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– Iba a pedir una combinación a mamá. El vestido nuevo se transparenta.

– Será mejor que te des prisa. Son las ocho y veinticinco.

– Ya estoy lista. -Abrió la puerta del dormitorio de sus padres-. Mamá, no voy a tener más remedio que llevar combinación…

Archie cruzó el rellano en dirección a la puerta del cuarto de invitados. Del interior procedía una música suave, lo cual indicaba que Pandora había puesto la radio pero no necesariamente que estuviera despierta. Archie sujetó los dos vasos con una mano, golpeó la puerta y la abrió.

– Pandora…

Estaba tumbada encima de la cama, envuelta en una bata de seda y encaje. Había ropa esparcida por toda la habitación, que olía a aquel extraño perfume que acompañaba siempre la presencia de Pandora.

– Pandora.

Abrió sus hermosos ojos grises. Se había maquillado y sus espesas pestañas tenían una capa de máscara. Al verle, sonrió.

– No dormía -dijo.

– Te traigo una bebida.

Él se sentó en el borde de la cama y dejó el vaso encima de la mesa, junto a la lamparilla. La radio tocaba suavemente, como para sí. Era música de baile y parecía llegar desde muy lejos.

– Eres muy amable -dijo ella.

– Es casi hora de bajar. -Su reluciente pelo, extendido sobre la almohada, parecía tener vida propia. Echada en la cama, se la veía tan delgada, tan etérea, tan ingrávida que él de pronto sintió inquietud.

– Estás cansada.

– No; sólo es pereza. ¿Y los demás?

– Isobel está arreglándose la cara y Lucilla anda por la casa en bragas, buscando una combinación de su madre. Hasta el momento, ninguno de los hombres ha dado señales de vida.

– Este siempre es un buen momento, ¿verdad?, antes de la fiesta. El momento de echarte en la cama a escuchar música nostálgica. ¿Te acuerdas de esta? Es muy bonita. Un poco triste. No recuerdo la letra.

Escucharon. El saxo tenor marcaba la melodía. Archie frunció el ceño intentando recordar la letra. La música lo arrastró veinte años atrás, a Berlín, a un baile del regimiento. Berlín fue la clave.

– Es algo acerca del mucho tiempo que va de mayo a diciembre.

– Sí, claro. Kurt Weill. “Pero el día se acorta cuando llega septiembre.” Y luego habla de las hojas del otoño, los días que se van y de que no queda tiempo para la espera. Es terriblemente melancólica.

Se incorporó en la cama y ahuecó las almohadas a su espalda. Tendió la mano hacia el vaso y él observó su muñeca fina y las venas que se transparentaban en su mano delgada.

– ¿Te falta mucho?

– Casi nada. Sólo ponerme el vestido y subir la cremallera. -Tomó un sorbo de whisky-. Es delicioso. Esto me entonará. -Sus ojos parecían enormes por encima del borde del vaso-. Estás fabuloso, Archie, tan guapo como siempre.

– Agnes Cooper dice que estoy fantástico.

– Vaya piropo. No dormía, ¿sabes?, sólo estaba pensando tranquilamente en ayer. Fue perfecto. Como antes. Tú y yo, sentados en el puesto de caza y con tiempo para charlar. O para callar, según. Quizá yo hablé demasiado, pero veinte años son mucho tiempo. ¿Fue muy aburrido?

– No; me hiciste reír. Tú siempre me has hecho reír.

– Y el sol, y el cielo azul, y la hilaza que se desprende del brezo, y los disparos, y los pobres pájaros que caían del cielo. Y esos perros tan estupendos. ¡Qué suerte tuvimos con el día! Fue como recibir un espléndido regalo.

– Lo sé -dijo él.

– Es hermoso pensar que esos días todavía pueden volver. Que no se han ido para siempre.

– Tenemos que corregirnos, desprendernos de esa nefasta manía de vivir en el pasado.

– Fue un pasado tan bonito… Es difícil no rememorarlo. Además, ¿en qué otra cosa podemos pensar?

– En el presente. El ayer está muerto y el mañana aún no ha nacido. Sólo tenemos hoy.

– Sí.

Ella tomó otro sorbo. Quedaron en silencio. En el corredor se escuchaba actividad. Se abrió y cerró una puerta. La voz de Lucilla:

– Conrad, ¡qué elegancia! No sé dónde se ha metido mi padre, pero baja y enseguida estamos contigo…

– Espero que ya lleve puesta la combinación de Isobel -dijo Archie.

– Conrad es tan caballeroso que, aunque Lucilla estuviera en cueros, no se fijaría. Es muy simpático. Hubiera sido terrible para todos que hubiera resultado un plomo.

– Te agradecería que bailaras con él.

– Le haré bailar la danza del Sargento Conquistador y lo presentaré a todas las personalidades mientras damos la vuelta al salón. Lo único que me entristece de esta noche es que tú no puedes bailar.

– No te preocupes por eso. Con los años, he perfeccionado el arte de la conversación chispeante… -Finalmente, Lucilla los interrumpió abriendo la puerta y asomando la cabeza.

– Siento interrumpir, pero se trata de una emergencia. Papá, Jeff no sabe hacerse el lazo de la corbata. Sólo ha llevado corbata de lazo una vez en su vida y era un lazo con goma. Yo he probado, pero no me sale. ¿Podrías venir?

– Desde luego. El deber me llama. -Lo necesitaban. Los momentos de paz habían terminado. Dio un beso a Pandora-. Hasta luego. -Se levanto y siguió a Lucilla. Pandora, sola, apuró su bebida lentamente.

«Dos días preciosos, que pasaré contigo…»

La canción terminó.

Violet, con sangre escocesa en las venas, siempre afirmaba rotundamente que no era supersticiosa. Pasaba por debajo de las escaleras, hacía caso omiso del viernes trece y nunca tocaba madera. Si observaba alguna señal, solía decir que era buena y esperaba buenas noticias. Estaba contenta de no haber sido agraciada -o ¿castigada?- con el don de la clarividencia. Era preferible no saber lo que reservaba el futuro.

Después de hablar con Edie y arrancarle su promesa, esperaba que sus angustias cesaran y su animo se apaciguara. Pero no fue así y volvió a su butaca presa de viva inquietud. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué de pronto se sentía acosada por temores sin nombre? Estaba sentada con el cuerpo inclinado hacia delante mirando las llamas, envuelta en su vieja bata, buscando la causa del frío que la había acometido de pronto, del peso que sentía en lo más hondo de su ser.

Pensar que Lottie andaba por allí fuera sabe Dios con qué intenciones era bastante malo; pero, por ridículo que pudiera parecer, no poder llamar a Balnaid y hablar con Edmund la trastornaba mucho más. No era sólo la frustración por la incomunicación. Con frecuencia, Violet quedaba aislada en Pennyburn en las ventiscas del invierno durante un día o más y el aislamiento no la preocupaba lo más mínimo. Era que, además la avería se había producido en un momento tan inoportuno. Como si una fuerza incontrolable y malévola estuviera actuando.

Ella no era supersticiosa. Pero las desgracias se presentaban invariablemente de tres en tres. Primero, Lottie, después, la avería telefónica. ¿Y ahora, qué?

Dio rienda suelta a su imaginación y pensó en aquella velada. Sabía que allí había un campo minado de posibles desastres. Todos los personajes del drama que se había fraguado durante la semana iban a reunirse por primera vez alrededor de la mesa de Croy. Edmund, Virginia, Pandora, Conrad, Alexa y Noel. Todos, a su manera, perdidos e inquietos, buscando una esquiva felicidad, como si la felicidad pudiera encontrarse como una olla de monedas de oro al final de un arco iris de cuento de hadas. Y con sus esfuerzos lo único que parecían haber desenterrado era un cúmulo de sentimientos destructivos. Resentimiento, suspicacia, egoísmo, codicia y deslealtad. Y adulterio. Solo Alexa parecía hallarse limpia de culpa. Para Alexa sólo había un desengaño.

Un leño se deshizo sobre el lecho de ceniza, con un suspiro. Esto interrumpió sus pensamientos. Violet miró el reloj y descubrió, horrorizada, que llevaba cavilando allí sentada demasiado tiempo, que ya eran las ocho y cuarto. Iba a llegar tarde a Croy. En circunstancias normales, esto la hubiera contrariado porque tenía el prurito de la puntualidad, pero esa noche, con tantas cosas en la cabeza, no parecía importar. Hasta dentro de quince minutos no la echarían de menos e Isobel no les haría pasar al comedor hasta por lo menos las nueve.