No podía demostrar nada porque no había pruebas.
Si ya era consciente de todo eso, ¿por qué lo veía de repente como una revelación divina?
Iba a pelear por el dinero, por las joyas e incluso por la residencia londinense. Cualquier abogado decente podría conseguírselo todo sin muchos problemas. Un contrato matrimonial y un testamento eran documentos legalmente vinculantes. Ningún abogado vería como un riesgo importante el hecho de cobrar un pequeño anticipo a sabiendas de que podría cobrar el resto más tarde.
Cerró los ojos y sintió que el mundo empezaba a dar vueltas… con ella dentro. Se sentía viva. Y los cálidos dedos de Stephen, todavía relajados, seguían entrelazados con los suyos.
Ojalá pudieran hacer que el mundo girase más despacio. Ojalá pudiera prolongar ese momento. Era muy consciente de que si quería, o más bien si se lo permitía, podría enamorarse de él. Locamente. Sin remedio.
No se lo iba a permitir. Solo estaba disfrutando de una placentera tarde. Estaba tomando prestada un poco de su luz. La luz que ella llevaba en su interior era muy tenue. Si alguien le hubiera preguntado por ella hacía muy poco tiempo, habría dicho que se había apagado. Pero no era verdad. Stephen la había reavivado. Él era todo luz. O eso le parecía.
Puesto que no tenía nada tan poderoso ni tan valioso que ofrecerle a cambio, no lo retendría. Lo dejaría marchar en cuanto pudiera.
No obstante, había dicho la verdad hacía un momento. Lo recordaría. Siempre. Por supuesto, no encargaría un medallón que colgarse al cuello. Pero tampoco le haría falta. Estaba segura de que siempre podría cerrar los ojos y verlo… y oírlo y sentir la calidez de su mano. Siempre recordaría el olor almizcleño de su colonia.
En cuanto dispusiera de sus joyas y de su dinero, le devolvería todo el dinero que le había dado… y le daría las gracias. De esa forma se romperían todos los lazos que los unían, todas las deudas estarían saldadas, no habría más dependencia de una parte ni más obligación de la otra.
Su relación, si acaso se podía calificar lo que tenían como tal, sanaría de alguna manera. Y llegaría a su fin.
Stephen la recordaría, si acaso la recordaba, con respeto y quizá con un poco de nostalgia y afecto.
Levantó ligeramente la cabeza y echó un vistazo hacia la izquierda de la pendiente. A lo lejos vio dos figuras, y estaba casi segura de que caminaban hacia ellos. También estaba casi segura de que se trataba de Alice y del señor Golding. ¡Por Dios! Si llegaba a verlos tumbados en la manta de esa forma, cogidos de la mano y ella con el pelo suelto, Alice correría a Stephen a golpes de ridículo.
Sería muy injusto.
Aunque intentó contenerse, rió entre dientes al imaginarse la escena, y volvió la cabeza para mirar a Stephen mientras le daba un apretón en la mano.
– Creo que es hora de levantarnos y adecentarnos un poco -le dijo-. Tú no tienes un pelo fuera de su sitio, pero yo tengo que recogerme el mío. ¿Me lo cepillas, por favor?
Stephen la miró con una sonrisa adormilada.
– Creo que he estado a punto de dormirme -dijo.
Soltó una carcajada al escucharlo.
– Sí, a puntito.
Se sentó, sacó el cepillo de su ridículo y se lo dio, girándose al tiempo que recogía las horquillas.
Stephen le cepilló la parte izquierda, pasándoselo desde la raíz a las puntas. Después repitió la operación por el derecho. En menos de un minuto tenía el pelo desenredado y liso, y la cabeza le escocía un poco.
– Se te da muy bien -dijo mientras se lo recogía en la nuca y se lo retorcía, tras lo cual procedió a asegurárselo con las horquillas para que no volviera a deshacerse. Una vez que acabó, se colocó el bonete.
– Cassandra, ¿tu marido era el padre de Belinda? -le preguntó Stephen.
Sus manos, que estaban atando las cintas del bonete, se detuvieron.
– No -contestó.
– ¿El actual barón? -insistió-. ¿El hijo?
– No -repitió, haciéndose un lazo a un lado de la barbilla.
– Lo siento -dijo él-. Llevo un tiempo preguntándomelo.
– No fue fruto de una violación -le aseguró-. Creo que Mary quería de verdad a… al padre.
Esperó a que le hiciera más preguntas, pero Stephen guardó silencio.
Cassandra claudicó con un suspiro y dijo:
– Nigel tenía tres hijos. Bruce es el primogénito, y luego están Oscar y William. Oscar lleva varios años en el ejército. Lo he visto dos o tres veces, y de eso ya hace mucho tiempo. No volvió a casa para asistir al funeral de su padre. William siempre ha sido un aventurero. Estuvo en América una temporada. Pero hace unos cuatro años pasó varios meses en casa antes de partir hacia Canadá con un comerciante de pieles. Belinda nació siete meses después de que él se fuera. Mary asegura que no sabía que estaba embarazada cuando se fue. Quiero creerla. Siempre le he tenido cariño a William, aunque reconozco que no es perfecto.
– ¿Paget no la despidió? -quiso saber Stephen.
– ¿Nigel? -precisó-. No, dejaba los asuntos domésticos en mis manos. No le dije que la hija de Mary era su nieta. De hecho, dudo mucho que supiera que había una niña en las estancias de los criados.
Hasta el último momento, añadió para sus adentros.
– Pero Bruce sí la despidió cuando tomó posesión de Carmel House -continuó-. Mary no tenía adonde ir, ningún familiar estaba dispuesto a acogerla. Se encontraba en una situación desesperada. No las ayudé mucho al traerlas a la ciudad conmigo, pero al menos estábamos juntas. Y también teníamos a Alice. Y a Roger.
Alice y el señor Golding estaban ya a la vista. Cassandra levantó un brazo y les hizo señas.
– ¿William Belmont sigue en Canadá? -preguntó Stephen.
– No lo sé -le contestó-. Ni siquiera debería habértelo contado. No tenía derecho a revelarte el secreto, ¿verdad? Pero te aseguro que Mary no es una casquivana. Creo que quería a William de verdad. No, estoy segura de que lo quiere. Y de que lo está esperando.
Stephen le colocó una mano en el hombro y le dio un apretón.
– No estoy juzgando a nadie, Cass -dijo él-. No soy nadie para hacerlo. -Apartó la mano de su hombro y volvió la cabeza para recibir con una sonrisa a la pareja que se acercaba.
Alice y el señor Golding dieron un paseo hasta Pen Ponds. Una vez que rodearon las dos lagunas, emprendieron el camino de regreso a paso tranquilo. Charlaron un buen rato de libros y después rememoraron experiencias compartidas en casa de los Young, si bien el período en el que coincidieron fue muy breve. El señor Golding la sorprendió al hablarle de su difunta esposa, con la que estuvo casado ocho años y que había fallecido hacía tres.
No había pensado ni por un instante que pudiera haberse casado… que quizá estuviera casado.
Primero la entristeció, pero acabó haciéndole gracia que no hubiera estado languideciendo por ella durante todos esos años. Claro que, por supuesto, ella tampoco lo había hecho. Tuvieron una breve relación laboral, se enamoró locamente de él porque era una muchacha solitaria sin posibilidad de conocer a otros jóvenes, lloró su ausencia alrededor de un año y después fue olvidándolo poco a poco… hasta que volvió a verlo dos días atrás.
Seguía siendo un hombre apuesto, pese a su delgadez y a su aire de erudito. Su compañía seguía siendo grata. Y era maravilloso que un hombre hablara exclusivamente con ella durante una hora. Y pasear cogida de su brazo. Si no se andaba con cuidado, volvería a enamorarse de él… y eso sí que sería una estupidez.
En ese momento le preguntó por Cassie y ella comprendió que desconocía la historia.
– Debió de ser un duro golpe para lady Paget perder a su esposo tan joven. ¿Le tenía mucho cariño? -preguntó él.
Titubeó antes de contestar. No era ella quien debía responder esa pregunta. Claro que si él suponía que lo quería, podría darle la razón sin sentir que estaba revelando un secreto. Podría responder sin comprometerse, pero también era posible, muy probable de hecho, que el día menos pensado escuchara los rumores que circulaban sobre Cassie y pensara que no había confiado en él.