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– ¿Ya está? -preguntó Mrs. Ishak.

– Sí; he hablado con la policía. Ahora mismo envían un coche patrulla. Dentro de cinco minutos estará en el pueblo.

– ¿Saben adónde tienen que ir?

– Sí, lo saben. -El hombre miró a Henry con una sonrisa alentadora-. Pobre chico, te has llevado un buen susto. Pero ya pasó.

Eran muy amables. Mrs. Ishak todavía estaba arrodillada sosteniéndole las manos. Él había dejado de temblar. Después de unos momentos, preguntó:

– ¿Puedo llamar a Edie?

– No; no podemos llamar porque el teléfono de Balnaid no funciona. Edie avisó a Averías antes de salir de casa y le dijeron que no podrían arreglarlo hasta mañana. Pero esperaremos un poquito, te daré una bebida caliente y te llevaré a Balnaid para que estés con Edie.

Hasta entonces no acabó Henry de convencerse de que Edie no había muerto. Estaba en Balnaid, a salvo. Y saber que pronto estaría con ella fue casi más de lo que podía soportar. Sintió que la barbilla le temblaba, como si fuera un bebé, y que se le llenaban los ojos de lágrimas. Pero estaba muy cansado para contenerse. Mrs. Ishak dijo su nombre, lo envolvió una vez más en su abrazo de seda perfumada y lloró mucho rato.

Por fin, se calmó y sólo dejaba escapar algún que otro sollozo rebelde. Mr. Ishak le llevó una taza de chocolate caliente, muy dulce, oscuro y espumoso, y Mrs. Ishak le hizo un sándwich de mermelada.

– Dime -dijo Mrs. Ishak cuando lo vio más tranquilo-, todavía no has contestado a mi primera pregunta. ¿Por qué estás aquí y no en la escuela?

Henry, con el tazón entre los dedos, miró los ojos oscuros y brillantes de la mujer.

– No me gustaba -dijo-. Me escapé. He vuelto a casa.

El reloj de la repisa señalaba las nueve menos veinte cuando Edmund entró en el salón de Croy. Esperaba encontrarlo lleno de gente, pero sólo vio a Archie con un desconocido que, por simple proceso de eliminación, supuso que sería el Americano Triste, Conrad Tucker, raíz y causa de la más reciente desavenencia de Edmund y Virginia.

Los dos hombres estaban resplandecientes. Archie, mucho mejor de lo que Edmund le había visto en años. Estaban sentados amigablemente al lado del fuego, con sendos vasos en la mano. Conrad Tucker ocupaba una butaca y Archie, de espaldas al hogar, se apoyaba en el guardafuegos. Cuando se abrió la puerta, dejaron de hablar, se volvieron, vieron a Edmund y se pusieron en pie.

– Edmund.

– Llegamos tarde. Lo siento. Hemos tenido dramas.

– Como puedes ver no es tarde. Aún no ha aparecido nadie. ¿Y Virginia?

– Ha subido a dejar el abrigo. Y Alexa y Noel llegarán dentro de un momento. A Alexa se le ha ocurrido lavarse el pelo en el último minuto y todavía estaba secándoselo cuando nos fuimos. Sabe Dios por que no lo pensó antes.

– Nunca lo piensan antes -asintió Archie con resignación, hablando por experiencia-. Edmund, no conoces a Conrad Tucker.

– No; creo que no. ¿Cómo está?

Se dieron la mano. El americano era tan alto como Edmund y ancho de hombros. Sus ojos, tras las gafas de concha, sostuvieron la mirada de Edmund, que sintió una inseguridad impropia de él.

Porque en su interior, bajo la capa de unos modales civilizados, ardía la hostilidad contra aquel hombre, aquel americano que, al parecer, en ausencia de Edmund, había tomado posiciones refrescando en Virginia los recuerdos de juventud y ahora, tranquilamente, se proponía llevársela a los Estados Unidos, a ella, la esposa de Edmund. Mientras sonreía cortésmente a la cara franca de Conrad Tucker, Edmund pensó en el placer que le proporcionaría apretar el puño y descargarlo sobre aquella tosca y bronceada nariz y al imaginar el estropicio, la sangre y el hematoma, se relamió de gusto.

No obstante, comprendía al mismo tiempo que, en otras circunstancias, aquel hombre era la clase de persona que caía bien en seguida.

La afable expresión de Conrad reflejaba la de Edmund.

– Mucho gusto. -«Maldita sea tu estampa.»

Archie fue hacia la bandeja de las botellas.

– Edmund. Un whisky pequeño.

– Gracias. Me vendrá bien.

El anfitrión alargó el brazo hacia la botella de “The Famous Grouse”.

– ¿Cuándo llegaste de Nueva York?

– Sobre las cinco y media.

– ¿Ha tenido buen viaje? -preguntó Conrad.

– Más o menos. Tuve que sacar las castañas del fuego y dar cuatro gritos. Tengo entendido que es usted un viejo amigo de mi mujer.

Si esperaba que el otro se desconcertara no lo consiguió. Conrad Tucker no delató nada ni se mostró turbado.

– En efecto. Solíamos bailar en nuestra lejana y malgastada juventud.

– Dice que se van juntos a los Estados Unidos.

Tampoco ahora hubo reacción. Si el americano sospechaba que intentaba sonsacarle, no lo demostró.

– Eso quiere decir que ha encontrado plaza en ese avión -fueron sus únicas palabras.

– Al parecer.

– No lo sabía. Es formidable. El viaje se hace muy largo si vas solo. Yo iré directamente de Kennedy a Nueva York, pero puedo acompañarla a Inmigración y a recoger las maletas y asegurarme de que encuentra transporte hasta Leesport.

– Muy amable.

Archie dio a Edmund su bebida.

– Conrad, no sabía nada de esto. Ni siquiera que Virginia pensara ir a los Estados Unidos…

– Va a ver a sus abuelos.

– Y tú, ¿cuándo te marchas?

– Me quedaré hasta el domingo, si no tenéis inconveniente. Salgo de Heathrow el jueves. Necesito estar un par de días en Londres para resolver unos asuntos.

– ¿Cuánto tiempo lleva en este país? -preguntó Edmund.

– Un par de meses.

– Espero que haya disfrutado de la visita.

– Muchas gracias. Lo he pasado muy bien.

– Me alegro. -Edmund levantó el vaso-. Salud.

En aquel momento, les interrumpió la entrada de Jeff Howland quien, resuelto el problema del lazo de la corbata había acabado de vestirse y bajado a reunirse con ellos. Se le veía incómodo y violento con aquella ropa insólita en él. Traía en la cara una expresión de bochorno pero estaba más que presentable con las prendas que él y Lucilla habían seleccionado del armario de Edmund. Edmund observó, divertido, que Jeff había escogido una americana de alpaca cruda, adquirida en Hong Kong en un momento de apuro. La americana resultó una mala compra, pues Edmund sólo se la había puesto una vez.

El muchacho ladeó la cabeza y se pasó el dedo por el cuello de la camisa almidonada.

– No estoy acostumbrado a estas cosas. Me siento como un auténtico fantasma.

– Estás espléndido -dijo Archie-. Ven, toma un trago. Hemos empezado con el whisky antes de que aparezcan las mujeres pidiendo champaña.

Jeff se relajó un poco. Siempre se sentía más a gusto en compañía masculina.

– ¿No tendrás una lata de cerveza?

– Tiene que haberla. En la bandeja. Tú mismo.

Jeff, ya tranquilo, se sirvió la cerveza en un vaso alto. Dijo Edmund:

– Ha sido muy amable equipándome. Estoy muy agradecido.

– Un placer. Esa americana es perfecta. Un poco llamativa pero da la nota justa de exótico desenfado.

– Es lo que dijo Lucilla.

– Y tiene razón. Te sienta mucho mejor que a mí. Cuando me la puse parecía un barman trasnochado, de los inútiles que no sabe ni preparar un dry Martini.

Jeff sonrió, tomó un sorbo reconfortante y miró en derredor

– ¿Dónde están las chicas?

– Buena pregunta -dijo Archie-. Sabe Dios. -Había vuelto a instalarse en el guardafuegos. No tenía objeto estar de pie más de lo estrictamente necesario-. Están abrochándose los trajes de noche, imagino. Lucilla iba en busca de ropa interior, Pandora decidió dormir la siesta e Isobel se encontraba al borde del pánico por culpa de los zapatos. -Miró a Edmund-. Pero tú dijiste que habíais tenido dramas. ¿Qué ha pasado en Balnaid?