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No debería sentirse tan ansiosa por bailar con Stephen esa noche.

Se miró el pelo en el espejo para asegurarse de que el moño estaba bien sujeto y no se le desharía en cuanto empezara a bailar. ¡Menudo desastre si eso llegara a suceder! Durante los diez últimos años se había acostumbrado más de la cuenta a disfrutar de los servicios de una doncella.

Se colocó los guantes largos y se los estiró hasta que no quedó ni la menor arruga.

El abogado creía que su caso era excelente. Le había asegurado que le conseguiría todas sus pertenencias en dos semanas, aunque a ella le daría lo mismo que fuera en un mes. Podría devolverle el dinero a Stephen y olvidarse de que había hecho algo tan sórdido como ofrecerse a ser su amante.

Aunque no se arrepentía de las dos noches que había pasado con él. Ni del té al aire libre.

Estaba segura de que la tarde que pasaron en el campo siempre sería uno de sus recuerdos más preciados.

Iba a costarle mucho trabajo olvidarlo.

Sin embargo, Stephen había conseguido que recuperara un poco la fe en los hombres. No todos eran inconstantes, traicioneros y decididamente crueles.

Lo recordaría como su ángel rubio. Cogió el abanico de marfil y lo abrió para asegurarse de que estaba en perfectas condiciones.

El señor Golding había aprovechado el paseo de esa tarde para invitar a Alice a pasar unos días en Kent al final de la semana, donde celebrarían el septuagésimo cumpleaños de su padre con el resto de su familia. Sin duda era una invitación significativa.

Alice no había dicho que sí… pero tampoco había dicho que no. Había demorado su respuesta hasta saber si ella la necesitaba. Sin embargo, había sido incapaz de contener la alegría y la emoción. Diez minutos después de que ella regresara a casa, cinco después de que Wesley se marchara, ya estaba sentada al escritorio de la salita, redactando una nota en la que aceptaba la invitación del señor Golding.

En ese preciso instante Alice estaba en su dormitorio del último piso, intentando decidir qué ropa llevarse.

Cassandra se colocó los escarpines y bajó la escalera para esperar a Wesley. Terminó de arreglarse justo a tiempo. Su hermano llamó a la puerta mientras bajaba la escalera, de modo que le indicó a Mary que regresara a la cocina ya que abriría ella.

– ¡Cassie! -Exclamó su hermano mientras la miraba con admiración-. Vas a eclipsar al resto de las damas.

– Muchas gracias, amable caballero. -Se echó a reír y dio un par de vueltas para él, muy contenta de repente-. Tú también estás guapísimo. Estoy lista. No hace falta que hagamos esperar al carruaje.

Sin embargo, Wesley entró de todas maneras y cerró la puerta a su espalda.

– Sigo indignado por lo de tus joyas -dijo-. Una dama no debería asistir a un baile sin ellas. Te he traído esto para que te lo pongas.

Cassandra reconoció el estuche de cuero marrón ligeramente arañado. Cuando era pequeña, una de sus actividades preferidas era abrir el baúl de su padre con mucho cuidado y después sacar ese estuche y abrirlo para ver su contenido. Alguna vez hasta lo acarició con las yemas de los dedos. En un par de ocasiones incluso llegó a ponérselo y a mirarse en el espejo, aunque sintió que estaba haciendo algo muy malo.

Aceptó el estuche de manos de Wesley y lo abrió. Y vio la cadena de plata tal como la recordaba, aunque pulida hasta hacerla relucir, y el colgante de pequeños diamantes con forma de corazón. Su padre se lo había dado a su madre como regalo de bodas, y era el único objeto de valor que no llegó a vender en los malos tiempos. Ni siquiera llegó a empeñarlo.

No era una joya ostentosa y seguramente tampoco valía demasiado. De hecho, cabía la posibilidad de que los diamantes fueran falsos. Tal vez por eso su padre nunca lo había vendido ni empeñado. Pero su valor sentimental era incalculable.

Wesley lo sacó del estuche y se lo colocó en el cuello.

– ¡Wes, eres maravilloso! -Exclamó al tiempo que acariciaba el colgante-. Pero solo lo llevaré esta noche. Tienes que guardarlo para tu futura esposa.

– Ella no lo valoraría -replicó su hermano-. Solo nosotros podemos hacerlo, Cassie. Me gustaría que lo aceptaras como una especie de regalo. Creo que te pertenece más a ti que a mí. ¡La madre que…! No estás llorando, ¿verdad?

– Creo que sí -contestó Cassandra entre carcajadas al tiempo que se secaba las lágrimas con dos dedos. Después le echó los brazos al cuello y lo abrazó con fuerza.

Su hermano le dio unas palmaditas en la espalda con cierta incomodidad.

– ¿Tu criada se llama Mary? -le preguntó.

– Sí. -Se apartó de Wesley y volvió a acariciar el colgante mientras lo miraba-. ¿Por qué?

– Por nada en particular.

Al cabo de un minuto estaban en la calle. Wesley la ayudó a subir al carruaje que había alquilado para esa noche, tras lo cual emprendieron el camino hacia la mansión de los vizcondes de Compton-Haig.

¡Qué diferente fue su llegada en esa ocasión! Esa noche un criado ataviado con librea la ayudó a apearse del carruaje sobre la alfombra roja y entró en la casa del brazo de su hermano. Esa noche fue capaz de apreciar el esplendor que la rodeaba y de admirar el vestíbulo de mármol, la resplandeciente araña que colgaba del techo, a los criados ataviados con librea y a los invitados vestidos con sus mejores galas.

Esa noche unas cuantas personas cruzaron sus miradas con ella y la saludaron con una inclinación de cabeza. Algunas incluso le sonrieron. No le importó desentenderse por completo de los que no hicieron ni lo uno ni lo otro.

Wesley la acompañó mientras saludaban a los anfitriones y esa noche pudo mirarlos a la cara porque la habían invitado y porque su nombre ya no inspiraba la indignación de la semana anterior.

Y esa noche, nada más trasponer la puerta del salón y mientras ella echaba un vistazo a su alrededor, admirando los arreglos de flores púrpura y blancas y los frondosos helechos, sir Graham y lady Carling se acercaron a hablar con ella y solicitaron que les presentara a Wesley, a quien no conocían. Poco después los condes de Sheringford quisieron saludarlos y el señor Huxtable la invitó a bailar la segunda pieza de la noche. Un par de amigos de Wesley se acercaron a hablar con él, y uno de ellos, un tal señor Bonnard, también la invitó a bailar.

– ¡Que me parta un rayo, Wes! -Exclamó el señor Bonnard, que se llevó el monóculo a medio camino de la cara, aunque no pudo mover la cabeza por culpa de lo almidonado y alto que llevaba el cuello de la camisa-. No sabía que lady Paget era tu hermana. Está claro que fue ella quien se llevó toda la belleza de la familia. Para ti no quedó mucho, ¿verdad?

El señor Bonnard y el otro amigo de su hermano, cuyo nombre ya se le había olvidado, se echaron a reír de buena gana por el ingenioso comentario.

Y después apareció Stephen, que le hizo una reverencia, le sonrió y le preguntó con un brillo travieso en los ojos si había tenido la amabilidad de reservarle una pieza.

– Las dos primeras ya están reservadas -le dijo mientras se abanicaba-, así como la pieza posterior a la cena.

– Espero de todo corazón que ninguna de ellas sea un vals. Me llevaré una terrible decepción si ese es el caso. ¿Me concede el primer vals y el baile previo al descanso de la cena siempre y cuando no coincidan? Y en el caso de que lo hagan, ¿me concede otro baile después?

Estaba demostrando su interés públicamente. No era de mal gusto bailar dos veces con la misma dama durante la misma noche, pero sí un detalle del que todos los presentes tomaban buena cuenta. Porque solía indicar que el caballero en cuestión estaba cortejando a la dama.

Debería aceptar un solo baile. Pero sus ojos azules seguían sonriéndole y el abogado le había dicho que tardaría dos semanas, incluso había admitido que el asunto podría dilatarse todo un mes, y después ella se marcharía de Londres para siempre y viviría en una casita en un pueblecito perdido de la campiña, y no volvería a verlo. Ni volvería a enfrentarse a la alta sociedad.