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– No me quieres por aquí cuando venga -replicó Alice, que soltó la costura después de trabar la aguja en la tela y se puso en pie-. Y yo tampoco quiero. No podría saludarlo con educación. Buenas noches, Cassie. Ojalá no tuvieras que hacer esto por mí, por lo menos.

– Llevas casi un año sin cobrar -le recordó-. Y te debo mucho, no solo en ese aspecto. Rara vez recibiste tu sueldo cuando yo era pequeña, ¿verdad? Sin embargo, te quedaste a mi lado cuando podrías haber encontrado otro empleo sin ningún problema.

– Te quería -dijo Alice.

– Lo sé.

Cassandra la acompañó a la cocina. Mary estaba limpiando los viejos fogones. Roger estaba tumbado delante del fuego y al verlas llegar, las saludó moviendo el rabo sin levantar siquiera la cabeza.

– Mary -dijo Cassandra-, ¿nunca dejas de trabajar? Seguro que esos fogones no han estado nunca tan limpios. Vete a la cama.

– Nunca dejo de trabajar para usted, milady -contestó Mary con vehemencia-. No después de todo lo que ha hecho por mí, primero obligando a su marido a mantenerme a su servicio después de que Billy se fuera dejándome embarazada. Y luego intentando protegerme cuando su marido…

– En ese caso, obedéceme y vete a la cama -la interrumpió-. Y si escuchas llamar a la puerta, no te levantes. Yo abriré.

– Y luego me trajo aquí con usted después de que Billy se fuera de nuevo y su hijastro me echara de la propiedad antes de que volviera -añadió Mary, poco dispuesta a amilanarse-. Lo que debe hacer, milady, es dejar que sea yo quien abra la puerta y quien atienda a ese caballero. Es lo justo y lo adecuado. Que yo gane el dinero y se lo entregue a usted.

– ¡Mary, por Dios! -Exclamó Cassandra mientras se acercaba a ella para abrazarla, pasando por alto la grasa del delantal y de sus manos-. Es la oferta más generosa que me ha hecho nadie desde hace muchísimo tiempo. Pero no tienes que preocuparte por nada. El conde de Merton es un hombre bueno y decente, y me gusta. Además, hacía mucho que… En fin, da igual. A veces ciertos trabajos también pueden resultar placenteros, ¿sabes? -Sintió que se sonrojaba y deseó no tener que dar ningún tipo de explicación.

Alice, que acababa de preparar el té, soltó la tetera con fuerza sobre la repisa del hogar.

– Es un tipo guapo -reconoció Mary-. Parece un ángel, ¿verdad, milady?

– A lo mejor lo es -contestó ella-. Un ángel enviado para salvarnos. Las dos a la cama ahora mismo para que yo pueda prepararme. Alice, no me mires como si tuviera que prepararme para la horca. Es guapísimo. Ea, ya lo he dicho. Es guapísimo, es mi amante y estoy muy contenta. El dinero no lo es todo. Me gusta y voy a ser feliz a su lado. Ya lo veréis. Después de llevar luto durante un año y de verlo todo cada vez con más tristeza, voy a ser feliz. Con un ángel. Alegraos por mí.

Lord Merton le había dicho la noche anterior que era una mujer escandalosa y tenía toda la razón. Sí, señor.

Las dos se fueron a la cama llorando.

Y no precisamente de felicidad, supuso.

Sin embargo, no había mentido del todo, reconoció con cierta sorpresa e incluso consternación. Había una parte de sí misma que casi estaba deseando que llegara la noche. Llevaba sola muchísimo tiempo. Y se sentía muy sola. Al menos no lo estaría esa noche. No se acostaría sola. Esa noche, al menos. Y si tenía suerte, no volvería a acostarse sola la mayor parte de las noches que estaban por llegar.

Algo bueno tenía que haber entre toda esa oscuridad que había reinado en su vida durante tanto tiempo. Desde luego que sí.

Tal vez la soledad remitiera aunque fuera un poco al acostarse con el conde de Merton.

A lo mejor él era lo único bueno de toda la situación.

Estaba tan cansada de la oscuridad…

«Por favor, por favor, solo pido un poco de luz.»

Stephen cenó en Cavendish Square con Vanessa y Elliott, y con otros invitados más. Entre estos últimos se encontraba una jovencita soltera, acompañada por su padre.

Sus hermanas no eran unas casamenteras sin remedio. Todo lo contrario. Le repetían con asiduidad que no se casara demasiado pronto y que, cuando lo hiciera, se casara por amor. Sin embargo, no se resistían a ponerle en bandeja a aquellas jovencitas en edad de merecer que pudieran llamarle la atención. Y para colmo conocían sus gustos al dedillo.

La señorita Soames era muy de su gusto. Joven, guapa y delgada. De naturaleza dulce, alegre y con una risa contagiosa. De modales exquisitos y animada conversación. Era recatada, pero no excesivamente tímida.

Durante la cena estuvo sentado a su lado. Lo mismo sucedió en el carruaje que los trasladó al teatro más tarde, y después en el palco de Elliott. Su compañía le agradaba y tenía motivos para pensar que el sentimiento era mutuo.

Fue una noche típica, como muchas otras. Pero también muy distinta de las demás.

Porque apenas pasó un instante en el que su mente no estuviera ocupada pensando en Cassandra.

Y muy en contra de su voluntad, estaba deseando que llegara el momento de volver a verla.

No debería ser así. Debería aferrarse al mundo que habitaban la señorita Soames, lady Christobel Foley y las demás jovencitas. Al mundo que frecuentaban sus amigos, con sus numerosas actividades, su familia, sus deberes parlamentarios y el resto de las responsabilidades inherentes a su título y a sus propiedades.

El mundo en el que había aprendido a vivir durante los últimos ocho años. Un mundo que le gustaba.

Cassandra, lady Paget, habitaba otro mundo. Un mundo en el que había mucha oscuridad. Y también algo innegablemente seductor.

Y no se trataba solo de la promesa de disfrutar con frecuencia del sexo.

Su atracción no se basaba solo en eso.

Sin embargo, fuera lo que fuese, la atracción era renuente e incómoda.

Sir Wesley Young también había asistido al teatro. Estaba sentado en un palco con otras siete personas, entre ellas la dama con la que paseaba por el parque esa misma tarde. Su palco estuvo muy animado durante toda la representación.

Su presencia lo distrajo de tal modo que no pudo prestarle la debida atención a la señorita Soames y al resto de los invitados de su cuñado. Intentó imaginar a una de sus hermanas en la situación de lady Paget. A Nessie, por ejemplo. ¿Habría sido capaz de darle la espalda en el parque esa tarde motivado por el afán de que la alta sociedad no descubriera su parentesco? ¿Sería capaz de disfrutar esa noche en el teatro sin que los remordimientos por lo que había hecho lo corroyeran?

¡Era inconcebible! Siempre respaldaría a sus hermanas, sin importar las consecuencias que ese respaldo le acarreara. Ciertos tipos de amor eran incondicionales y eternos, a pesar de que Cassandra afirmara lo contrario.

En vez de disfrutar de la obra de teatro, una de sus actividades preferidas, estuvo distraído imaginándosela mientras cuidaba de su hermanito recién nacido con solo cinco años, mientras lo abrazaba y lo besaba, canturreándole y hablándole, rodeándolo de amor porque no había nadie que la quisiera salvo ese padre casi siempre ausente, y porque tampoco había nadie que quisiera a su hermano a menos que ella lo hiciera.

Además, su mente no dejaba de rememorar la escena que había acontecido esa tarde en la puerta de su casa. Esa escena tan hogareña.

La criada, tan joven y delgada, con esa expresión asombrada que la asemejaba más a una vagabunda sin hogar que a la sirvienta feroz que se habría imaginado si se hubiera detenido a pensar en ello. La niña tímida y despeinada de mejillas sonrosadas. Y un perro muy viejo que parecía haber luchado en un par de guerras a lo largo de su juventud, durante las cuales solo había salido intacto el cariño por su dueña.

Tal vez, pensó, Cassandra no solo estuviera preocupada por su supervivencia y su bienestar cuando se coló en el baile de Meg en busca de un protector.