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Después se prepararía una taza de té en la cocina y pensaría en otro plan. Tenía que haber algo, lo que fuera. Tal vez lady Carling estuviera dispuesta a escribir una carta de recomendación. Tal vez pudiera encontrar a alguien que jamás hubiera oído su nombre y estuviera dispuesto a contratarla.

Lord Merton ya había acabado de vestirse, salvo por la capa y el sombrero, que tendría que recoger de la silla camino de la puerta. Sin embargo, en vez de acercarse a por ellos, se inclinó sobre el tocador y usó la yesca para encender la vela, cuya luz inundó por sorpresa el dormitorio.

Parpadeó, deslumbrada por la repentina luz, y deseó haberse arropado al abrigo de la oscuridad. Se negó a hacerlo en esos momentos. Lo miró con todo el desdén y la hostilidad que fue capaz de demostrar mientras él apartaba la banqueta del tocador para sentarse.

Comprendió que habían cambiado las tornas esa misma mañana. O más bien del día anterior por la mañana. En ese instante era él quien la observaba sentado en la banqueta y ella era quien yacía en la cama.

En fin, que mirara todo lo que quisiera. No iba a poder hacer otra cosa a partir de ese momento.

– Vístete, Cassandra -lo oyó decir-. Y no con lo que está en el suelo. Con ropa de verdad. Vístete. Vamos a hablar.

Algo muy parecido a lo que ella le había dicho el día anterior.

No había ni rastro de furia ni en sus palabras ni en su expresión, aunque su mirada resultaba muy intensa.

De todas formas, no se le ocurrió desafiarlo ni desobedecerlo.

Lord Merton ostentaba el poder de los ángeles, comprendió mientras atravesaba desnuda el dormitorio de camino al vestidor, donde se puso la ropa que llevaba esa noche. Y dicho poder infundía temor. No temor a un posible daño físico, sino a…

Ignoraba realmente a qué. Porque ciertas cosas carecían de explicación.

Pero le tenía miedo. Ese hombre ocupaba un lugar en su vida, un lugar donde no lo quería y donde no quería a nadie. Ni siquiera a Alice.

Aunque allí estaba.

«… con quien tengo cierta relación».

CAPÍTULO 11

Tendría marcharse en cuanto terminara de vestirse, pensó Stephen.

Pero no lo hizo. Fue incapaz.

Ignoraba qué relación solía existir entre un hombre y su amante. Además, era incapaz de pensar en ella como su amante a pesar de que sus circunstancias hacían necesario el intercambio de dinero.

«…cuando estemos juntos en este dormitorio y en esta cama, somos señor y empleada… Un hombre y una mujer. No somos personas. Somos cuerpos. Puede usar mi cuerpo como le plazca… Pero no podrá comprarme ni con todo el dinero del mundo».

No quería comprarla. Quería… conocer a la mujer en cuya cama se metía previo pago. ¿Qué tenía eso de malo? Ella no quería que la conociera.

«Yo estoy fuera de su alcance. Me pertenezco a mí misma. Soy una empleada a sueldo. No soy su esclava ni lo seré nunca. No vuelva a hacerme preguntas de índole personal. No vuelva a inmiscuirse en mi vida.»

Por supuesto, Cassandra ignoraba en la misma medida que él el tipo de relación que existía entre un hombre y su amante. Le extrañaría mucho que se hubiera acostado con otro hombre que no fuera su marido antes de hacerlo con él la noche anterior. Pese a la actitud de sirena que se esforzaba por mantener, no era una cortesana. Solo era una mujer desesperada que intentaba ganarse la vida, que intentaba reunir un dinero con el que mantenerse ella y varias sanguijuelas que tenía pegadas. Aunque tal vez fuera una descripción demasiado cruel de las personas que vivían con ella. La antigua institutriz que vio paseando con ella por el parque dos días antes posiblemente hubiera superado la edad para encontrar un empleo. La criada era madre soltera y no encontraría nada mientras quisiera tener a su hija con ella.

Se puso en pie y se acercó a la ventana mientras esperaba que Cassandra terminara de vestirse. Descorrió las cortinas y contempló la calle desierta. Al cabo de un momento cayó en la cuenta de que no sería muy sensato permanecer junto a la ventana con una vela encendida a su espalda. Los vecinos de la acera de enfrente sabrían que solo vivían mujeres en esa casa.

Corrió de nuevo las cortinas, se giró y se apoyó en el alféizar con los brazos cruzados por delante del pecho.

Cassandra salió del vestidor en ese preciso momento. Lo miró, se sentó en un sillón y se tomó su tiempo para colocarse las faldas del vestido azul que se había puesto. Sus labios esbozaban una leve sonrisa burlona. Se había vuelto a recoger el pelo, pero no con un moño. Al ver que él no decía nada, alzó la mirada y enarcó las cejas.

– Siento mucho haberme inmiscuido en tu vida y haberte hecho daño -se disculpó él.

Ella mantuvo las cejas enarcadas.

– No me ha hecho daño -replicó-. Que yo recuerde, he sentido un gran placer. Espero que haya sido recíproco.

– ¿Dónde duermen tus criadas? -le preguntó-. Y la niña.

– En el último piso -contestó ella-. No se preocupe por la posibilidad de que nuestros jadeos y gemidos hayan traspasado las paredes y hayan tenido en vela a toda la casa. Y no son mis criadas. Son mis amigas.

No era una mujer agradable cuando llevaba puesta su máscara, lo que sucedía con frecuencia. Lo mejor sería marcharse. El dinero que le envió la mañana anterior las mantendría a todas un tiempo. Después… Bueno, no era responsabilidad suya. El problema era que la mujer con la máscara no existía y él no conocía a la mujer que se ocultaba tras ella. No sabía si le gustaría o no.

Cassandra no quería que la conociera.

Había matado a su marido.

¡Por el amor de Dios! ¿Qué estaba haciendo en esa casa?

Sin embargo, había llegado a Londres con una institutriz ya entrada en años, con una criada muy joven que. Había perdido el trabajo, con la hija de esta y con un perro cojo. Lo había seleccionado para el papel de su protector a fin de que ninguno pasara hambre… ella incluida.

– Este es su hogar -dijo-. Cada vez que vengo a ejercer mis derechos como tu señor lo estoy mancillando. Estoy mancillando la inocencia de esa niña.

Ese hecho lo había inquietado desde que la vio la tarde anterior, con las mejillas sonrosadas, el pelo alborotado y los ojos como platos. ¡Qué valiosa era su inocencia! En un primer momento pensó que tal vez fuera hija de Cassandra. Lo mismo daba que no lo fuera. Esa situación era… desagradable.

Se percató de que Cassandra había cruzado las piernas y de que balanceaba un pie en el aire. Lo estaba observando en silencio, con la sonrisa aún en los labios.

– Un caballero con conciencia -dijo a la postre-. Parece una contradicción. Debe de ser un gran inconveniente para usted, lord Merton.

– A menudo sí -convino-. Para eso está la conciencia, siempre y cuando uno no se haya convertido en un cínico. Intento guiar mi vida y las decisiones sobre el curso que debe tomar siguiendo sus dictados.

– ¿Es su conciencia lo que lo ha retenido aquí aunque ya está vestido? -le preguntó ella-. ¿O más bien el deseo por aquello que va a perder si se marcha? Si se trata de lo segundo, no tiene por qué preocuparse. Jamás le faltarán compañeras de cama cuando le apetezca una, y no precisamente por su título y su fortuna. Si se trata de lo primero, significa que nos tiene lástima, a mí y a mi desdichado séquito. No es necesario que nos compadezca. Sobreviviremos sin usted, lord Merton. No somos de su incumbencia, ¿verdad?

– No -contestó, respondiendo a su pregunta aunque fuese retórica. Siguió sin moverse de su sitio.

– ¿Qué pretende? -preguntó ella-. ¿Quiere instalarme en un nidito de amor? Es lo que hacen otros hombres, sobre todo los casados. Sería muy acogedor y podría visitarme cada vez que lo deseara sin temor a mancillar la inocencia de nadie. Sería como cualquier otra mujer con un trabajo. Tendría un hogar aquí y mi lugar de trabajo estaría en la otra casa. -Su pie se balanceaba más deprisa. Su voz era ronca y desdeñosa.