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– ¡Muy bien! -claudicó, irritada, y se inclinó para coger la llave de debajo de la maceta.

Stephen se la quitó, abrió la puerta y la invitó a entrar en primer lugar. Una vez dentro, cerró y echó el pestillo.

Alice, Mary y Belinda debían de llevar horas en la cama. No podía contar con su ayuda. Aunque, de estar presentes, tampoco la ayudarían. Una simple mirada a la cara de Stephen a la mortecina luz de la vela del vestíbulo fue suficiente para confirmar sus sospechas: estaba enfadado y decidido a mantenerse en sus trece, por lo que sería muy difícil lidiar con él.

Lo vio entrar en la salita, de la que salió con una vela que prendió con la del vestíbulo. Una vez que apagó esta última, regresó a la salita de estar.

Como si fuera el dueño de la casa.

Claro que era él quien pagaba el alquiler…

CAPÍTULO 18

Era una situación terriblemente delicada.

Estaba obligada a casarse con él. Y seguro que era consciente de ello. Su posición en la alta sociedad era ya bastante precaria, por decirlo suavemente. Si Cassandra rompía el compromiso en ese momento, jamás volverían a aceptarla.

– Cass -dijo mientras dejaba la vela en la palmatoria situada en la repisa de la chimenea-, te quiero.

Le temblaron las rodillas al pronunciar las palabras en voz alta. Se preguntó si las decía en serio. Esa misma tarde le había dicho a Nessie que le gustaba de verdad como contraposición a que le gustaba a secas, pero ¿eso significaba que su amor era eterno?

Quizá lo fuera, pensó. Pero todo había sucedido muy deprisa. No había tenido tiempo para enamorarse. Aunque nada de eso importaba ya.

¡Por el amor de Dios, no había besado a una mujer en público, o casi en público, en la vida! Era imperdonable que lo hubiera hecho esa noche. Sobre todo con Cassandra.

– No, no me quieres -lo contradijo ella, que se sentó en su sillón de costumbre, cruzó las piernas y comenzó a balancear un pie, haciendo que el escarpín colgara de sus dedos. La vio extender los brazos sobre el sillón con actitud relajada… y un tanto desdeñosa. La vieja máscara-. Creo que te gusto bastante, Stephen, y por razones que solo tú conoces has decidido entablar amistad conmigo y hacer que la alta sociedad me acepte… además de apoyarme económicamente hasta que yo pueda valerme por mí misma. Sin duda alguna hay un componente de deseo en la mezcla, porque ya has estado dos veces en mi cama y has disfrutado lo bastante de ambas experiencias como para llegar a la conclusión de que no te importaría repetir. Pero no me quieres.

– ¿Me estás diciendo que me conoces mejor que yo mismo? -le preguntó, irritado.

Aunque reconoció que sus palabras encerraban algo de verdad. La deseaba incluso en ese momento. El vestido rojo anaranjado relucía a la luz de la solitaria vela y su pelo brillaba con la misma intensidad; su cara seguía siendo hermosa pese a la expresión altiva. De nuevo estaba en su casa a altas horas de la madrugada, y le resultaba imposible no pensar en los placeres que podría obtener si subían a su dormitorio y volvía a hacerle el amor.

– Así es -contestó ella, y su expresión se suavizó un tanto cuando lo miró a los ojos-. Creo que tu compasión y tu caballerosidad son innatas, Stephen. Heredar el título, las propiedades y la fortuna no te ha cambiado, como habría sucedido en la práctica totalidad de los casos. Al contrario, te crees obligado a ser más compasivo y caballeroso que antes para demostrarte a ti mismo que eres merecedor de tan buena suerte. Te has ofrecido caballerosamente a casarte conmigo esta noche… En realidad, has anunciado nuestro compromiso. Y ahora intentas con mucha galantería convencerte a ti mismo de que deseas casarte conmigo. En tu cabeza eso equivale a que me quieres y por eso crees que lo haces. Pero no es así.

La irritación se tornó en rabia. Aunque al mismo tiempo se preguntó si Cassandra no tendría razón. ¿Cómo podía haberse enamorado tan de repente? Y con una mujer tan distinta de su ideal de futura esposa, además. ¿Cómo podía contemplar sin desánimo un matrimonio que se había visto forzado a proponer?

Y sin embargo…

– Te equivocas -le aseguró-, y ya te darás cuenta de tu error. Pero nada de eso importa, Cass. Tenga quien tenga razón, eso no cambia la situación. Nos han visto juntos lo suficiente como para haber despertado la curiosidad y las especulaciones, y esta noche nos han pillado a solas en el balcón, abrazados y besándonos. Solo podemos hacer una cosa. Tenemos que casarnos.

– ¿Y tenemos que sacrificar el resto de nuestra vida por una pequeña e imprudente indiscreción? -Protestó ella mientras tamborileaba despacio con los dedos sobre los reposabrazos del sillón-. Sé perfectamente que eso es lo que espera la alta sociedad ahora. Es lo que exige. Pero ¿no ves lo absurdo que es, Stephen?

Era absurdo y sería algo que merecería la pena desafiar si se detestaran con todas sus ganas.

– Una pequeña e imprudente indiscreción-repitió-. ¿Eso ha sido ese beso, Cass? ¿No significaba nada más?

La vio enarcar las cejas, pero Cassandra guardó silencio un rato.

– Hemos pasado dos noches juntos, Stephen -respondió a la postre-, pero después hemos vuelto al celibato. Eres un hombre guapísimo y creo que yo también tengo mis encantos. Estábamos bailando un vals y el deseo nos asaltó en el salón de baile. Buscamos la frescura de la noche en el balcón y descubrimos también un poco de intimidad. Lo que pasó fue algo casi inevitable… Una indiscreción, por supuesto. Imprudente.

– ¿Solo fue fruto del deseo? -preguntó él.

– Exacto, solo fue deseo. -Cassandra sonrió.

– Sabes muy bien que hubo algo más -replicó, mirándola a los ojos-. Si alguien se está engañando, eres tú, Cass, no yo.

– Eres muy dulce -repuso ella con su voz aterciopelada.

Volvía a estar enfadado. Y frustrado. Se colocó de espaldas a la chimenea, con las manos entrelazadas por detrás.

– Si rompes el compromiso -dijo-, se producirá un terrible escándalo.

La vio encogerse de hombros.

– La gente se sobrepondrá. Siempre lo hace. Además, así le proporcionaremos algo a la alta sociedad que le encanta por encima de todas las cosas: un jugoso cotilleo.

Se inclinó hacia ella.

– Sí -convino-. En circunstancias normales tal vez podríamos albergar la esperanza de que todo se solucionara con un par de semanas de intensa incomodidad. Pero, perdona que te lo diga, Cass, las circunstancias no son normales. Al menos en tu caso.

Cassandra frunció los labios y lo miró con una sonrisa divertida.

– La alta sociedad se relamerá de gusto en tu caso, Stephen -replicó-. El hijo pródigo que vuelve a su seno. Todas las damas llorarán de alegría. A la postre escogerás a una de ellas y vivirás feliz para siempre a su lado. Te lo prometo.

La miró hasta que ella enarcó de nuevo las cejas y acabó bajando la cabeza con brusquedad. Observó cómo se colocaba bien el escarpín en el pie con un simple movimiento de los dedos, tras lo cual descruzó las piernas y se alisó el vestido sobre las rodillas.

– En ocasiones tus ojos son tan intensos que resulta imposible mirarte a la cara, Stephen, y resultan más elocuentes que las palabras. Es muy injusto. No se puede discutir con unos ojos.

– Supondrá tu ruina -le dijo.

Cassandra soltó una carcajada.

– ¿No estoy arruinada ya?

– Estás recuperando tu reputación -señaló él-. La gente comienza a aceptarte. Estás empezando a recibir invitaciones. Mi familia te ha aceptado. Tu hermano se ha reconciliado contigo. Y ahora estás comprometida conmigo. ¿Qué tiene de malo? ¿Crees que voy a pegarte después de casarnos? ¿Qué te haré perder a nuestros hijos? ¿Lo crees? Mírame a los ojos y dime que me crees capaz de un comportamiento tan cobarde.

Cassandra negó con la cabeza y cerró los ojos.

– No puedo aportar nada al matrimonio, Stephen -adujo-. Ni esperanzas, ni sueños, ni luz, ni juventud. Solo las cadenas que arrastro como si fueran espectros. Además de las que arrastraré en cuanto termine la ceremonia y haya prometido entregarte mi libertad. No, no creo que me maltratases nunca.