Miró a su antigua institutriz y por primera vez en todo el día sonrió con buen humor.
– Bueno… -Alice se ruborizó-. Esa es una de las cosas para las que están. No me malinterpretes, Cassie. Las mujeres sirven para mucho más que eso, sabes muy bien que he intentado inculcártelo desde que eras pequeña. Sigo creyendo que deberíamos ir a Green Park. A lo mejor llueve mañana. Y que sepas que soy yo quien debería encontrar una fuente de ingresos. Y lo haré. He comprado un periódico esta mañana. Ha sido un derroche por mi parte, pero había varios empleos anunciados que pienso solicitar. Algunos son inadecuados, cierto, pero hay posibilidades. Es imposible que la vida útil de una mujer acabe a los cuarenta y dos años. Me niego a creerlo.
Reconoció sus palabras con una sonrisa y al mirar a su antigua institutriz a los ojos descubrió que los tenía llenos de lágrimas.
– Cassie, soy yo quien debería cuidar de todas nosotras -insistió Alice-. Lo sabes tan bien como yo.
– Tú siempre has cuidado de mí, Allie -le recordó-. Siempre.
– ¿Es importante para ti que reciba al conde de Merton? -le preguntó Alice mientras se enjugaba las lágrimas con un pañuelo.
– Sí. Y me pidió específicamente que estuvieras presente, que lo sepas. Como carabina.
Alice reaccionó con un sonido muy desagradable, casi un resoplido.
– Estoy segurísima de que en más de una ocasión te he repetido aquello de: «A buenas horas mangas verdes» -comentó.
Ya era demasiado tarde para salir a dar un paseo aunque quisieran hacerlo. Un carruaje se detuvo delante de la puerta. Cassandra lo escuchó perfectamente.
Su visita había llegado.
CAPÍTULO 12
Stephen fue a ver a Katherine, lady Montford, a última hora de la mañana, después de abandonar la Cámara de los Lores. Su intención era la de pedirle que lo acompañara a visitar a Cassandra. Al llegar, descubrió que Meg estaba con ella, ya que había llevado a Toby y a Sally para que jugaran con Hal, de modo que acabó pidiéndoselo a las dos.
– Debería haberte preguntado nada más verte qué tal fue el paseo de ayer por el parque -dijo Meg-. Te has propuesto conseguir que lady Paget sea la sensación de la temporada, ¿verdad? Es todo un detalle por tu parte. La verdad es que es una mujer difícil de tratar, ¿no te parece? Siempre tiene una expresión que sugiere cierto… no sé, cierto desprecio por la gente que la rodea, como si se creyera superior. Sé que posiblemente solo sea su forma de protegerse frente a lo que debe de ser una situación muy complicada, pero de todas maneras su actitud no invita a entablar amistad con ella.
– Le dije que iría a verla esta tarde, pero no estaría bien visto que apareciera solo, ¿verdad? -comentó.
– Lo que menos le conviene es suscitar nuevos rumores, desde luego -convino Katherine-. Meg, tienes razón en lo que dices sobre su actitud, pero supongo que si estuviera en su lugar, sola en Londres, y todo el mundo creyera que he asesinado a mi marido con un hacha, me comportaría de la misma manera. Siempre y cuando tuviera el valor de aparecer en público, claro.
En ese aspecto es admirable. Stephen, te acompañaré encantada. Hal dormirá una buena siesta después de la mañana tan ajetreada que ha tenido y Jasper va a ir a las carreras.
– Duncan también -añadió Meg-. De hecho, van juntos. Yo también os acompañaré.
Había sido más fácil de lo que imaginaba, pensó Stephen. No había tenido que enfrentarse a ninguna pregunta incómoda. Sus hermanas no se habían percatado de que actuaba porque le remordía la conciencia.
De modo que esa tarde se presentó en casa de Cassandra en Portman Street de un modo irreprochable. Llegó sin esconderse, para que cualquier vecino lo viera si así lo deseaba, y ayudó a apearse del carruaje a las dos respetables damas que lo acompañaban mientras el lacayo que viajaba en el pescante con el cochero llamaba a la puerta.
Al cabo de unos minutos todos estaban sentados en la salita de estar, conversando educadamente con Cassandra, que se había encargado de servir el té, y con la señorita Haytor, a quien Stephen reconoció de la tarde de Hyde Park. Aunque su actitud era muy tensa y su gesto, adusto, no era una mujer fea.
Era comprensible que su gesto fuera adusto. Ojalá no perdiera la apuesta que estaba haciendo. Ojalá la señorita Haytor no hiciera algún comentario que desvelara la verdadera relación que mantenía con Cassandra delante de sus hermanas. Sin embargo, dudaba mucho que la mujer se atreviera a hacer algo así. Saltaba a la vista que era toda una dama. De modo que se dispuso a engatusarla con su encanto y entabló una conversación con ella mientras que las otras tres damas presentes charlaban entre sí.
No obstante, estuvo muy pendiente de Cassandra, que realizó las labores de anfitriona con facilidad, aunque su expresión mantuvo en todo momento ese rictus desdeñoso que Meg había señalado. Le habría gustado que se relajara y se mostrara tal como era en realidad. Porque quería que se granjeara la simpatía de sus hermanas, como si estuviera cortejándola de verdad.
Había elegido un vestido de muselina estampada de color marrón rosáceo que en cualquier otra mujer parecería pasado de moda, pero que a ella le sentaba de maravilla. Porque acentuaba su figura y resaltaba el brillante tono de su pelo. Le otorgaba un aspecto muy elegante. El aspecto de una dama. El aspecto de una mujer que no había conocido la sordidez.
Y en ese momento sucedió algo que aligeró la tensión del ambiente, aunque al principio mortificó un poco a Cassandra.
La puerta de la salita de estar, que parecía cerrada, se abrió de repente y el perro lanudo de aspecto desgreñado entró cojeando y con la lengua fuera.
– ¡Ay, vaya por Dios! -Exclamó Cassandra, que se puso en pie al ver al animal-. Otra vez se ha quedado abierto el pestillo. Lo siento mucho. Me lo llevaré.
– Yo lo haré, Cassie -se ofreció la señorita Haytor, poniéndose también en pie.
– ¡Pero si es una monada! -Protestó Kate-. Por favor, deje que se quede. Si se le permite estar en la salita, claro.
– En cuanto tiene la oportunidad, Roger se convierte en la sombra de Cassandra -señaló la señorita Haytor mientras volvía a sentarse-. Se cree el dueño de toda la casa, como si fuera el señor del castillo. Cosa que es cierta, la verdad. -Y sonrió por primera vez en toda la tarde. Incluso rió entre dientes al ver que Kate le devolvía la sonrisa.
Cassandra volvió a sentarse también y esbozó una leve sonrisa. Stephen, que la estaba observando, vio la mirada de genuino afecto que aparecía en su rostro y sintió una punzada en el corazón. Un sentimiento tan fugaz que no le dio tiempo a reconocerlo ni a comprender de qué se trataba.
– Roger -dijo él cuando el perro pasó a su lado, y extendió una mano para acariciarle su única oreja-. Tiene usted un nombre muy distinguido, señor mío. -El perro se detuvo, apoyó la cabeza en su regazo y lo miró con un ojo lloroso. Era ciego del otro, a juzgar por la capa blanquecina que lo cubría-. O eres un perro muy desgraciado que no paras de meterte en líos de los que sales con una nueva herida -siguió- o eres un perro muy afortunado que sobrevivió a un terrible accidente.
– Lo segundo -comentó Cassandra.
– ¡Qué espantoso, lady Paget! -Exclamó Meg-. Hace relativamente poco tiempo que convivo con mascotas. Mi hijo mayor decidió que no podía ir a los establos cada vez que quería ver a su camada de perritos y los metió en casa. Como es normal, la madre los acompañó, aunque no estaba adiestrada para convivir con nosotros. Pero entiendo muy bien lo rápido que los animales se convierten en miembros de la familia y he comprobado que en cierto modo se los quiere tanto como a las personas.