– Allie -dijo Cassandra-, si hemos venido hasta aquí para pasear todos juntos alrededor de la cesta, mejor nos hubiésemos quedado en casa para disfrutar del té en el jardín trasero, debajo del tendedero de Mary.
Sus palabras lograron persuadir a la señorita Haytor, que descendió la suave pendiente al lado del señor Golding, cuyo brazo acabó aceptando en cuanto giraron en dirección a las distantes lagunas.
– Creo que he sido muy egoísta -comentó Cassandra mientras se sentaba en la manta, tras lo cual se quitó los guantes y el bonete para dejarlos a su lado.
– ¿Al mandarlos lejos mientras nosotros nos quedamos aquí? -precisó Stephen.
– Al mantener a Alice a mi lado durante todos estos años -contestó ella-. Empezó a buscar otro empleo cuando acepté la propuesta matrimonial de Nigel. Incluso fue a una entrevista y quedó muy impresionada con los niños y con sus padres. Pero le supliqué que me acompañara al campo, por lo menos durante un año. Nunca había vivido en el campo y la perspectiva me asustaba un poco. Me acompañó porque insistí muchísimo, y al final se quedó, año tras año. Solo tuve en cuenta mis necesidades, incluso le dije en multitud de ocasiones que no sabía cómo podría vivir sin ella.
– Sentirse necesario es, aunque suene redundante, una necesidad inherente al ser humano -comentó Stephen-. Es obvio que ella te quiere. Supongo que se alegró de seguir a tu lado.
Cassandra volvió la cara para mirarlo. Se había abrazado las piernas, que tenía dobladas por las rodillas.
– Stephen, eres muy amable al decir eso -concedió ella-. Pero es posible que hubiera encontrado a un hombre con quien casarse hace años. Podría haber sido feliz.
– O no -apostilló él-. No muchas institutrices gozan de una posición tan libre como para relacionarse con hombres, ¿no te parece? Además, sus nuevos señores tal vez solo quisieran que les impartiera conocimientos básicos a sus hijos. Los niños podrían haberle tomado antipatía. Y habría acabado siendo despedida al poco tiempo de comenzar a trabajar para ellos. Su siguiente empleo podría haber sido peor. En resumen, que podría haber pasado cualquier cosa.
Cassandra soltó una carcajada. Todavía seguía mirándolo.
– Tienes razón -reconoció-. Después de todo, a lo mejor he estado conservándola a mi lado para que se produjera este feliz reencuentro con el amor de su vida. Creo que el señor Golding es el amor de su vida. Además, hoy no es un día para la melancolía y los remordimientos, ¿verdad? Hoy estamos tomando el té al aire libre. Siempre me ha parecido muy alegre lo de comer al aire libre. Pero no lo hicimos nunca durante mi matrimonio. Es raro, la verdad. Acabo de darme cuenta hoy mismo. Stephen, he venido para pasarlo bien.
Él estaba sentado con una pierna doblada y la suela de su bota de montar firmemente plantada sobre la manta. Uno de sus brazos descansaba sobre dicha pierna, mientras que con la otra mano se apoyaba en el suelo, a su espalda. Habían colocado la manta bajo la sombra de las ramas de uno de los robles. Su sombrero descansaba a un lado.
Observó, fascinado, cómo Cassandra levantaba los brazos para quitarse las horquillas del pelo, tras lo cual sacudió la cabeza y dejó que los mechones cayeran en torno a sus hombros y por su espalda. Dejó las horquillas en el ala del bonete y se pasó los dedos por el pelo para desenredárselo.
– Si llevas un cepillo en el ridículo, estaré encantado de hacerlo por ti -se ofreció.
– ¿De verdad? -Ella volvió a mirarlo-. Pero me he quitado las horquillas para poder tumbarme en la manta y mirar el cielo. Mejor luego, antes de que vuelva a recogérmelo.
Lo más extraño era que no estaba coqueteando con él. No estaba usando sus ademanes seductores, ni tampoco la voz que los acompañaba. Sin embargo, la tensión entre ellos se tornó casi palpable, y no le cupo la menor duda de que ella era tan consciente de ese hecho como él. Nunca había visto a Cassandra con esa actitud tan relajada, sonriente y natural.
Se sentía deslumbrado.
Porque así resultaba mucho más atractiva que cuando intentaba atraerlo.
Siguió observándola mientras se tumbaba en la manta y se colocaba la ropa para asegurarse de que tenía los tobillos decentemente cubiertos por las faldas. Después entrelazó los dedos bajo la cabeza y clavó la mirada en el cielo con un suspiro de contento.
– Si pudiéramos mantener siempre el vínculo con la tierra -dijo-, nos evitaríamos muchos problemas. ¿No te parece?
– A veces nos dejamos embriagar tanto por la extraña idea de que somos los amos de todo lo que vemos que se nos olvida nuestra condición de simples criaturas de la naturaleza -contestó él.
– Como las mariposas, los ruiseñores y los gatitos -replicó ella.
– O los leones y los cuervos -añadió él.
– ¿Por qué es azul el cielo?
– No tengo la menor idea -reconoció antes de mirarla con una sonrisa y ver que ella también lo estaba mirando-. Pero me alegro de que lo sea. Si el sol brillara en un cielo negro, el mundo sería un lugar muy triste.
– Como los días de tormenta -señaló ella.
– No, peor.
– O como las noches despejadas de luna llena. Ven a ver esto -lo invitó.
Y él malinterpretó a propósito sus palabras. Agachó la cabeza sobre la suya y contempló su cara a placer hasta llegar a esos ojos verdes. Que lo miraban risueños.
– Precioso -dijo. Con total sinceridad.
– Lo mismo digo -replicó ella, cuyos ojos lo estaban observando a su vez-. Stephen, cuando seas mayor vas a tener arrugas alrededor de los ojos, y te harán muchísimo más atractivo.
– Cuando eso suceda -repuso-, recordaré que me lo advertiste.
– ¿De verdad? -Cassandra levantó las manos y le rozó el lugar donde aparecerían dichas arrugas con las yemas de dos dedos-. ¿Me recordarás?
– Siempre -le aseguró.
– Yo también te recordaré -confesó-. Recordaré que alguna vez en mi vida conocí a un hombre perfecto en todos los sentidos.
– No soy perfecto -la corrigió.
– Déjame seguir soñando -lo reprendió-. Para mí, eres perfecto. Hoy eres perfecto. No te conoceré tan a fondo ni nos relacionaremos durante tanto tiempo como para descubrir tus defectos o tus vicios, que estoy segura de que los tienes en abundancia. En mis recuerdos serás mi ángel perfecto. A lo mejor mando hacer un medallón con tu retrato que llevaré siempre al cuello.
Y la vio sonreír. Él no lo hizo.
– ¿No vamos a relacionarnos durante mucho tiempo? -le preguntó.
Cassandra hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
– Exacto -contestó-. Pero eso da igual, Stephen. Hoy es hoy, y es lo único que importa.
– Sí -convino.
Hasta donde alcanzaba su vista no había nadie paseando que pudiera verlos. Y en caso de que hubiera alguien, ya estaría bastante escandalizado. ¿Qué más daba si…?
La besó.
Y ella le devolvió el beso, primero acariciándole la cara con las manos y después echándole los brazos al cuello.
Fue un beso inocente, tierno y muy lento en el que no intervinieron sus lenguas. El beso más peligroso que Stephen había compartido jamás. Lo supo tan pronto como se separó de sus labios y la miró de nuevo a la cara.
Porque fue un beso de cariño rayano en el amor. No hubo deseo. Sino amor.
– ¿Vas a hacerme caso por fin y a mirar lo que te he pedido que miraras antes? -la oyó preguntar-. Mira hacia arriba. Al cielo -añadió en voz baja y sin sonreír pese a la nota risueña de sus palabras.
De modo que Stephen se tumbó a su lado, clavó la vista en el cielo y comprendió al instante su comentario anterior sobre el vínculo con la tierra. Lo sintió, firme y eterno contra la espalda a pesar del grosor de la manta. Sobre él vio el cielo azul sin rastro de nubes y, conectando el cielo con la tierra, las ramas del roble. El formaba parte de dicha conexión, de ese glorioso lugar que no paraba de rotar, de la misma manera que formaba parte Cassandra.