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– ¿Cómo dice?

Nell puso un pastelillo de limón en la bandeja. Le había prometido tarta de chocolate a Jill pero no había ninguna sobre la mesa del bufé.

– Sí, como monsieur Schwarzenegger en aquella película en que hacía de un espía que era capaz de hacer cualquier cosa, excepto volar.

Nell recordó vagamente aquella película y al enorme Schwarzenegger bailando un tango con una rosa entre los dientes.

– ¿Mentiras arriesgadas?

Elise se encogió de hombros.

– Nunca recuerdo los títulos, pero Schwarzenegger es difícil de olvidar. -Indicó, con un ligero movimiento de ca-beza, a alguien al otro lado del salón-. Se le parece muchísi-mo. ¿Sabes quién es?

Nell miró por encima de su hombro. El hombre que se-ñalaba Elise no tenía ni la estatura ni la corpulencia de Schwarzenegger, pero Nell supo enseguida a qué se refería Elise. Era moreno, de unos treinta y tantos, más atractivo que guapo, y desprendía absoluta seguridad en sí mismo. Nunca se encontraría en una situación que no pudiera con-trolar. Elise no tenía más opción que encontrarlo fascinan-te. Para gente como ella y como Nell, esa seguridad y aplo-mo eran irresistibles, porque resultaban inalcanzables.

– No le he visto en mi vida. Seguramente debe de ser del séquito de Kavinski.

Elise negó con la cabeza…

Tenía razón, pensó Nell. Aquel desconocido no tenía aspecto de estar a la sombra de nadie.

– ¿Tanta hambre tienes? -La mirada de Elise se había fi-jado en la bandeja de Nell.

Sus mejillas se sonrojaron.

– No, he pensado en subirle una selección del bufé a mi hija.

Elise parecía azorada.

– Yo… no quería decir que…

– Lo sé. -Nell hizo una mueca-; no parezco exactamen-te desnutrida.

– Estás muy bien -repuso Elise, amable-. No quería he-rir tus…

– No lo ha hecho. -Sonrió, un tanto triste-. Es mi debi-lidad por el chocolate lo que puede hacerme daño. Es un consuelo tan agradable como el de introducirse en la seguri-dad de la cama.

– ¿Necesitas consuelo, querida?

– ¿No lo necesitamos todos? -Pero, inmediatamente después de esa evasiva, añadió, en tono más firme-: No, por supuesto que no. Tengo todo lo que podría desear. -Y, lue-go dijo-: Si tuviera usted tiempo mañana, me gustaría que conociera a mi hija.

– Me encantaría, de veras.

– ¡Ah! Allí están los pasteles de chocolate. Le entusias-man. -Colocó un buen pedazo en la bandeja antes de vol-verse hacia Elise-. ¿Me disculpa? Me gustaría subirle esto a Jill. Le dije que echara una cabezadita, pero es posible que todavía esté despierta.

– Por supuesto. Te he robado demasiado tiempo. Has sido muy amable.

– No diga eso. Me lo he pasado muy bien. Debería ser yo la que te lo agradeciera. -Era cierto. Una vez vencía su timi-dez, Elise Gueray se revelaba como poseedora de un gran ingenio y sentido del humor. Había conseguido que el tiem-po transcurriera más que agradablemente. Nell cogió la bandeja-. Si no la veo más tarde, la buscaré mañana después del desayuno.

Elise sacudió la cabeza y miró hacia su marido, al otro lado del salón.

– Dudo que estemos aquí cuando vuelvas. Henri querrá irse pronto. Lo único que quería era conocer a Kavinski.

Nell se fue, esquivando la multitud, con el ceño cada vez más fruncido, concentrándose en mantener el equilibrio de la pesada bandeja que transportaba.

El vino.

Se detuvo en seco a la salida del salón de baile.

Bueno, ¿por qué no? Unos sorbitos no le sentarían nada mal; en Europa tienen costumbre de hacerlo. Y ella quería que Jill fuera feliz esa noche. ¿Quién sabía cuántas ocasio-nes más tendrían de estar juntas?

Volvió a entrar en el salón. Champán. Mucho mejor. Mientras cogía una copa de champán de las que llevaba un camarero que pasaba por su lado, la bandeja de Nell se tam-baleó.

Alguien llegó a tiempo de asirla.

– ¿Me permite que la ayude?

Arnold Schwarzenegger. No, de cerca, aquel hombre solo se parecía a él mismo. Impresionante. Tanta seguridad era desconcertante y Nell, instintivamente, quiso huir. Apartó la mirada de él.

– No, gracias.

Intentó recuperar la bandeja, pero él la mantuvo fuera de su alcance.

– Insisto. No es ninguna molestia. -Él salió de la sala en un par de zancadas y ella se vio forzada a apresurarse para seguirlo-. ¿Dónde es la cita?

– ¿La cita?

Él miró el contenido de la bandeja.

– Sea quien sea quien le esté esperando, debe de tener buen apetito.

Ella sintió otra ola de calor en sus mejillas. Veintiocho años y todavía se ruborizaba. Murmuró:

– Es una especie de selección. Para mi hija.

Él sonrió.

– Entonces supongo que la cita es en uno de los dormi-torios, y no creo que consiga usted subir las escaleras con el champán y la bandeja… sólo tiene dos manos. -Cruzó la entrada y empezó a subir-. Me llamo Nicholas Tanek. Y ¿us-ted es…?

– Nell Calder. -De repente, se encontró persiguiéndolo escaleras arriba-. Pero no necesito ayuda. Por favor, me de-vuelve…

– ¿Calder? ¿La esposa de Richard Calder?

Estaba sorprendido. Todo el mundo se sorprendía de que Richard se hubiera casado con ella.

– Sí.

– Bueno, parece que está demasiado ocupado para ayu-darla. Permítame sustituirlo.

Estaba claro que no se le podía disuadir. Tendría que dejarle hacer, simplemente. Sería la manera más rápida de li-brarse de él. Nell siguió, pues, subiendo tras el hombre y, de repente, se descubrió observando las suaves curvas de sus hombros y de sus nalgas. Era un cuerpo musculoso y admi-rablemente moldeado.

– ¿Qué edad tiene su hija?

Levantó la mirada, sintiéndose un tanto culpable. Pero comprobó, con alivio, que él la tenía fija al frente.

– Jill tiene casi cinco años. ¿Tiene usted hijos, señor Ta-nek?

Él negó con la cabeza.

– ¿Hacia dónde vamos ahora?

– A la derecha.

– ¿Está usted también en el banco Continental? -le pre-guntó Tanek.

– No.

– ¿A qué se dedica?

– A nada. Quiero decir que cuido de mi hija. -No hubo comentario a eso, y Nell añadió-: Tengo bastantes obliga-ciones sociales.

– Seguro que debe de estar muy ocupada.

No, no como las mujeres de su mundo. Nell estaba con-vencida de que todas debían ser tan bien parecidas y debían poseer tanto aplomo como él.

– ¿Es usted americana?

Ella asintió.

– Me crié en Raleigh, Carolina del Norte.

– Es una ciudad universitaria, ¿verdad?

– Sí, mis padres impartían clases en la Universidad de Greenbiar, en las afueras de Raleigh. Mi padre era el decano.

– Parece una vida muy… tranquila.

Seguro que quería decir aburrida. Ella se irritó un poco.

– Me gustan las ciudades pequeñas.

Él volvió la cabeza para mirarla.

– Pero, desde luego, no puede compararse con la vida que lleva usted ahora, en París. Tengo entendido que el banco Continental tiene la central europea en la capital francesa.

– Sí, es cierto.

– Y debe de ser agradable poder visitar lugares como éste. El lujo puede ser muy importante.

– ¿Lo es?

– He tenido la ocasión de charlar con su marido esta tar-de. Y me atrevería a asegurar que le encantaría vivir siempre en un palacio.

– Trabaja mucho para que podamos disfrutar de pequeños lujos. -Aquella investigación trivial empezaba a moles-tarla. No podía estar realmente interesado en Richard o en ella. Nell cambió de tema-. ¿Trabaja usted en la banca, se-ñor Tanek?

– No, estoy retirado.

Ella lo miró confusa.

– ¿De veras? Es muy joven.

Él se rió.

– Gané suficiente dinero y decidí no esperar a la fiesta de jubilación y el reloj de oro. Tengo un rancho en Idaho.

De nuevo, la sorprendía. Nunca hubiera dicho que era un tipo que vivía alejado de la vida urbana.