Edmund se lo explicó.
– El teléfono está averiado. Podemos llamar, pero no recibimos llamadas. Ya hemos dado el aviso y mañana por la mañana vendrá un operario a arreglarlo. Pero ese es el problema menor. Cuando nos íbamos se presentó Edie como llovida del cielo, con el camisón en el bolso y la noticia de que Lottie Carstairs vuelve a andar suelta. Se ha escapado del “Relkirk Royal” y nadie sabe dónde está.
Archie sacudió la cabeza con impaciencia.
– Esa dichosa mujer incordia más que una perra en celo. ¿Y cuándo ha sido eso?
– No lo sé. Supongo que esta tarde. El médico llamó a Vi para advertirla. Luego, Vi trató de llamarme pero no pudo comunicar. Entonces, habló con Edie y le ordenó que saliera de su casa y durmiera en Balnaid. Y así lo ha hecho.
– Pero Vi no pensará que esa lunática es peligrosa, ¿verdad?
– No lo sé. Personalmente, pienso que es capaz casi de cualquier cosa y, si Vi no hubiera dicho a Edie que fuera a Balnaid, se lo habría dicho yo. De todos modos, Alexa va a dejarla bien encerrada y con los perros para que le hagan compañía. Pero, como puedes imaginar, todo nos ha entretenido.
– No importa. -Archie, una vez resueltos los problemas domésticos, cambió de tema y se puso a hablar de cosas serias-. Ayer te echamos de menos Edmund. Tuvimos un día fenomenal. Treinta y tres parejas y media, y los pájaros volaban como el viento…
Violet fue la última en llegar. Supo que era la última porque, al detener el coche en la explanada delantera, vio otros cinco vehículos aparcados: El "Land Rover" de Archie, el minibús de Isobel, el “BMW” de Edmund, el “Mercedes” de Pandora y el “Volkswagen” de Noel.
Se dijo que aquello parecía el aparcamiento de un hipódromo y era un parque móvil impresionante para sólo dos familias.
Se apeó, se recogió la falda para que no arrastrara por el húmedo suelo y se dirigió a la puerta principal. Cuando subía las escaleras, la puerta se abrió y vio a Edmund en el vano, esperándola, iluminado por las potentes luces del vestíbulo. Con su pelo plateado, el kilt, el jubón y las medias de rombos, estaba aún más elegante de lo habitual y, a pesar de todas sus angustias, Violet se sintió invadida por una oleada de orgullo maternal y por el alivio de tenerlo otra vez cerca.
– ¡Oh!, Edmund.
– He oído llegar el coche. -La besó.
– No quieras saber la tarde que he tenido. -Edmund cerró la puerta tras ella y ayudó a su madre a quitarse el abrigo de piel-. Vuestro teléfono no funciona.
– Sí, Vi, ya lo sabemos. Mañana irán a arreglarlo.
Dejó el abrigo en una silla mientras Vi sacudía sus amplias faldas de terciopelo y se arreglaba el cuello de encaje.
– Gracias a Dios. ¿Y mi buena Edie? ¿Está en Balnaid?
– Sí. Sana y salva. Deja ya de preocuparte o no vas a poder divertirte.
– Es imposible. Esa desgraciada de Lottie. Y una cosa después de otra. Pero ya estás en casa y eso es lo que importa. Llego tarde, ¿verdad?
– Esta noche todo el mundo llega tarde. Isobel acaba de bajar. Pasa y toma una copa de champaña. Te sentirás mucho mejor.
– ¿Llevo la tiara derecha?
– Perfecta. -La tomó del brazo y la llevó al salón.
– A mí me parece que Verena ha fallado en una cosa -dijo Pandora-. Tendría que habernos dado carnets de baile con un lapicito colgando…
– Eso demuestra el mucho tiempo que llevas fuera -repuso Archie-. Los carnets de baile ya pasaron a la historia.
– Pues es una vergüenza. Eran lo más divertido. Y luego los guardabas atados con una cinta. Y, al repasarlos, te acordabas de todos tus pretendientes perdidos.
– Eso está bien para la que tenía muchos admiradores -intervino Isobel-. Pero no tanto si nadie te sacaba a bailar.
– Estoy seguro de que ese no era tu caso -dijo Conrad, con su galantería transatlántica.
– ¡Oh!, Conrad, que amable. El caso es que, de vez en cuando una tenía una noche desastrosa. Te había salido un grano en la nariz o el vestido era una birria.
– ¿Y entonces qué hacías?
– Te escondías en el tocador. El tocador siempre estaba lleno de jovencitas desairadas.
– Como Daphne Brownfield -dijo Pandora-. Archie, tienes que acordarte de Daphne Brownfield. Era como una casa y su madre la llevaba siempre de organdí blanco. Estaba muy enamorada de ti, se ponía más colorada que un cangrejo cuando aparecías.
– Pues jugaba magníficamente al tenis -dijo Archie, más caritativo.
– ¡Vaya una recomendación! -exclamó Pandora, con regocijo.
La habitación estaba llena de voces y, ahora, de risas. Violet, sentada a la derecha de Archie y con una copa de champaña en el cuerpo, empezó a sentirse menos inquieta. Escuchaba las bromas de Pandora pero sólo a medias porque era mucho más interesante mirar que escuchar. El comedor de Croy tenía aquella noche un aspecto soberbio. La larga mesa estaba engalanada como un barco de guerra en día de solemnidad, con plata, lino almidonado, porcelana verde y oro y refulgente cristal. El centro eran dos faisanes de plata y todo estaba iluminado por las llamas de la chimenea y de las velas.
– Y no eran sólo las chicas las perjudicadas -dijo Noel-. Para nosotros los carnets de baile podían ser un terrible problema. No había posibilidad de observar el panorama. Cuando descubrías un bombón ya era tarde.
– ¿Cómo has adquirido tanta experiencia? -preguntó Edmund.
– En las puestas de largo -respondió Noel-. Pero esos tiempos, a Dios gracias, ya pasaron.
Comían trucha ahumada con cunas de limón y obleas de pan moreno con mantequilla. Lucilla circulaba sirviendo vino blanco. A los ojos de Violet, Lucilla parecía haber asaltado la caja de los disfraces. El vestido que había comprado en el mercadillo era de gasa gris metal, sin mangas, le colgaba con holgadura de los flacos hombros y tenía una falda que le llegaba por debajo de las rodillas formando picos. Era tan horrible que hubiera debido estar espantosa. Pero, inexplicablemente, estaba monísima.
¿Y los demás? Violet se apoyó en el respaldo y los observó con disimulo por encima de las gafas. Familia inmediata y viejos y nuevos amigos, reunidos para la tan esperada fiesta. Por un momento, prescindió de los motivos de tensión que cargaban el ambiente como cables eléctricos y trató de mantener una visión objetiva. Vio a los cinco hombres, dos de ellos, de otros continentes. Diferentes edades, diferentes culturas, pero todos atildados y vestidos de veinticinco alfileres. Vio a las cinco mujeres, cada una hermosa a su manera.
Destacaban los colores. Trajes de baile de seda oscura o de fina organza floreada. Virginia, sobria y sofisticada, de blanco y negro. Pandora, etérea como una sílfide, de gasa verde mar. Joyas: las perlas y los brillantes de Isobel, el collar de plata y turquesas que rodeaba el esbelto cuello de Pandora, el fulgor del oro en las orejas y la muñeca de Virginia. Vio ante sí la cara de Alexa, que reía una observación de Noel. Alexa no llevaba joyas, pero su pelo rojizo brillaba como una llama y su cara estaba encendida de amor… Pero imposible continuar. Violet estaba demasiado próxima a todos para mantenerse objetiva y seguir observándolos con la mirada desapasionada de una desconocida. Sentía viva angustia por Alexa, tan vulnerable y transparente. ¿Y Virginia? Miró a su nuera, que estaba sentada al otro lado de la mesa, y comprendió que, pese a que Edmund hubiera regresado, nada se había resuelto entre los dos. Porque esta noche Virginia estaba chispeante, con una vivacidad un poco febril y un brillo peligroso en sus ojos azules.
«No hay que ponerse en lo peor -pensó Violet-. Sencillamente, hay que tener confianza». Tendió la mano hacia la copa y bebió un sorbo de vino.
El primer plato había terminado. Jeff se levantó para hacer las veces de mayordomo y llevarse los platos. Mientras, Archie dijo:
– Virginia, dice Edmund que te vas a los Estados Unidos a ver a tus abuelos.
– Es verdad. -Su sonrisa fue demasiado amplia y repentina y sus ojos estaban demasiado redondos-. Será divertido. Estoy deseando ver a mis viejecitos.