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– Cassie, no me creíste porque pensabas que solo quería consolarte -dijo Alice desde la puerta-. Tampoco querías creer que el señor Belmont había matado a su padre, aunque lo hubiera hecho para protegeros a Mary y a ti. Supusiste que yo te mentía para que te sintieras mejor.

– Es verdad -admitió ella.

Pero si todo era cierto, la explicación de Alice la cual William acababa de confirmar con su propio relato, Nigel se había suicidado. Si la verdad hubiera salido a la luz, le habrían negado un entierro decente.

¿Le habría importado en aquel entonces?

¿Le importaba en ese momento?

Nigel podría haber matado a alguien aquella noche. Sin embargo, se había suicidado.

Estaba demasiado aturdida como para analizar lo que pensaba o lo que sentía.

– Fue una puñetera estupidez que saliera por patas -dijo William-. Perdón por el lenguaje.

– Desde luego -convino Stephen-. Pero todos cometemos estupideces, Belmont. Aunque le recomiendo que no agrave el error soltando la verdad a los cuatro vientos. Es muy desagradable y tal vez nadie la crea de todas formas. Lo mejor será que nos retiremos todos. Yo me voy a casa. Es preferible dejar las decisiones para mañana o pasado mañana.

– Un consejo muy sensato -replicó Alice, que miró a Stephen con aprobación.

– Alice, tú no estabas presente cuando le he contado a William que lord Merton es mi prometido.

Alice los miró a los dos.

– Sí -fue lo único que dijo su antigua institutriz. Asintió con la cabeza-. Sí. -Y se marchó, posiblemente en dirección a su dormitorio.

William se puso en pie, ayudó a Mary a hacer lo mismo, le echó un brazo por los hombros y salieron juntos de la salita.

Eran marido y mujer, pensó ella. Llevaban casados más de un año. Desde el mismo día que Nigel murió.

Por su propia mano.

Alice no había mentido.

– ¿Por qué me dijiste que habías matado a tu marido? -le preguntó Stephen, que estaba de pie, esperando a que ella se levantara.

Sin embargo, estaba demasiado cansada como para abandonar el diván.

– Todo el mundo lo creía -contestó Cassandra-. Una parte de mí deseaba haberlo hecho.

– ¿Y querías proteger a esa miserable birria de hombre? -replicó él.

– No juzgues a William tan duramente -repuso-. No es un mal hombre. Mary lo quiere y además es el padre de Belinda. Se casó con ella, una criada al servicio de su padre, porque había dado a luz a su hija. Y ha venido a buscarla aunque debía de creer que aún podían responsabilizarlo de la muerte de Nigel. Creo que en el fondo la quiere. Stephen, me negaba a que lo acusaran de asesinato. ¡Por Dios, es el padre de Belinda!

Stephen le tomó la cara entre las manos y le sonrió. Menudo momento para darse cuenta de que estaba locamente enamorada de él, pensó Cassandra.

– Si hay un ángel en esta habitación -dijo él-, te aseguro que no soy yo. -Inclinó la cabeza y la besó en los labios.

– ¿Vas a quedarte esta noche? -le preguntó.

– No -respondió Stephen-. Voy a hacerte el amor de nuevo, Cass. Pero será en nuestra noche de bodas, en nuestro lecho nupcial. Y será una experiencia que no olvidarás en la vida.

– Fanfarrón -replicó.

En fin, pensó un tanto decepcionada, no volvería a suceder. Nunca volvería a acostarse con él.

– Ya me dirás al día siguiente de nuestra noche de bodas si estaba fanfarroneando o no. -Esos ojos azules adquirieron un brillo juguetón mientras le pasaba un brazo por la cintura y la llevaba hasta la puerta de entrada-. Buenas noches, Cass -le dijo, y la besó una vez más antes de abrir la puerta-. Que sepas que vas a tener que casarte conmigo. Te quedarás terriblemente sola si no lo haces. Toda tu familia te abandonará en aras del matrimonio.

– Salvo Wesley -le recordó.

Lo vio asentir con la cabeza.

– Y salvo Roger -añadió.

– Y salvo Roger -convino él, que siguió sonriendo mientras salía de la casa y cerraba la puerta.

Cassandra apoyó la frente en la puerta y cerró los ojos. Intentó recordar por qué no podía casarse con él.

CAPÍTULO 19

– Voy a dar un paseo -dijo Cassandra, aunque no hizo ademán de poner en práctica sus palabras. Estaba de pie junto a la ventana de la salita, contemplando un día que no terminaba de decidirse entre el sol y la lluvia, aunque parecía más inclinado hacia lo segundo.

No había dormido bien… nada sorprendente dadas las circunstancias.

Y esa mañana todo el mundo se había rebelado.

Mary se negaba a dejar de trabajar en la cocina, así como a no llamarla «milady».

– Eres de la familia, Mary, estás casada con mi hijastro -intentó explicarle, pero sin éxito alguno.

– Alguien tiene que preparar el desayuno, hacer el té, lavar los platos y todo lo demás, milady -replicó la aludida-, y será mejor que lo haga yo porque ni la señorita Haytor, ni Billy ni usted saben poner una sartén del derecho. Además, sigo siendo la misma de ayer y la misma del mes pasado, ¿verdad?

William estaba arreglando la puerta de la salita cuando ella bajó, de modo que ya cerraba bien sin tener que darle un empujoncito extra. En cuanto terminó con la puerta, siguió con el tendedero, asegurándolo de forma que no corriera peligro de caer al suelo cuando la colada estuviera tendida. En ese momento estaba limpiando todas y cada una de las ventanas de la casa, por dentro y por fuera. Su hijastro siempre había sido un hombre enérgico e inquieto, y era mucho más feliz realizando algún trabajo físico que matando el tiempo con actividades propias de un caballero. Nigel quiso que hiciera carrera en la Iglesia, pero William se rebeló tras acabar sus estudios en Cambridge.

Alice fue la peor de todos ellos esa mañana. Estaba atacando las sábanas con la aguja, y de un humor de perros. Lucía una irritante expresión de «ya te lo dije», aunque estaba en su derecho porque ciertamente le había dicho que William no había disparado a su padre, sino que Nigel se había suicidado.

Y para colmo le había dado un ultimátum, o algo que a fin de cuentas sonaba como tal.

O aceptaba seguir con el compromiso que habían anunciado la noche anterior en el baile de lady Compton-Haig y que saldría publicado en los periódicos del día siguiente o ella cortaría cualquier relación con el señor Golding.

Era una ridiculez sin pies ni cabeza. Pero Alice no estaba dispuesta a dar su brazo a torcer.

– Estoy segura de que el señor Golding me ha invitado a asistir al cumpleaños de su padre movido por la amistad que nos une -acababa de decirle hacía escasos minutos-. Estoy segura de que cuando volvamos, no volveré a verlo, salvo que nos encontremos por casualidad. Pero como sigas con este absurdo plan de comprarte una casita en algún rincón perdido de Inglaterra, te advierto que no volveré a verlo jamás, Cassie.

– ¡Pero es que para mí sería el paraíso! -protestó ella.

– Tonterías -replicó Alice-. Te aburrirás como una ostra en menos de dos semanas y empezarás a tirarte de los pelos. Sería muchísimo mejor que te casaras con el conde de Merton, porque pese a todo parece que os tenéis cariño y creo que en el fondo es un joven agradable, incluso decente. Además, si rompes el compromiso a estas alturas, se producirá otro escándalo, y eso es lo último que te hace falta. Deberías haber pensado las cosas antes de permitirle que te besara en medio del baile. Si insistes en irte a vivir al campo, yo me voy contigo. Y ya puedes mirarme como te dé la gana. Las miradas no matan. Al fin y al cabo, Mary no se irá contigo, ¿verdad? Y aunque podrás contratar a media docena de criados para reemplazarla, todos serán completos desconocidos. Igual que tus vecinos. ¿Qué van a pensar de una viuda forastera que se va a vivir a su pueblo sin contar siquiera con una dama de compañía para hacer que su casa sea respetable? No, Cassie, si te vas al campo, yo me voy también. -Por si eso fuera poco, Alice parecía tener un as en la manga para ganar la discusión-: Y no volveré a ver al señor Golding en la vida -añadió para reforzar su postura mientras cortaba la hebra con los dedos.