nos lo quedamos! -exclamaron unas cuantas entre risas.
– Ethel, sería una verdadera lástima condenar al pobre Merton a vagar desolado por las calles y a recorrer el parque como alma en pena durante una hora, a la espera de que sus damas preferidas abandonen tu salón -dijo lady Sinden, una viuda que lo observó a través de sus impertinentes-. Lo mejor será que nos lo quedemos y nos aseguremos de que es feliz. ¿Has estado recorriendo medio Londres en tu tílburi, Merton? ¿O en otro carruaje más seguro?