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Ben la miró conmovido. Era sencillamente imposible que le negara a aquella anciana la tranquilidad de espíritu de la que tan necesitada estaba. Su evidente amor por su nieta era lo que iba a sellar aquel acuerdo.

– Me he tomado algunas pequeñas libertades -señaló ella, sonriendo-, bajo la suposición de que iba a aceptar usted el caso…

– ¿De qué libertades se trata, señora… -inquirió Ben, y de inmediato se corrigió-: Emma?

– Grace vive en Murray Hill, en un apartamento de una sola habitación de la Tercera Avenida. Después de una larga conversación con la propietaria, he conseguido reservar para usted el apartamento que está justo enfrente. Al parecer el hermano de la casera vive allí y durante el mes que viene estará fuera en viaje de negocios -su sonrisa se amplió-. Así que su buen amigo Ben Callahan se ha ofrecido, muy amablemente, a trasladarse a su apartamento para cuidárselo durante su ausencia -se inclinó para recoger de la mesa un juego de llaves, que hizo tintinear delante de sus ojos.

– Muy ingenioso -comentó Ben-. Pero supongo que se habrá dado cuenta de que ya tengo una casa donde vivir, Emma.

– Por supuesto -la anciana esbozó una mueca, como si fuera tardo en comprender. Luego, sin previo aviso, le tomó una mano mirándolo con una tácita plegaria en los ojos que lo conmovió todavía más-. Necesito saber que Grace está a salvo, satisfecha y realizada, antes de que me muera. Y usted sólo puede averiguarlo si se acerca lo suficiente a ella y lo comprueba por sí mismo. Tengo entendido que es usted el mejor, Ben.

Sabía que lo estaba manipulando descaradamente, pero aun sí no podía negarse. Además, sus motivos le parecían tan sinceros y tan puros que tenía por fuerza que aceptar. ¿Qué daño podía suponer para nadie que llegara a intimar con aquella joven lo suficiente como para asegurarle a su abuela que todo estaba en orden? Podría darle a aquella anciana la tranquilidad de espíritu que necesitaba, y conseguir al mismo tiempo el dinero para la atención requerida por su madre.

– ¿Y bien? -inquirió Emma.

Ben miró la fotografía una vez más. Diablos, si se había dejado impresionar por una simple foto… ¡sólo el cielo sabía cómo reaccionaría cuando la viera en carne y hueso! Emma le dio una cariñosa palmadita en la rodilla.

– Tranquilo. Todos los hombres reaccionan así cada vez que la ven.

Ben se preguntó si supuestamente le habría dicho aquello para que se sintiera mejor.

– Intuyo que podrá darse cuenta ahora de por qué Grace necesita que alguien vele por ella, sobre todo desde que vive sola y es más vulnerable que antes.

Ben dudaba que Grace fuera tan ingenua como la había pintado Emma. De todas formas, comprendía muy bien la preocupación de la anciana; más de lo que debería haber hecho con cualquier otro cliente y lo suficiente para empujarlo a apartarse del caso. Miró fijamente aquellos persuasivos ojos castaños, consciente de que no podía negarse. El amor de Emma por Grace era una razón, a la que había que añadir la de sus propias necesidades económicas. Pero había otra más, un motivo mucho más elemental. Si se negaba, Emma contrataría a otro investigador privado para que se acercara a su nieta.

Ben sabía que, respecto a Grace, no iba a poder confiar en sí mismo. Pero también sabía que por nada del mundo consentiría que otro investigador se hiciera cargo del caso.

En aquel instante Grace sentía correr la adrenalina por sus venas, una reacción natural después de haber pasado toda la tarde haciendo unas fotos que verdaderamente le habían llenado el alma. Al contrario de lo que le ocurría con su trabajo temporal en un estudio fotográfico especializado en retratos, disfrutaba plenamente del tiempo que pasaba en el parque. Incluso una parada de rutina en la esquina de la tienda de alimentación no había conseguido privarla de la excitación que sentía haciendo lo que más amaba. Y, si no se equivocaba en sus intuiciones, había hecho exactamente las fotos adecuadas. Perfectas.

Sujetó como pudo las bolsas de comida mientras sacaba las llaves del apartamento de un bolsillo de su poncho; tuvo algún problema para hacerlo, dada la cantidad de pliegues que tenía. Regalo de su querida abuela, aquel poncho le había permitido antaño ocultar su cámara al resto de su familia, que no había comprendido sus inclinaciones artísticas más de lo que la habían comprendido a ella. Había tenido que huir a una enorme ciudad como era Nueva York para poder estar sola, adquirir experiencia de la vida y descubrir a la verdadera Grace Montgomery. Sus gustos, sus metas, su futuro. Pero, irónicamente, esa decisión de irse a vivir sola no la había ayudado a cumplir sus objetivos. Había terminado viviendo de la cuenta personal que le habían abierto desde que era niña, sin dejar de esforzarse por emular a su familia porque, inconscientemente, había buscado una aprobación que jamás recibiría. Sólo cuando su hermano Logan se casó, recientemente, con la mujer más pragmática y realista que había conocido en toda su vida, tomó conciencia Grace de que lo que ella realmente quería era lo mismo que su hermano: una vida de su propia elección.

Una vez más la ironía entraba en escena. Aunque Grace se había separado del selecto club al que siempre había pertenecido, había seguido manteniendo el contacto con sus amigos más cercanos. Como por ejemplo Cara Hill, una mujer a la que Grace quería tanto como respetaba por su incansable trabajo en CHANCES, organización solidaria que trabajaba con niños en situaciones desfavorecidas. Actualmente estaba elaborando un folleto explicativo, y había conseguido suscitar el interés de una revista de gran tirada para sensibilizar a la gente sobre la problemática social de los niños que atendía su organización. Conseguir respaldo financiero era su objetivo principal, y Cara había confiado en una fotógrafa desconocida, que no era otra que su amiga Grace, para que capturara en sus instantáneas la triste realidad en la que se movían esos niños. Grace, por supuesto, había aceptado encantada la propuesta.

Logró encontrar la llave en el preciso momento en que una de las bolsas se le cayó de las manos para estrellarse en el suelo.

– Han debido de ser los huevos -gruñó entre dientes.

– ¿Otra fiesta echada a perder? -pronunció una voz masculina a su espalda.

El instinto le dijo a Grace que aquella voz tan sexy pertenecía a su nuevo vecino. Cerró los ojos, presa de una sensación que ya había experimentado con anterioridad cuando lo vio por primera vez desde la ventana de su apartamento, mientras descargaba sus cosas del maletero de su Mustang negro. Su vecino, Paul Biggs, agente de inversiones, se había marchado de viaje de negocios después de advertirle que, durante su ausencia, un nuevo inquilino ocuparía su apartamento del otro lado del pasillo. Y su nuevo vecino había resultado ser un hombre terriblemente sexy, con sus vaqueros ajustados y su camiseta desteñida que dejaba traslucir un torso maravillosamente esculpido.

Armándose de valor para enfrentar aquel primer encuentro, Grace dejó el resto de sus bolsas en el suelo y se volvió. Y aunque ya lo había atisbado una vez por la ventana, de lejos, e incluso le había sacado un par de fotos, descubrió que aquello no tenía nada que ver con la experiencia de verlo de cerca. Estaba apoyado en la pared, cuyo color gris contrastaba con su cabello negro y brillante, que parecía suplicar a gritos que lo acariciaran…

Grace tragó saliva. ¿De dónde había sacado una ocurrencia semejante? Nunca antes se había sentido tentada a acariciar el cabello de un hombre, pero aquel hombre era completamente distinto de cualquier otro que hubiera conocido. Emanaba una cruda sexualidad que parecía despertar algo primario y elemental en su interior. Algo que jamás había sabido que existía… hasta ahora. Era pura testosterona envuelta en un paquete que decía «no te enredes conmigo». Con lo cual resultaba todavía más tentador…