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No es que aquel tiempo la inquietara. Había hecho tantas veces aquel difícil recorrido, entre campos, por una carretera estrecha, que a menudo pensaba que el minibús podría ir y volver de Corriehill solo, sin ayuda humana, como un buen caballo. Ya faltaba poco, estaba llegando al desvío. Redujo la marcha y metió el minibús por un camino de un solo sentido, bordeado de espino blanco. El camino ascendía por la ladera y, cuanto más arriba, más espesa era la niebla; prudentemente, Isobel encendió los faros. A su derecha apareció la alta pared de piedra que marcaba el termino de la hacienda de Corriehill. Doscientos metros más allá, llegaba a la gran verja de entrada, con sus dos garitas. El minibús avanzó entre ellas bamboleándose por la desigual avenida bordeada de históricas hayas y de anchos márgenes de hierba que los narcisos doraban en primavera. Los narcisos se habían secado y sólo unas hojas resecas quedaban de su antiguo esplendor. Cualquier día, el jardinero de Verena pasaría por allí con su tractor y adiós narcisos. Hasta la primavera próxima.

Isobel se dijo tristemente, y no por primera vez, que cuanto más viejo te haces más trabajo tienes y más aprisa pasa el tiempo. Es como si los meses se empujaran unos a los otros con malos modales, y los años caen del calendario y vuelan hacia el pasado. Antes sí que había tiempo. Tiempo para pasear o para sentarse a mirar los narcisos. O para dejar el trabajo de la casa sin más, salir por la puerta de atrás y subir la montaña a disfrutar de la placidez de una mañana de primavera y a escuchar el canto de la alondra. O marcharse a Relkirk a comprar cosas absolutamente innecesarias, quedar con una amiga para almorzar en un sitio animado, con olor a café y a platos que una nunca cocina para sí.

Placeres que, por una serie de causas, se habían hecho insólitos.

El camino se niveló y bajo las ruedas del minibús crujió la grava. Isobel vio ante sí la casa, envuelta en la niebla. No había más coche que el suyo, lo cual significaba que las otras anfitrionas se habían marchado ya llevándose a sus invitados. Verena estaría esperándola. Isobel deseó que no estuviera impaciente. Paró el minibús, quitó el contacto y salió al aire tibio y húmedo. La puerta principal estaba abierta. Daba acceso a un gran porche cubierto, con una vidriera al fondo. En el porche se veía un equipaje abundante y caro. Isobel se desanimó porque parecía más lujoso que de costumbre. Enormes maletas, bolsas de trajes, bolsos de mano, bolsas de golf, cajas y paquetes con el nombre familiar de grandes almacenes. Habían ido de compras, desde luego. Cada bulto llevaba la etiqueta amarilla que distinguía las “GIRAS POR TIERRAS DE ESCOCIA”.

Isobel se detuvo a leer los nombres de las etiquetas. Mr. Joe Hardwicke. Mr. Arnold Franco. Mrs. Myra Hardwicke. Mrs. Susan Franco. Las maletas estaban marcadas con iniciales y de las asas de las bolsas de golf colgaban algunas etiquetas de prestigiosos clubes.

Isobel suspiró. Vuelta a empezar. Abrió la puerta interior.

– ¡Verena!

El vestíbulo de Corriehill era inmenso, y en él había una escalera de roble tallado y mucha madera. Varías alfombras se extendían por el suelo algunas, muy corrientes, y otras, probablemente, de valor incalculable y en el centro, se alzaba una mesa con diversos objetos: un tiesto de geranios, una correa de perro, una bandeja de cobre para la correspondencia y un macizo libro de visitas encuadernado en piel.

– ¿Verena?

Una puerta se cerró a lo lejos. Por el pasillo que venía de la cocina se acercaron unos pasos. Apareció Verena, alta, delgada, tan serena como siempre y perfectamente vestida. Era una de esas mujeres que llegan a hacerse insoportables porque nunca les falta un detalle, como si todos los días pasaran mucho tiempo eligiendo su atuendo. Esta falda, esta blusa, este jersey de cachemir, estos zapatos. Ni la humedad ni la lluvia que arruinan el peinado de la mayoría de las mujeres de la región alteraban el pelo de Verena, que siempre permanecía tan impecable como si acabara de salir de la peluquería. Isobel no se hacía ilusiones sobre su aspecto. Era más bien robusta y achaparrada, como un pony de las Highlands, y tenía las mejillas redondas y sonrosadas y las manos curtidas por el trabajo. Hacía tiempo que había dejado de preocuparse por su apariencia. Pero cuando vio a Verena deseó haberse cambiado aquel pantalón de pana y el acolchado chaleco verde musgo que era su más viejo amigo.

– Isobel.

– Espero no llegar tarde.

– No. Eres la última, pero no llegas tarde. Tus invitados te esperan en el salón. Mr. y Mrs. Hardwicke y Mr. y Mrs. Franco. Parecen un poco más vigorosos que nuestros clientes habituales. -Isobel sintió cierto alivio. Quizá los hombres pudieran acarrear sus bolsas de golf-. ¿Y Archie? ¿Has venido sola?

– Ha tenido que ir a Balnaid a una reunión de la iglesia.

– ¿Podrás con todo?

– Desde luego.

– Bien. Antes de que te los lleves, debes saber que ha habido un pequeño cambio de planes. Te lo explicaré. Vamos a la biblioteca.

Isobel la siguió obedientemente, dispuesta a recibir órdenes. La biblioteca de Corriehill era una habitación alegre, más pequeña que la mayoría de las otras piezas, y desprendía un aroma grato y masculino, a tabaco de pipa y a humo de madera vieja, a libros viejos y a perros viejos. El olor a perro viejo procedía de un viejo labrador que dormitaba en su almohadón junto a las cenizas del hogar. Levantó la cabeza, miró a las dos mujeres, parpadeó con aire de superioridad y volvió a adormecerse.

– El caso es… -empezó Verena, cuando sonó el teléfono de encima de la mesa-. ¡Maldita sea! -exclamó-. Perdona, es un minuto -y descolgó el aparato-. Diga, Verena Steynton… Sí. -Cambió de tono-. ¡Ah! Mr. Abberley. Le han dado el recado, gracias por llamar.

Apartó la silla y se sentó, acercándose un bolígrafo y un bloc. Parecía dispuesta a mantener una larga conversación. Isobel se impacientó. Estaba deseando llegar a casa.

– Sí. ¡Oh! Espléndido. Pues necesitaremos la carpa más grande que tengan, con forro amarillo pálido y blanco. Y también una pista de baile. -Isobel aguzó el oído y se puso a escuchar descaradamente-. ¿La fecha? Pues en principio el dieciséis de septiembre. Viernes. Sí, creo que lo mejor será que venga a verme para discutirlo. La semana que viene, sí. El miércoles por la mañana. Conforme. Hasta el miércoles, Mr. Abberley. -Colgó y se recostó en el respaldo, con la expresión del que esta satisfecho de su trabajo-. Bien, una cosa arreglada.

– ¿Se puede saber que es lo que preparas ahora?

– Verás, Angus y yo llevamos un siglo discutiéndolo y finalmente nos hemos decidido a lanzarnos. Este año Katy cumple veintiún años y pensamos dar un baile para celebrarlo.

– ¡Cielos, sí que os sentís ricos!

– Pues no mucho, la verdad, pero el motivo es importante y además debemos invitaciones a un millón de personas, por lo que así quedaremos en paz con todos a la vez.

– Pero aun falta muchísimo para septiembre. Estamos a primeros de junio.

– Lo sé, pero nunca es pronto para empezar. Ya sabes lo que es esto en septiembre.

Isobel lo sabía. Temporada alta en Escocia, un éxodo masivo del Sur al Norte para la caza del urogallo. Todas las casas se llenaban de invitados, había bailes, partidos de cricket, festivales folclóricos y todo tipo de actividades sociales que culminaban con la agotadora semana de los bailes de cacería.

– Habrá que instalar una carpa porque, en realidad, dentro de casa no hay sitio para bailar, aunque Katy se ha empeñado en poner una discoteca en algún sitio para que sus amigos yuppies de Londres se arrullen. Luego tendré que buscar una buena banda típica y un proveedor competente. Por lo menos, ya tengo la carpa. Todos vosotros recibiréis invitaciones, desde luego. -Miró severamente a Isobel-. Espero que Lucilla asista.