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– Lo siento.

– ¿Qué hora es?

– Las diez.

– ¡Las diez! Pero, mamá, quería dormir hasta la hora del almuerzo…

– Ya lo sé. Lo siento.

Lucilla se despejó poco a poco. Las cortinas estaban corridas y el sol de la mañana penetraba oblicuamente hasta el último rincón de la habitación. La muchacha miró a su madre con ojos de sueño. Isobel estaba vestida, llevaba un pullover y un pantalón de franela pero tenía el pelo revuelto, como si sólo hubiera tenido tiempo de pasarse el peine de cualquier manera, y parecía tensa. Pero era natural, estaría cansada. Falta de sueño. Nadie se había acostado antes de las cuatro.

Pero no sonreía.

– ¿Ocurre algo? -preguntó Lucilla, frunciendo el ceño.

– Cariño, tenía que despertarte. Sí, ha ocurrido algo. Algo muy triste. Tengo que decírtelo. Procura ser valiente. -Lucilla abrió mucho los ojos, con temor-. Se trata de Pandora… -Su voz tembló-. Lucilla, Pandora ha muerto…

Muerta. Pandora, muerta.

– ¡No! -La reacción instintiva fue de incredulidad-. No puede ser.

– Cariño, es verdad.

Ahora estaba completamente despierta. La impresión había ahuyentado el sueño.

– Pero, ¿cuándo? -Noel Keeling había acompañado a Pandora a casa-. ¿Cómo? -Imaginaba a Pandora como una aparición quieta en la cama, sin respirar. Un ataque al corazón, quizá.

Pero, muerta, no. Pandora, no.

– Se suicidó, Lucilla. Creemos que se arrojó al lago.

– ¿Qué se suicidó? ¿Cómo? -Era espantoso, inconcebible.

– Se ahogó. Se llevó el “Land Rover“ de papá. Debió de pasar por la casa de Gordon Gillock. Pero los Gillock no oyeron nada. La puerta de los ciervos estaba cerrada. Debió echar el pestillo.

Pandora, ahogada, Lucilla recordó a Pandora bañándose desnuda en un río de Francia, nadando contra la corriente, llamando a Jeff y Lucilla, gritándoles que el agua estaba deliciosa, que se decidieran.

Pandora, ahogada. Cerrando la pesada puerta tras ella. Sin duda, esto era la prueba de que no se había suicidado. Porque, en tales circunstancias, nadie se molestaría en cerrar una puerta.

– No. Tiene que haber sido un accidente. Ella nunca, nunca se hubiera matado. No, mamá. Pandora, no…

– No fue un accidente. Todos esperábamos que lo fuera. Que al volver del baile, se le hubiera ocurrido la idea de ir a nadar. Era la extravagancia propia de ella. Un impulso, un capricho. Pero, junto al lago encontraron el abrigo de visón, las sandalias, un frasco vacío de píldoras para dormir y el resto de una botella de champaña.

«Y el resto de una botella de champaña». El resto del vino, como un rito final, terrible.

– … y, cuando fuimos a su habitación, encontramos una carta para tu padre.

Entonces, Lucilla comprendió que era verdad. Estaba muerta. Pandora se había ahogado. Se estremeció. Había un viejo cardigan junto a la cama, en una silla. Lucilla se sentó y se lo puso sobre los hombros.

– Cuéntame qué ocurrió.

Isobel cogió las manos de Lucilla.

– Willy Snoddy subió esta mañana al lago a pescar unas cuantas truchas al amanecer. Había subido andando desde el pueblo con el perro. Vio el “Land Rover” al lado de la cabaña y, luego en la orilla, el abrigo. Pensó como nosotros, que quizás alguien había subido a tomar un baño nocturno. Pero, entonces, vio el cuerpo, que había sido arrastrado al rebosadero.

– Pobre hombre. ¡Qué horror!.

– Sí, pobre hombre. Pero, por una vez en la vida, hizo lo que tenía que hacer y vino directamente a Croy, a decírselo a Archie. Ya eran las siete y papá estaba fuera, con los perros. No se había acostado al volver del baile. Se dio un baño y volvió a vestirse. Cuando sacó a los perros, vio venir a Willy y éste le contó lo que había encontrado.

Lucilla imaginó la escena. Pensó en su padre y le pareció que no iba a poder resistirlo, porque Pandora era su hermana y él la quería mucho, y durante muchos años había esperado que volviera a Croy; y ella había vuelto, y ahora se había ido para siempre.

– ¿Y qué hizo papá?

– Yo aún dormía. Me despertó. Fuimos a la habitación de Pandora. El frasco de perfume estaba roto, en el lavabo. Debió de caérsele. El lavabo estaba lleno de cristales y el olor que había en la habitación mareaba, como si fuera una droga. Descorrimos las cortinas y abrimos las ventanas. Y entonces pensamos que tendríamos que buscar algún indicio. No tuvimos que buscar mucho, porque en el escritorio había un sobre con una carta para tu padre.

– ¿Qué decía?

– No mucho. Sólo que lo sentía, que la perdonáramos y… hablaba de dinero. La casa de Mallorca. Decía que estaba cansada, que no podía seguir luchando, pero no explicaba la causa. Debe de haberse sentido muy desgraciada. Y nosotros, sin sospecharlo. Ninguno de nosotros sospechaba ni tenía la más remota idea de lo que pasaba en su interior. Si yo lo hubiera sabido… Hubiera sido más sensible, más amable. Tal vez hubiera podido hablarle, ayudarla.

– ¿Y cómo ibas a saberlo? No tienes que reprochártelo. Claro que no sabías lo que pensaba Pandora, nadie podía saberlo.

– Creí que éramos amigas. Creí que estábamos compenetradas.

– Y lo estabais. La conocías todo lo que una mujer podía conocer a Pandora. Ella te quería, lo sé. Pero me parece que no deseaba acercarse mucho a las personas. Creo que esta era su defensa.

– No sé. -Evidentemente, Isobel estaba desconcertada y afligida-. Imagino que sí. -Oprimió las manos de Lucilla-. Pero tengo que contarte el resto. -Aspiró profundamente-. Cuando encontramos la carta, tu padre llamó a la Policía de Relkirk. Les explicó lo sucedido y las dificultades del camino del lago. No enviaron una ambulancia, sino un “Land Rover” con tracción en las cuatro ruedas. En él venía el forense. Luego, subieron al lago…

– ¿Quienes subieron?

– Willy. Y Papá. Y Conrad Tucker. Conrad fue con ellos. Ya se había levantado y se brindó a acompañar a papá. Es un hombre tan bueno… Porque Archie no quería que yo fuera y yo no podía soportar pensar que estuviera solo.

– ¿Y dónde está ahora?

– Todavía no ha vuelto de Relkirk. La han llevado al hospital de Relkirk. Supongo que al depósito.

– Tendrá que haber una investigación.

– Sí, una investigación por accidente mortal.

Accidente mortal. Las palabras tenían el acento frío del lenguaje oficial. Lucilla imaginó la sala del juzgado, las palabras escuetas y objetivas de la declaración y las conclusiones. Luego, los periódicos darían la noticia. Con alguna fotografía vieja y borrosa de la bonita cara de Pandora. Y los titulares: «Muere la hermana de Lord Balmerino.»

La inevitable publicidad sería otro mal trago, bien lo sabía ella.

– Pobre papá.

– La gente dice siempre: esto pasará, el tiempo todo lo cura. Pero en momentos como éste, uno se siente incapaz de pensar en lo que ocurrirá dentro de un minuto. Sólo cuenta el ahora. Y el ahora se hace insoportable. No hay consuelo que valga -dijo Isobel.

– No acabo de creérmelo. Es tan inútil…

– Ya lo sé, cariño, ya lo sé.

La voz de Isobel era apaciguadora, pero Lucilla no se sentía apaciguada. Su dolor estalló en un grito de indignación.

– Todo es tan incomprensible… ¿Por qué tuvo que hacer eso? ¿Qué pudo inducirla?

– No lo sabemos. No tenemos ni idea.

La explosión de cólera pasó. Lucilla suspiró.

– ¿Lo sabe alguien más, se lo habéis dicho a alguien?

– No hay nadie más. Salvo Edmund. Y Vi. Supongo que papá llamará a Edmund cuando regrese de Relkirk. Pero a Vi no podemos decírselo por teléfono. Alguien tendrá que ir a darle la noticia. Va a ser muy duro, a su edad.

– ¿Y Jeff?

– Jeff estaba abajo, en la cocina. Apareció hace cinco minutos. Lo siento, pero me había olvidado de él. El pobre no tuvo un buen recibimiento. Bajaba a desayunar y se encontró con esto. Y ni siquiera había desayunado, porque yo no había podido preparar nada. Me parece que está friendo algo.