– Milady, el señor Golding -anunció-. Quiere ver a la señorita Haytor.
La aludida se puso en pie de un brinco con las mejillas encendidas.
– ¡Mary! Deberías haberme dicho simplemente que saliera y yo…
Demasiado tarde. Un caballero entró en la estancia dejando atrás a Mary, y su expresión se tornó avergonzada al ver que tenían invitados. Se detuvo abruptamente y saludó con una reverencia.
Cassandra se puso en pie para ir a recibirlo sin más demora con las manos extendidas y una sonrisa de oreja a oreja.
– Señor Golding -dijo-, ha pasado mucho tiempo, pero creo que lo habría reconocido en cualquier parte.
Era un hombre menudo, delgado y de porte rígido, de mediana edad y de aspecto bastante anodino. Tenía unas entradas considerables y estaba a punto de perder el poco pelo que le quedaba en la coronilla, aunque lo conservaba en las sienes y en el resto de la cabeza, plateado por las canas. Llevaba unos anteojos de montura metálica y dorada que se le habían escurrido por la nariz.
– ¿Eres la pequeña Cassie? -Preguntó al tiempo que la tomaba de las manos, tan contento de verla como lo estaba ella-. Yo no te habría conocido a ti, aunque a lo mejor habría reconocido el pelo. Pero nada de tuteos, ahora es lady Paget, ¿verdad? Me lo dijo ayer la señorita Haytor, cuando nos encontramos. Siento mucho la pérdida de su esposo.
– Gracias -replicó ella, que se volvió para realizar las presentaciones con esa expresión alegre y risueña que le otorgaba una increíble belleza.
Les explicó que el señor Golding fue el tutor de su hermano durante un breve período cuando eran niños, aunque en la actualidad era el secretario de un ministro.
– He venido a presentarle mis respetos a la señorita Haytor -dijo el señor Golding después de saludarlos a todos-. No quería interrumpirla a usted ni a sus invitados, lady Paget.
– Siéntese de todas formas -lo invitó Cassandra- y tómese una taza de té.
No obstante, se negó a hacerlo, a todas luces intimidado por la compañía.
– Solo he venido para invitar a la señorita Haytor a dar un paseo hasta Richmond Park mañana. Se me ha ocurrido que podíamos tomar el té al aire libre. -Y miró a la señorita Haytor con manifiesta incomodidad.
– ¿Los dos solos? -preguntó la aludida, con las mejillas aún encendidas y los ojos brillantes.
Era una mujer hermosa, pensó Stephen de repente. En su juventud debió de ser muy guapa.
– Supongo que no estaría muy bien visto -comentó el señor Golding, que comenzó a girar el sombrero en sus manos como si estuviera deseando que se lo tragara la tierra-. El caso es que no sé quién podría acompañarnos. Supongo que…
Stephen llegó a la conclusión de que todo comienzo necesitaba de una parte intermedia para llegar al final, ya fuera en el caso de un floreciente romance entre dos personas entradas en años que en el pasado coincidieron en sus puestos de institutriz y tutor en una misma familia, o en su nueva relación con Cassandra. Una relación amistosa que ninguno de los dos sabía dónde podía acabar. Pero estaba dispuesto a descubrirlo.
– Si no le parece mal -intervino, dirigiéndose al señor Golding-, y si lady Paget no tiene otros planes para mañana por la tarde, podríamos unirnos a su excursión. De esa forma las damas harían de carabinas entre sí.
– Milord, eso sería un detalle por su parte, pero no me gustaría obligarlo a nada -replicó el interesado.
– No es ninguna obligación -le aseguró él-. Ojalá se me hubiera ocurrido a mí en primer lugar. Ahora solo necesitamos que las damas accedan a acompañarnos. -Miró con expresión interrogante a la señorita Haytor y a Cassandra-. Debería haberle preguntado antes a usted si le importa que me una al grupo, señorita Haytor. ¿Le importa? -le preguntó, haciendo uso de su sonrisa más encantadora.
Era evidente que la dama ardía en deseos de aceptar.
– Tiene toda la razón, lord Merton -contestó con cierta sequedad-. Si Cassie me acompaña, podré ejercer como su carabina y asegurarme de que no sufre ningún daño. Señor Golding, estaré encantada de acompañarlo.
Y todos miraron a Cassandra con gesto interrogante.
– Parece que mañana voy a tomar el té al aire libre -dijo ella, sin mirar siquiera a Stephen.
– Espléndido -replicó el señor Golding frotándose las manos, aunque todavía parecía muy avergonzado-. Las recogeré mañana a las dos en un punto en un carruaje alquilado.
– Señor Golding, ya que usted se va a encargar de la merienda, ¿me permitiría encargarme del carruaje? -le ofreció Stephen.
– Muy amable por su parte -respondió el aludido, tras lo cual se despidió con una reverencia sin más dilación.
– Es hora de que todos nos marchemos -dijo Meg al tiempo que se ponía en pie-. Gracias por el té y por su amable hospitalidad, lady Paget. Ha sido un placer conocerla, señorita Haytor.
– Lo mismo digo -añadió Kate-. Me habría encantado compartir algunas anécdotas de nuestras experiencias en la enseñanza, pero no nos ha dado tiempo, ¿verdad? Tal vez la próxima vez.
– Será un placer pasar a recogerla mañana, señora -dijo Stephen a modo de despedida mientras le hacía una reverencia y después siguió a sus hermanas y a Cassandra hacia el vestíbulo.
Dejó que Meg y Kate salieran de la casa en dirección al carruaje y se demoró unos instantes para despedirse de ella.
– Siempre he tenido debilidad por los almuerzos al aire libre -comentó-. El aire fresco. Comida y bebida. Hierba, árboles y flores. Y una alegre compañía. Una combinación poderosa.
– Puede que la compañía no sea muy alegre -le advirtió ella.
Sus palabras le arrancaron una carcajada.
– Estoy seguro de que el señor Golding me resultará simpático -dijo.
La vio esbozar una sonrisa de desdén, consciente de que había malinterpretado su advertencia adrede.
– Me refería a mí misma -puntualizó-. Te advierto que no me apetece ir, que esta nueva… relación de la que hablaste anoche está condenada al fracaso. Stephen, no podemos ser amigos después de haber sido protector y amante.
– ¿Estás diciendo que los amantes no pueden ser amigos? -le preguntó.
Ella no contestó.
– Necesito reparar el error que he cometido, Cass -confesó-. En vez de traer alegría a tu vida, he hecho justo lo contrarío. Déjame reparar ese error.
– No quiero…
– Todos queremos un poco de alegría -la interrumpió-. La necesitamos. Y de verdad que existe. Te prometo que existe.
Cassandra se limitó a mirarlo con una expresión luminosa en esos ojos verdes.
– Dime que estarás deseando que llegue la hora de partir hacia Richmond Park -le pidió.
– ¡Muy bien! -claudicó ella-. Si así te sientes mejor, lo diré. Esta noche no pegaré ojo por culpa de la emoción. Me pasaré la noche entera rezando para que haga buen tiempo y podamos tomar el té al aire libre.
Stephen sonrió y le acarició la barbilla con un dedo antes de apresurarse hacia el exterior. Una vez en el carruaje, se sentó frente a sus hermanas, de espaldas al pescante.
– ¡Ay, Stephen! -Exclamó Kate cuando la puerta estuvo cerrada y se pusieron en marcha-. Esta mañana no lo entendía. O tal vez no quería entenderlo. ¿Es que ninguno vamos a tener un camino fácil hacia el matrimonio y la felicidad?
– Pero, Kate, ha sido un camino difícil el que nos ha llevado a las tres a la felicidad -señaló Meg en voz baja-. Tal vez no se consiga si el camino es fácil. Tal vez sea mejor que le deseemos un camino difícil a Stephen.
Sin embargo, lo dijo sin sonreír y sin parecer especialmente contenta. Stephen ni siquiera les preguntó a qué se referían. Era demasiado obvio.
Aunque se equivocaban.
Solo estaba tratando de enmendar un error.