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No estaban casados.

No estaban comprometidos.

Stephen fue consciente de tres cosas, o más bien de cuatro si contaba el brusco jadeo de Cassandra. Fue consciente de la mirada de Elliott, que lo observaba con las cejas enarcadas y un gesto muy serio desde el interior del salón de baile. Fue consciente de Con, que lo miraba con una ceja arqueada y gesto inescrutable. Y fue consciente de Wesley Young, que se abría camino a codazos entre la multitud con gesto asesino.

Y de repente comprendió que había echado a perder todos los progresos que Cassandra había conseguido tras una semana de arduo trabajo para recuperar su respetabilidad, para conseguir que la alta sociedad la acogiera en su seno, que era donde estaba su sitio.

– ¡Ay, Dios! -Exclamó mientras la cogía de la mano y entrelazaba sus dedos, y al tiempo que se pasaba la otra por el pelo-. Esta no era precisamente la manera en la que habíamos planeado hacer el anuncio, pero parece que mi impulsividad me ha tendido una trampa. Damas y caballeros, ¿me permiten presentarle a lady Paget como mi prometida? Acaba de concederme el honor de aceptar mi proposición, y me temo que me he dejado llevar por el entusiasmo hasta el punto de olvidar los buenos modales.

Le dio un apretón a Cassandra en la mano cuando acabó de hablar.

Y esbozó su sonrisa más encantadora.

Cassandra se sentía petrificada por la mortificación.

Había estado en un tris de enarcar las cejas, componer su expresión más altiva y adentrarse entre la multitud de camino al comedor. Se había enfrentado a situaciones mucho peores que ese beso. Podía volver a hacerlo.

Salvo que siempre había una gota que colmaba el vaso y esa debía de ser la suya.

No obstante, antes de que pudiera reaccionar, Stephen tomó el control de la situación y realizó el anuncio.

«¿Y ahora qué?», pensó ella.

Stephen le soltó la mano, se la colocó en el brazo y la pegó a su costado.

Cuando todo fallaba, lo único que se podía hacer era sonreír, concluyó Cassandra.

Y sonrió.

En ese momento Wesley apareció en el balcón, después de haberse abierto paso entre todos los demás, y se plantó frente a ellos. La expresión enfurecida se había tornado en una de cómica estupefacción.

– Cassie -le dijo-, ¿es cierto?

¿Qué podía hacer sino mentir?

– Sí, Wes, es cierto -contestó y se dio cuenta mientras hablaba de que, de todas formas, no habría podido alejarse después del beso con la cabeza en alto ni evitar el desastre.

Wesley acababa de redescubrirla. Había expiado sus culpas por haberla evitado cuando más lo necesitaba y en ese momento se había erigido en su protector sin que nadie se lo pidiera. Si Stephen no hubiera hecho el anuncio, se habría producido una escena espantosa delante de todos. Wesley le habría asestado un puñetazo en la nariz o tal vez le habría cruzado la cara con un guante… o ambas cosas.

Mejor no pensarlo.

Su hermano sonrió de repente. Tal vez él también había reparado en la necesidad de actuar para salir de semejante enredo. Después de abrazarla con fuerza dijo:

– Merton, confieso que en un primer momento he malinterpretado la situación. Pero me alegro del anuncio, aunque me parece que quizá debería haber hablado antes conmigo. Sin embargo… ¡qué puñetas! Cassie ya es mayorcita. -Le ofreció la mano derecha y Stephen se la estrechó.

El público no se dispersó con rapidez a pesar de que la cena estaba servida. El murmullo de las conversaciones tenía un sonsonete alegre, casi congratulatorio. O eso le pareció a ella, aunque no le cabía la menor duda de que entre los espectadores había muchos horrorizados por la idea de que el apuesto y codiciado conde de Merton se hubiera comprometido con la asesina del hacha.

Muchas jovencitas estarían inconsolables esa noche, de eso tampoco le cabía la menor duda.

Las hermanas de Stephen lo rodearon de inmediato, procedentes de distintos lugares del salón, y lo abrazaron, tras lo cual la abrazaron a ella con aparente cariño y alegría. Sus maridos felicitaron a Stephen estrechándole la mano mientras que a ella le dedicaron una reverencia. Lo mismo hizo el señor Huxtable, aunque le pareció que esos ojos tan oscuros la taladraban hasta llegar a la parte posterior del cráneo.

Era difícil saber a ciencia cierta si el anuncio alegraba o no a su familia. Era imposible que estuvieran encantados, pero eran personas amables y educadas… obligadas a lidiar con el sorprendente anuncio ante el ávido escrutinio de una buena parte de la alta sociedad.

No les quedaba más remedio que parecer encantados.

– Amor mío -le dijo Stephen con una sonrisa mientras la instaba a tomarlo del brazo-, debemos hablar con los vizcondes de Compton-Haig.

– Por supuesto -convino ella, devolviéndole la sonrisa.

¿Debían hablar con los vizcondes?, se preguntó. ¿Por qué? En ese momento ni siquiera recordaba quiénes eran.

La mayoría de los invitados parecían haber perdido el interés en ellos o más bien habían decidido comentar el escandaloso episodio mientras cenaban. La multitud había menguado. Lady Compton-Haig estaba con su marido junto a la puerta del salón y al verlos recordó, ¡por fin!, que eran los anfitriones del baile.

– Sí, por supuesto -repitió.

Los vizcondes habían tenido el detalle de enviarle una invitación, la primera aparte de la invitación verbal de lady Carling para que asistiera a su té la semana anterior.

– Señora -dijo Stephen mientras tomaba la mano de la vizcondesa una vez que atravesaron el salón de baile; tras una reverencia, se la llevó a los labios-, le pido perdón por haber usado su fiesta para hacer mi anuncio sin consultarla previamente. No tenía intención de comunicarlo esta noche, pero la belleza de su salón de baile sumada a la de la música me ha impulsado a declararme a la dama. Y después, cuando lady Paget me dio el sí… en fin, me temo que perdí la cabeza. Así que no me ha quedado más remedio que explicarle a todo el mundo por qué la estaba besando en su balcón.

El vizconde de Compton-Haig torció el gesto. Su esposa sonrió con calidez.

– Lord Merton -dijo-, no hace falta que se disculpe por haber hecho su anuncio esta noche. Me alegra muchísimo y me honra que lo haya hecho. Como bien sabrá, no tenemos hijos en común, aunque Alastair tiene dos hijos de su primer matrimonio, claro. Así que nunca había imaginado que se pudiera hacer un anuncio semejante en mi casa. Tengo la intención de aprovecharlo al máximo. Acompáñeme, lady Paget.

Después de tomarla del brazo, la vizcondesa se alejó con ella en dirección al comedor, sonriendo y saludando a los invitados mientras caminaban. Al llegar a la mesa de los anfitriones, le indicó que se sentara a su lado. Stephen, que las seguía con el vizconde, ocupó la silla emplazada al otro lado.

Cassandra se percató con cierto alivio de que casi todos los invitados estaban pendientes de la comida y de sus propias conversaciones. No obstante, el murmullo general parecía algo más festivo que de costumbre. Y hubo algunos que los miraron para saludarlos con una sonrisa, o que los miraron sin más. En conjunto la atmósfera no era hostil, aunque era muy posible que el estado anímico de la alta sociedad cambiara por completo al día siguiente, cuando todos asimilaran la noticia y comprendieran que una viuda que seguía siendo una paria (al fin y al cabo solo había recibido una invitación) estaba a punto de conseguir al soltero más cotizado, al mejor partido de toda Inglaterra.

Lo gracioso era que desde el beso Stephen y ella apenas se habían mirado. No habían intercambiado ni una sola palabra. Aunque estuvieron sentados codo con codo durante la cena, no hablaron entre ellos, ocupados como estaban charlando con otras personas. Y sonriendo… siempre sonriendo.