Lottie se había escapado. ¿Qué ocurriría ahora? Era terrible pensar en Lottie deambulando por ahí sola, tal vez asustada, perdida.
¿Qué tenía en la cabeza aquella estúpida criatura? ¿Por qué no podía quedarse donde estaba, bien atendida por personas amables? ¿Qué disparatada idea se le había ocurrido esta vez?
Iba a ir a Balnaid, pero no inmediatamente. Le esperaba la bandeja con el resto de la cena, que se había enfriado. Acabaría de cenar, fregaría los cacharros, recogería la cocina y cargaría el fogón de carbón. Después, metería un camisón en su bolso de semipiel y se pondría en camino.
Suspiró con impaciencia. Aquella Lottie era una verdadera cruz y, desde luego, estaba trastornando la vida de todo el mundo. Se sentó de nuevo con la bandeja en el regazo, pero el pollo se había enfriado y perdido sabor y el programa escocés había dejado de interesarla.
Volvió a sonar el teléfono. Nuevamente dejó la bandeja y se levantó para contestar. El hombre de Averías le informó de que el número de Balnaid no daba señal y de que al día siguiente mandaría un operario.
Edie le dio las gracias. No podía hacerse nada más. Cogió la bandeja y la llevó a la cocina. Tiró los restos a la basura, fregó los cacharros y los dejó en el escurridor mientras hacía cábalas sobre dónde se habría metido la desventurada y chiflada de su prima.
Archie Balmerino, bañado, afeitado, peinado y vestido con su traje de gala, recibió de Isobel un beso de aprobación y salió al pasillo dejando a su mujer sentada frente al tocador, haciéndose una complicada operación en las pestañas.
Se detuvo un momento y aguzó el oído para detectar otras señales de actividad. Pero parecía que nadie andaba por la casa, de modo que empezó a bajar las escaleras, despacio, una a una, apoyándose en la barandilla.
Durante todo el día, los habitantes de Croy habían trabajado de firme, ya que cada uno tenía asignadas unas tareas especificas. Y así debía ser porque había muchas cosas que hacer. Ahora la casa estaba preparada y engalanada para la fiesta: el escenario, listo para la acción esperando que se alzara el telón y entraran los actores.
Era el primero. En el recodo de la escalera, se detuvo a admirar, muy satisfecho, el aspecto a la par suntuoso y acogedor que ofrecía el gran vestíbulo, bien arreglado y libre de todos los trastos de la vida cotidiana. En la enorme chimenea de mármol esculpido ardían los leños y la mesa situada en el centro de la gastada alfombra turca reflejaba en su pulimentada superficie un gran ramo de crisantemos blancos y ramas de escaramujo con bolitas rojas, que Isobel había conseguido arreglar durante la tarde.
Croy, engalanado para recibir invitados. Había tensión en el aire, la promesa de amenidades inminentes. Por una vez, se habían descartado la austeridad y la necesaria economía y la vieja casa se permitía, complacida, un insólito derroche.
Recordó otras fiestas. Sus veintiún años y la noche en que él e Isobel celebraron su compromiso. Cumpleaños, Navidades, bailes de cacería, las bodas de plata de sus padres…
Y, entonces, frunciendo las cejas, desechó los recuerdos. La nostalgia era su mayor debilidad. Uno podía pasarse la vida mirando atrás. Pero mirar atrás era cosa de viejos y él no lo era. Todavía no había cumplido los cincuenta. Croy era suyo y no lo era. Lo había recibido de su padre y de su abuelo para que lo conservara para Hamish. Y una cadena era tan fuerte como el más débil de sus eslabones.
Él mismo.
Los horrores de Irlanda del Norte seguirían acampándolo hasta el día de su muerte, pero los fantasmas y las pesadillas habían sido enterrados y ahora sabía que ya no tenía excusa. Había llegado el momento de dejar las vacilaciones y empezar a hacer planes para su patrimonio, su familia y su futuro. Bastantes años había perdido ya en aquel compás de espera. Ya no podía desperdiciar más años. No estaba muy seguro de lo que iba a hacer, pero algo haría. Pediría un préstamo y montaría el taller que tan brillante idea le parecía a Pandora. O cultivaría fresas y frambuesas a escala comercial. O pondría una piscifactoría. Había muchas oportunidades y posibilidades. Lo único que tenía que hacer era decidirse y lanzarse.
Lanzarse. La palabra poseía un sonido alentador. Volvía a sentir la antigua confianza de su juventud. Sabía que lo peor había pasado y que nada podría volver a ser tan malo.
Siguió bajando la escalera y entró en el comedor. Él y Pandora habían puesto la mesa juntos, tal como Harris la ponía en las grandes solemnidades, en las que gustaba de instruir a los jóvenes Blair en las normas correctas y tradicionales. Les había llevado casi toda la tarde. Archie sacó brillo a las copas de cristal fino como pompas de jabón y Pandora dobló las almidonadas servilletas blancas en forma de mitra, cada una de ellas con la corona bordada y la letra “C”.
Ahora, Archie observó su trabajo con mirada crítica. El efecto era magnífico. En el centro de la mesa se alineaban los cuatro pesados candelabros de plata y el fuego centelleaba en la plata y la cristalería porque también aquí ardían unos leños. Jeff Howland había sido encargado de llenar de troncos los cestos. El pino seco chisporroteaba exhalando un aroma picante. Archie recorrió todo el comedor comprobando los sitios, aquí enderezando un tenedor, allí ligeramente la posición de un salero. Satisfecho, se dirigió a la cocina. Encontró a Agnes Cooper, que había subido del pueblo para ayudar.
Normalmente, Agnes acudía a trabajar con chándal y zapatillas, pero esta noche, debajo del delantal, llevaba su mejor vestido de punto acrílico de color turquesa y había estado en la peluquería. Limpiaba unas sartenes en el fregadero, pero se volvió al oírle.
– Agnes, ¿todo en orden?
– Todo en orden. Sólo tengo que vigilar la cacerola y servir la trucha ahumada en los platos cuando Lady Balmerino me lo diga.
– Es usted muy amable al venir a ayudarnos.
– Para eso estoy. -Lo contempló con admiración-. Espero que no se moleste si le digo que está usted fantástico.
– Muchas gracias, Agnes. -Se sintió un poco violento y para disimular le ofreció una copa-. ¿Qué le parecería una copita de jerez?
También Agnes se quedó un poco sorprendida.
– ¡Oh! Bueno. Estaría muy bien.
Cogió un paño y se secó las manos. Archie sacó una copa y la botella de “Harvey’s Bristol Cream”. Le sirvió una buena dosis.
– Muchas gracias, Lord Balmerino… -La mujer levantó la copa con aire festivo diciendo-: Salud y alegría -y tomó un sorbo muy pequeño, frunciendo los labios con gesto de apreciar el buen sabor-. El jerez es magnifico -comentó-. Es lo que yo digo, siempre da un buen calorcillo.
Archie la dejó y pasó al salón cruzando el comedor. Otro fuego, más flores, luces tenues, pero ni un alma. Al parecer, los de la casa se tomaban las cosas con calma. La bandeja de las bebidas estaba preparada encima del piano. Archie consideró la situación. Iban beber champaña toda la noche, pero él necesitaba un escocés. Sirvió una copa, luego otra y, transportando los dos vasos con precaución, trabajosamente, volvió a subir las escaleras.
En el rellano encontró a su hija que, por algún motivo, andaba por la casa en ropa interior.
– Lucilla -reprochó.
Pero ella estaba más atenta al aspecto de su padre que al suyo
– ¡Rayos, padre! Estás arrebatador. Qué romántico y qué distinguido. Lord Balmerino en todo su esplendor. ¿Son nuevos esos pantalones? Son un cielo. No me importaría tener un par igual. Y la chaqueta del abuelo… ¡Perfecto! -Le rodeó el cuello con los brazos y le plantó un beso en la mejilla recién afeitada-. Y hueles a gloria. También afeitado, perfumado y sabroso, ¿para quien son los tragos?
– Voy a entrar a ver si Pandora está despierta. ¿Y tú por qué no vas vestida?