Violet descubrió también que lo último que deseaba en aquel momento era salir de casa. Sonreír, charlar, disimular sus inquietudes. No quería dejar el refugio seguro de su casa al calor de su chimenea. Algo acechaba en algún sitio y su débil instinto humano le decía que se encerrara en casa, que se sentara junto al teléfono y se mantuviera alerta.
Pero ella no era supersticiosa.
Se sobrepuso, se levantó de la butaca, colocó el guardafuegos y subió a arreglarse. Se bañó rápidamente y se vistió para la fiesta. Ropa interior de seda, medias de seda negra, el venerable vestido de terciopelo y los zapatos de raso. Se arregló el pelo, cogió la tiara de brillantes y se la puso, ajustando el elástico con cierta dificultad. Se empolvó la nariz, sacó un pañuelo de encaje y se roció de colonia. Se acercó al espejo de cuerpo entero y examinó el conjunto con mirada crítica. Vio a una mujer mayor alta y gruesa, cuya más benévola descripción se cifraba en la palabra “digna”.
Alta y gruesa. Y vieja. De pronto, se sintió muy cansada. El cansancio produce raros efectos en la imaginación de una persona, porque entonces vio en el espejo, detrás de su propio reflejo, la imagen borrosa de otra mujer. Hermosa, no, pero sin arrugas, con el pelo castaño y una explosiva vitalidad. Era ella misma con el vestido de raso rojo, que era su favorito. Y, al lado de la otra mujer, estaba Geordie. La ilusión permaneció un instante, tan real como si pudiera tocarla, y luego se borró y se quedó sola. Hacía años que no se sentía tan sola. Pero no había tiempo para compadecerse de sí misma. La esperaban otras personas, como siempre, exigiendo su compañía, su atención. Dio la espalda al espejo, se puso el abrigo de piel, cogió el bolso de noche y apagó las luces. Salió por la puerta de la cocina y cerró con llave. La noche era oscura, había niebla y lloviznaba. Cruzó hacia el garaje y subió al coche. Todos se habían ofrecido para llevarla pero prefería ir en su propio coche. Después de la cena, iría en él a Corriehill. De este modo, sería completamente independiente y podría regresar a casa cuando quisiera.
Siempre hay que marcharse de una fiesta cuando más te diviertes. Era una de las máximas de Geordie. Al pensar en Geordie y oír en su interior su querida voz, sintió cierto consuelo. En momentos como este le parecía que él no estaba muy lejos. ¡Cómo debía de reírse de ella! ¡Cómo se divertiría al verla ahora, con setenta y ocho años, emperifollada con terciopelos, brillantes y pieles, metida en aquel coche sucio de barro y camino… nada menos que de un baile.
Subió la cuesta, atenta a la carretera iluminada por los faros e hizo a Geordie una promesa.
«Ya sé que es una situación grotesca, cariño. Pero es la última vez. Después de esta noche, si alguien es tan amable como para invitarme a un baile, le diré que no. Y la excusa será que soy demasiado vieja.»
Henry caminaba. Había oscurecido y una fina lluvia le empapaba la cara. El río, el Croy, que corría junto a la carretera, le hacía compañía. No podía verlo, pero sentía la presencia del agua, el murmullo de las pequeñas cascadas que saltaban de los remansos. Era un consuelo saber que estaba allí el Croy. Los otros sonidos que llegaban a sus oídos eran familiares, pero resonaban con más fuerza en aquella soledad. El viento que agitaba las ramas de los árboles y el grito triste y desolado del zarapito. Sus pasos hacían mucho ruido. A veces, imaginaba que oía otros pasos siguiéndole pero debía de ser el eco. Otra cosa sería demasiado horrible para imaginarla siquiera.
Sólo habían pasado tres coches, que venían de Caple Bridge, y, como él, se dirigían hacia la cabecera del valle. Cuando percibía los faros se escondía en la cuneta hasta que el coche se alejaba, con un siseo de neumáticos en la carretera mojada. No quería ser visto ni que alguien se ofreciera a llevarlo. Subir a un coche desconocido no sólo era peligroso, sino que estaba totalmente prohibido y, en esa etapa de su largo viaje, Henry no estaba dispuesto a arriesgarse a que lo llevaran a algún sitio al que no quería ir y lo asesinaran.
Pero, cuando estaba a menos de una milla de Strathcroy y ya se divisaban en la oscuridad las luces del pueblo, halagüeñas estrellas, alguien lo llevó. Un gran camión ganadero de dos pisos subía detrás de él por la carretera y Henry no tuvo fuerzas para saltar a la cuneta antes de que lo iluminaran los faros. Al pasar junto a él, ya iba frenando y se detuvo un poco más allá. El conductor abrió la puerta de su alta cabina y lo esperó. Miró a Henry en la brumosa oscuridad y vio un pasamontañas vuelto hacia él.
– Hola, chico. -Era un hombre grande, con una gorra de tweed. Una figura que le resultaba familiar, no un desconocido. Además, a Henry empezaban a flaquearle las piernas. Las sentía como de espagueti cocido y no estaba seguro de poder con el último trecho de carretera hasta Strathcroy.
– Hola.
– ¿Adónde vas?
– A Strathcroy.
– ¿Se te ha escapado el autobús? -Parecía una buena excusa.
– Sí -mintió Henry.
– ¿Quieres que te lleve?
– Sí, por favor.
– ¡Pues, arriba!
El hombre le tendió una mano áspera. Henry se asió a ella y fue izado, como si no pesara más que una mosca, hasta la rodilla del hombre, que lo pasó al asiento del otro lado.
La cabina era un sitio pequeño, caliente y sucio. Olía a cerrado, a cigarrillo viejo y a cordero, y había papeles de caramelo y cerillas en el suelo pero a Henry no le importó, porque se estaba a gusto allí, con alguien que te hacía compañía, sin tener que andar más.
El hombre cerró la puerta, metió la marcha y el camión empezó a avanzar.
– ¿De dónde vienes?
– De Caple Bridge.
– Una buena caminata para una noche de lluvia.
– Sí.
– ¿Vives en Strathcroy?
– Voy a ver a un amigo que vive allí. -Antes de que el hombre pudiera seguir preguntando, Henry decidió preguntar algo a su vez-. ¿Usted de dónde viene?
– Del mercado de Relkirk.
– ¿Llevó muchos corderos?
– Sí.
– ¿Eran suyos?
– No. Yo no tengo corderos. Yo sólo los llevo.
– ¿Y dónde vive?
– En Inverness.
– ¿Va allí ahora?
– Sí.
– Está lejos.
– Quizá. Pero me gusta dormir en mi casa.
Los limpiaparabrisas oscilaban. Por el abanico del cristal limpio, Henry vio acercarse las luces de Strathcroy. Pasaron un disco que prohibía sobrepasar las 30 millas por hora y el monumento a los muertos en la guerra. Doblaron el último recodo y la calle del pueblo se extendió ante ellos hasta perderse en la oscuridad.
– ¿Dónde quieres que te deje?
– Aquí mismo. Muchas gracias.
Nuevamente, el camión de corderos frenó con una sacudida.
– ¿Así que ya has llegado? -El hombre se inclinó para abrir la puerta del lado de Henry.
– Sí. Muchas gracias. Ha sido usted muy amable.
– Ten cuidado.
– Lo tendré. -El niño se descolgó desde la cabina hasta el suelo-. Adiós.
– Adiós, chico.
La puerta se cerró con un golpe seco. El enorme vehículo reanudó la marcha y Henry lo siguió con la mirada. La luz roja le hacia guiños, como un ojo amigo.
El ruido del motor se apagó en la oscuridad y, cuando dejó de oírse, todo pareció estar más callado todavía.
Henry echó a andar por el centro de la desierta calle. Estaba cansado, pero no importaba porque ya casi había llegado. Sabía adónde iba y lo que iba a hacer, porque había preparado sus planes secretos con mucho cuidado y atención. Había calculado todas las posibilidades, sin dejar nada al azar. No iba a Balnaid porque no habría nadie en casa. Su madre, su padre, Alexa y su amigo estarían en Croy, cenando con los Balmerino antes de ir a la fiesta de Mrs. Steynton. Y no iba a Pennyburn porque también Vi estaba en Croy. Pero, aunque todos hubieran estado en casa, él habría ido igualmente al cottage de Edie, porque Edie seguro que estaba.