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– ¿Idea de él o tuya?

– ¿Importa eso?

– No. No creo que importe. ¿Cuándo piensas regresar?

– No lo sé. Tengo billete abierto.

– Me parece que no deberías marcharte.

– Eso tiene un acento muy feo, Edmund. ¿No será una advertencia?

– Quieres escapar.

– No. Sencillamente, aprovecho una libertad que me ha sido impuesta. Sin Henry estoy en una especie de limbo y tengo que hacerme a la idea de que voy a seguir sin él, y aquí me sería imposible. Necesito tiempo para entenderme a mí misma, para poner en orden mis ideas, para estar sola. Para ser yo misma. Por una vez en tu vida, intenta ver una situación desde el punto de vista de otra persona. En este caso, el mío. Y quizá también podrías tratar de valorar que sea honrada contigo.

– Me sorprendería mucho que no lo fueras.

Después de esto, no parecía quedar más que decir. Tras las ventanas abiertas, la brumosa tarde de otoño se sumía en un crepúsculo prematuro. Virginia encendió las luces del tocador, se levantó y se acercó a las ventanas para correr las pesadas cortinas. Desde el piso de abajo llegaron unos sonidos. Una puerta que se abría y cerraba, ladridos, voces.

– Noel y Alexa vuelven de su paseo -dijo ella.

– Bajaré. -Se puso en pie, estiró los brazos y ahogó un bostezo-. Necesito un trago. ¿Quieres?

– Después.

Él fue hacia la puerta.

– ¿A qué hora nos esperan en Croy?

– A las ocho y media.

– Puedes tomarte el trago en la biblioteca antes de irnos.

– No hay fuego.

– Lo he encendido yo.

Salió de la habitación. Virginia le oyó cruzar el rellano y empezar a bajar la escalera. Y, entonces, la voz de Alexa.

– ¡Papá!

– Hola, mi vida.

Había dejado la puerta abierta. Virginia la cerró y volvió al tocador con intención de empezar a arreglarse la cara. Pero las lágrimas que había estado reteniendo le inundaron los ojos y saltaron a sus mejillas.

Se sentó y contempló su imagen llorosa.

El autobús avanzaba por el campo a la luz del crepúsculo, parando y arrancando, sin prisa. Salió de Relkirk lleno, con todos los asientos ocupados y uno o dos pasajeros de pie. Unos volvían del trabajo, otros de comprar. Muchos parecían conocerse, se sonreían y charlaban. Probablemente, hacían juntos el mismo recorrido todos los días. Había un hombre con un perro pastor. El perro viajaba sentado entre las rodillas de su amo, mirándole fijamente a los ojos. El hombre no tuvo que sacar billete para el perro.

Henry iba en el primer asiento, detrás del conductor. Se apretaba contra el cristal de la ventana porque a su lado se había sentado una señora enormemente gorda.

– Hola, guapo -le dijo al sentarse, y sus grandes posaderas desplazaron a Henry hacia un lado. Sus muslos ocupaban casi todo el asiento. Llevaba dos bolsas, una que dejó en el suelo y otra que sostenía en el regazo. De esta última asomaba un apio y un molino de viento de celuloide de color rosa. Henry se dijo que debía de ser un regalo para su nieto.

La mujer tenía una cara redonda y afable, parecida a la de Edie, y sus ojos se entornaron en un guiño amistoso bajo el sobrio sombrero. Pero Henry no contestó al saludo de la mujer, sino que se volvió a mirar por la ventana a pesar de que no había nada que ver, salvo lluvia.

Llevaba sus calcetines y zapatos del colegio, el abrigo nuevo de tweed, que le estaba grande, y el pasamontañas. Lo del pasamontañas había sido una buena idea y se sentía muy satisfecho de sí mismo por haber pensado en él. Era azul marino y muy grueso, y lo llevaba calado como un terrorista, de modo que sólo se le veían los ojos. Era su disfraz, porque no quería ser reconocido.

El autobús avanzaba lentamente. Hacía casi una hora que habían salido. A cada milla, paraba en algún cruce o frente a alguna casita solitaria para que se apeara alguien. Henry observaba como se vaciaban los asientos; uno a uno, los pasajeros cogían sus paquetes, iban bajando y empezaban a recorrer a pie la última parte del camino. La señora obesa se bajó en Kirkthornton, pero no tendría que caminar porque su marido la esperaba con un pequeño tractor. Cuando se levantó pesadamente, le dijo:

– Adiós, guapo. -A él le pareció un buen detalle pero no contestó. No era fácil hablar desde dentro del pasamontañas.

Nuevamente, el autobús arrancó. Ahora sólo quedaban a bordo media docena de personas. El motor hacía un ruido agudo mientras subían la rampa que había a la salida del pequeño pueblo. En lo alto de la montaña, había mucha niebla. El conductor encendió los faros y los setos de espino y los álamos doblados por el viento venían hacia ellos saliendo de la oscuridad y envueltos en la bruma, con aspecto fantasmagórico. Henry pensó en las cinco millas que había entre Caple Bridge y Strathcroy y que debería recorrer a pie, porque tenía que apearse en Caple Bridge. La idea le asustaba, aunque no demasiado, porque conocía el camino y lo más difícil ya estaba hecho, porque ya llegaba.

En Pennyburn, Violet se preparaba para los rigores de la velada que la esperaba.

No recordaba cuando había sido la última vez que había asistido a un baile de gala y, con setenta y ocho años, era poco probable que volvieran a invitarla. Por esta razón, había decidido dar una especial solemnidad a la ocasión. Aquella tarde fue a Relkirk a lavarse y marcarse el pelo por manos profesionales. También le hicieron la manicura; por cierto, la simpática muchachita del almohadón había pasado mucho tiempo sacando tierra de las uñas y bajando la descuidada cutícula de Violet.

Tras la pequeña sesión de embellecimiento, pasó por el Banco, de cuyos sótanos sacó el gastado estuche de piel que contenía la tiara de brillantes de Lady Primrose. No era muy grande y por detrás tenía una cinta elástica. La llevó a casa y la limpió con un viejo cepillo de dientes mojado en ginebra. Era un truco aprendido hacía mucho tiempo de Mrs. Harris, la que había sido cocinera de Croy. Daba buen resultado, pero a Violet le parecía desperdiciar la ginebra.

Después sacó del armario su traje de noche de terciopelo negro, que tenía, por lo menos, quince años. El cuello de encaje estaba descosido y tuvo que repasarlo y los zapatos, de raso negro con hebillas de diamantes, tenían “barbas” en la puntera, por lo que les dio un repaso con las tijeras de las uñas.

Cuando todo estuvo preparado, Violet se dio un pequeño descanso. En Croy no la esperaban hasta las ocho y media. De modo que tenía tiempo de servirse un whisky con soda y sentarse junto al fuego a ver el telediario y “Wogan”. Le gustaba Wogan. Le gustaba su desenfado irlandés y su forma de dar coba. Aquella noche entrevistaba a un joven cantante pop que, por alguna razón, estaba muy interesado en la conservación de los setos vivos. Violet, mientras miraba al muchacho, peinado a lo punk y con pendientes, y escuchaba sus explicaciones sobre los nidos del cerillo, se dijo que las personas daban cada sorpresa… después de Wogan había un concurso. Cuatro personas tenían que adivinar el precio de varios objetos antiguos que se les mostraban. Violet se sumó al juego y descubrió que sus cálculos eran mucho más acertados que los de los concursantes. Estaba empezando a divertirse cuando sonó el teléfono.

¡Qué lata! ¿Por qué el maldito chisme sonaba siempre en el momento más inoportuno? Dejó el vaso, se levantó de su cómoda butaca, bajó el volumen del televisor y contestó.

– ¿Diga?

– ¿Mrs. Aird?

– Sí.

– Aquí el doctor Martin, del “Relkird Royal”.

– ¡Oh, sí! Diga.

– Mrs. Aird, lo siento pero parece que tenemos un pequeño problema. Miss Carstairs ha desaparecido.

– ¿Qué ha desaparecido? -A Violet se le representó un siniestro número de ilusionismo: una explosión, una humareda y Lottie, que se disolvía en la nada-. ¿Cómo ha podido desaparecer?