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La pobre Mary acabaría sorda por los gritos, pensó Cassandra con una sonrisa mientras sacaba la llave de la cerradura y la devolvía a su escondite.

Y de repente la asaltó un dolor atroz, como le sucedía en ocasiones, de buenas a primeras.

Ella no tenía hijos vivos. Solo cuatro bebés muertos.

No tenía ningún hijo que corriera hacia ella para ensordecerla con sus gritos.

Respiró hondo por la nariz antes de soltar el aire muy despacio por la boca y girarse para tenderle la mano a Stephen.

– Gracias -le dijo-. ¿Has visto lo despilfarradora que soy? ¿Has visto qué forma de malgastar tu dinero?

– ¿Haciendo feliz a una niña? -Precisó él al tiempo que se llevaba su mano a los labios-. No se me ocurre una forma mejor de gastarlo, Cass. ¿Nos vemos esta tarde?

– Sí -contestó antes de entrar en casa.

Stephen se alejó por la calle. Un hombre encantador, afable y físicamente perfecto. Y con un atractivo arrollador.

Sí, sería muy fácil encariñarse de él. Tan fácil como desearlo en el sentido más carnal. Tal vez no estuviera interpretando un papel, sino que fuera así de verdad.

O tal vez no.

Fuera como fuese, esa tarde iba a pasarlo bien. Había despilfarrado una buena cantidad de dinero esa mañana. Y esa tarde haría lo mismo con sus sentimientos.

Porque llevaba demasiado tiempo conteniéndolos.

Ni siquiera estaba segura de que quedara alguno escondido que despilfarrar.

Esa tarde lo descubriría.

A Stephen le pareció muy gracioso ayudar a la señorita Haytor a subir a su cabriolé esa tarde y ver cómo la dama se apresuraba a ocupar el sitio libre junto a Cassandra en vez de sentarse frente a ella. La maniobra lo obligaba a sentarse al lado del señor Golding. A juzgar por sus aturdidos ademanes, la señorita Haytor estaba muy nerviosa.

Quizá lo que estaba sucediendo fuera lo más parecido a un cortejo que había experimentado en la vida, pensó. Era una idea triste. Aunque mejor tarde que nunca.

El señor Golding parecía incluso más nervioso que el día anterior mientras supervisaba la colocación de una enorme cesta de mimbre, muy nueva, por cierto, en la parte trasera del carruaje. Si la había llenado de comida, podría alimentar a todo un regimiento.

En un primer momento, el señor Golding, cuyo atuendo era muy elegante, se mantuvo callado. La señorita Haytor, que iba como un pincel con un vestido de paseo azul oscuro y una pelliza, estaba tensa y silenciosa.

Cassandra, despampanante con un vestido verde claro y un bonete de paja, parecía encontrar la situación tan graciosa como él, aunque estaba convencido de que la sonrisa que intercambiaron no tuvo nada de maliciosa, ni por su parte ni por la de Cassandra.

Llegó a la conclusión de que el peso de la conversación tendría que recaer en él de momento. Claro que el arte de la conversación nunca le había resultado complicado. A menudo se reducía a hacer las preguntas apropiadas.

– Señor Golding, ¿se dedicó usted a la enseñanza en el pasado? -Preguntó mientras el cabriolé aumentaba la velocidad-. ¿Coincidió en ese período con la señorita Haytor?

– Lo hicimos, sí-contestó el aludido-. La señorita Haytor era la institutriz de la señorita Young y yo era el tutor del joven Young. Pero mis servicios no se requirieron durante mucho tiempo, y me vi obligado a buscarme otro puesto. Lamenté mucho hacerlo. La señorita Haytor era una maestra excelente. Admiraba mucho su dedicación y su gran preparación intelectual.

– Su dedicación era semejante a la mía, señor Golding -replicó la señorita Haytor, que por fin había recuperado el habla-. En una ocasión lo encontré a medianoche en el despacho de sir Henry Young, intentando dar con un buen método para enseñarle a Wesley a realizar divisiones de varias cifras de forma sencilla. Además, mi preparación intelectual era inferior a la suya.

– Solo en lo referente a los estudios formales que se reciben al asistir a la universidad -puntualizó él-. En aquella época usted había leído muchísimo más que yo, señorita Haytor. Me recomendó varios títulos que desde entonces se han convertido en mis preferidos. Siempre la recuerdo cuando los releo.

– Le agradezco el halago -dijo la señorita Haytor-. Pero supongo que habría acabado descubriéndolos tarde o temprano.

– Lo dudo -la contradijo él-. Tengo tantos libros pendientes para leer que me resulta difícil elegir un título con el que empezar, de modo que al final no leo ninguno. Me gustaría que me dijera qué ha estado leyendo durante estos años. Tal vez así me anime a intentar algo nuevo que no esté relacionado con la política.

Stephen miró a Cassandra. No se sonrieron abiertamente. Podrían haberlos pillado y eso los habría devuelto al nerviosismo del principio. Pero se sonrieron. Sabía que ella estaba sonriendo aunque no hubiera movido los labios. Y ella sabía que él le estaba devolviendo la sonrisa.

Aun en el caso de que hubiera malinterpretado su expresión, al menos esa tarde había abandonado la máscara. Tampoco la llevaba esa mañana. De hecho, lo había pillado tan desprevenido esa mañana que había llegado a la conclusión de que corría el riesgo de enamorarse de ella si no se andaba con cuidado. Cuando Con le dijo que mirara hacia el interior de la confitería, fue a Cassandra a quien vio en primer lugar. Ni siquiera se percató de la presencia de Meg y de lady Carling. Y cuando acompañó después a Cassandra y a la niña a su casa, sintió…

En fin, lo mismo daba. Era absurdo sentir algo así.

A la excursión los acompañaba solo el cochero, y Golding no iba con ningún sirviente, ya que había llegado a Portman Street en un coche de alquiler con la cesta en la mano. Por tanto, después del largo trayecto hasta Richmond Park, los caballeros se encargaron de llevar la cesta mientras que las damas encabezaban la marcha para elegir un buen lugar donde tomar el té.

Encontraron uno después de internarse entre los vetustos robles por los que Richmond Park era tan famoso. Una ligera pendiente cubierta de hierba desde la que se admiraban los prados y un bosquecillo de rododendros a un lado, tras el cual se alzaban más robles. A lo lejos se veía Pen Ponds, dos lagunas gemelas en las que abundaba la pesca.

Había algunas personas paseando, no muchas, y nadie parecía ir provisto con comida como ellos. No había nadie cerca del lugar que habían elegido. Tal como Stephen había esperado que sucediera, iban a pasar una tarde tranquila, alejados de cualquier curioso.

Una vez que dejaron la cesta, el señor Golding la abrió y sacó una manta enorme, lo que explicaba por qué no pesaba tanto como Stephen había pensado al ver su tamaño. El señor Golding la sacudió para extenderla y la habría colocado él mismo de no ser porque la señorita Haytor se apresuró a coger dos de los extremos para ayudarlo. Entre ambos la colocaron en el suelo sin una sola arruga.

– Es demasiado temprano para tomar el té -señaló el señor Golding-. ¿Les apetece dar un paseo?

– Pero alguien podría ver la cesta y la manta si nos alejamos -protestó la señorita Haytor.

– Yo estoy muy bien aquí sentada -comentó Cassandra-, relajándome al sol, respirando el aire puro y disfrutando de la verde campiña. Alice, ¿por qué no acompañas al señor Golding mientras que lord Merton y yo nos quedamos aquí?

La señorita Haytor miró a Stephen con recelo. Y él le regaló la mejor de sus sonrisas.

– Señora, yo me encargo de cuidar a lady Paget -dijo-. El hecho de que el parque sea un lugar público y de que haya otras personas será protección más que suficiente en su caso y en el de ella.

Era evidente que sus palabras no acababan de convencerla. Pero su deseo de dar un paseo a solas con el señor Golding pugnaba con la prudencia.