– En mi tílburi, milady -contestó.
– En ese caso no podrás llevarme dentro de un rato a dar un paseo por el parque -replicó la dama-, aunque seguramente yo sea tu dama preferida de todas las presentes. Dejé de subirme a los tílburis al cumplir los setenta, hace ya unos años. Soy capaz de subirme, pero después no puedo apearme sin la ayuda de dos fornidos lacayos.
– Deben de ser unos debiluchos aunque parezcan fornidos, milady -repuso él con una sonrisa-. Yo podría bajarla con un solo brazo. Seguro que pesa lo mismo que una pluma.
– Mocoso descarado -dijo lady Sinden con una carcajada que puso a temblar su considerable papada.
– Por desgracia, milady, hoy no puedo demostrar mis palabras. He venido porque logré convencer a otra dama para que me acompañara a dar un paseo por el parque, y la dama en cuestión se encuentra aquí.
– ¿Y quién es la afortunada? -Preguntó lady Carling al tiempo que le instaba a sentarse junto a ella en el sofá-. ¿Te lo prometí anoche y se me ha olvidado? Pero ¿cómo iba a olvidar una mujer semejante acontecimiento? -La anfitriona se inclinó hacia la bandeja de té y le sirvió una taza.
– Señora, le recuerdo que sir Graham no se apartó de su lado, así que ni me atreví a pedírselo. Podría haberme dado una buena tunda. Lady Paget ha accedido a acompañarme.
Se produjo un breve silencio.
– Stephen tiene un tílburi muy rápido -terció su hermana Kate-, y de aspecto peligroso. Pero es un consumado conductor, lady Paget. Estará a salvo con él.
– Ni se me había pasado por la cabeza lo contrario -replicó la aludida con esa voz ronca y aterciopelada.
Lo miró a los ojos mientras él se llevaba la taza a los labios y por un instante sintió que la furia que se había apoderado de él esa mañana regresaba. Era hermosa y muy deseable, y había caído en su telaraña, como si fuera una mosca. Una imagen detestable. Pero muy adecuada.
– Y hace un día maravilloso para dar un paseo en tílburi -añadió Meg-. Esta mañana parecía que iba a llover, pero ahora no se ve ni una sola nube. Espero de todo corazón que sea un buen auspicio para el verano.
– Lady Sheringford, para no tentar a la suerte será mejor que nos quejemos por tener que sufrir esta racha de buen tiempo durante los meses de julio y agosto -replicó la señora Craven con expresión lastimera al tiempo que meneaba la cabeza.
La conversación siguió por los cauces habituales hasta que Stephen apuró el té y se puso en pie.
– Le agradezco que me haya permitido quedarme en su reunión, señora -le dijo a la anfitriona-. Pero si no le importa, lady Paget y yo tenemos que ponernos en marcha. O mis caballos se impacientarán.
Se despidió de las presentes con una reverencia y de sus hermanas en particular con una sonrisa, tras lo cual le ofreció el brazo a lady Paget, que también se había puesto en pie. Ella se cogió de su brazo y le dio las gracias a lady Carling por su hospitalidad antes de que los dos salieran del salón.
En ese momento Stephen comprendió que no serían la comidilla de la estancia debido a la presencia de sus hermanas, pero esa noche sí se convertirían en el tema de conversación de algunas cenas y la voz se correría al día siguiente en más de un salón.
No obstante y si no se equivocaba, poco a poco irían llegando invitaciones a la casa de lady Paget. Algunas anfitrionas se percatarían de las ventajas de contar con ella en sus celebraciones antes de que comenzara a desvanecerse la novedad de su reputación. Y para ese momento las invitaciones le llegarían como algo rutinario.
– Es un tílburi muy elegante -comentó ella cuando salieron a la calle y el lacayo que había estado ejercitando sus caballos por la calle detuvo el carruaje delante de los escalones-. Pero ojalá me llevara directa a casa, lord Merton.
– Iremos al parque como habíamos acordado -dijo-. Estará repleto a esta hora.
– Por eso lo digo -puntualizó ella.
La cogió de la mano, aunque no necesitó de más ayuda para subir al alto asiento del carruaje. Después rodeó el tílburi y se sentó junto a ella antes de aceptar las riendas que le tendió el mozo de cuadra.
– ¿Está ansioso por alardear de su nueva amante delante de sus conocidos, lord Merton? -le preguntó.
Volvió la cabeza para mirarla.
– Lady Paget, me está insultando a propósito -dijo-. Espero que se dé cuenta de que soy más circunspecto. En privado es mi amante. Una relación que solo nos concierne a nosotros dos. En público es lady Paget, una conocida, tal vez incluso una amiga, con quien de vez en cuando paseo por la ciudad. Y esa descripción es válida tanto para cuando está conmigo como para cuando no lo está. Incluso cuando esté acompañado por mis conocidos.
– Está enfadado -señaló ella.
– Sí -reconoció-, lo estoy. Aunque lo más acertado sería decir que lo estaba. Estoy seguro de que no pretendía insultarme. ¿Lista para que nos pongamos en marcha?
Le sonrió.
– Creo que haríamos el ridículo si nos quedáramos aquí parados hasta que anocheciera, lord Merton. Estoy lista.
Stephen les dio a sus caballos la señal de ponerse en marcha.
Mientras el tílburi enfilaba Hyde Park, Cassandra cayó en la cuenta de que solo habían pasado dos días desde el anónimo paseo por el parque con Alice, durante el cual pasó casi inadvertida gracias al tupido velo negro. Un lujo excepcional. Porque siempre había llamado la atención, incluso cuando era una niña desgarbada y pecosa cuyo pelo hacía que la gente pensara en zanahorias. Había llamado la atención de jovencita, cuando su cuerpo en desarrollo se tornó esbelto, las pecas comenzaron a desaparecer y la gente dejó de comparar su pelo con las zanahorias. Y había llamado la atención ya de adulta. Sabía que su altura, su cuerpo y el color de su pelo llamaban la atención de los hombres y los cautivaban allá donde fuera.
Su belleza, si acaso ese concepto podía aplicarse a su físico, no siempre había sido una ventaja. De hecho, rara vez lo había sido. En ocasiones, o más bien casi siempre, era algo que esconder. Su sonrisa, esa expresión desdeñosa y arrogante que asomaba a sus labios y que iba acompañada con un gesto altivo de la barbilla y una mirada lánguida, no era nada nuevo. Era una forma de evitar que el resto del mundo se acercara demasiado a la persona que se escondía detrás.
Esa mañana el conde de Merton había dicho que era una máscara.
La noche anterior su belleza había sido una ventaja. Le había proporcionado un protector rico que necesitaba con desesperación. Aunque en ese instante deseó haber escogido a otro, a alguien que se contentara con visitarla a hurtadillas por las noches con un único propósito en mente y que le pagase regularmente por los servicios prestados.
– ¿Por qué ha ido a buscarme a casa de lady Carling a sabiendas de que se vería obligado a anunciar públicamente que íbamos a dar un paseo por el parque? -le preguntó.
– Creo que esta noche todos los integrantes de la alta sociedad se habrían enterado de ese hecho, tanto si iba a la casa de lady Carling como si esperaba en su casa a que regresase.
– Y sin embargo está enfadado conmigo. También se enfadó esta mañana, y lo ha vuelto a hacer esta tarde. No le caigo bien, ¿verdad?
Era una pregunta muy tonta. ¿Acaso quería que su relación terminase casi antes de empezar? ¿Era necesario que le cayera bien? ¿O que fingiera que era así? ¿No bastaba con que la deseara? ¿Con que pagase para satisfacer ese deseo?
– Lady Paget, ¿le caigo yo bien? -contraatacó él.
Al resto del mundo le caía bien. Era, o eso creía ella, el preferido de la alta sociedad. Y no solo por ser tan guapo y tener ese aspecto angelical. También era cosa de su encanto, de sus modales, de su buen humor, de su… En fin, de esa cualidad indescriptible que poseía. ¿Carisma? ¿Vitalidad? ¿Amabilidad? ¿Franqueza? Su apostura y su popularidad no parecían habérsele subido a la cabeza.
Había usado su atractivo para hacer amigos, para hacerlos sonreír y lograr que se sintieran a gusto. Ella, en cambio, había usado su belleza para conseguir primero un marido y después un amante. El era una persona generosa, mientras que ella era una aprovechada.