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– ¿Y cómo pudo consentir que se fuera? -preguntó Archie.

– Carlos no tuvo culpa, papá. Él hizo cuanto pudo para convencerla de que fuera al hospital, de que apurase hasta la última posibilidad. Pero ella se negó.

– Entonces, ¿vino a casa a morir?

– No sólo eso. Vino a estar con vosotros, en Croy, a traer alegría y regalos y hacernos reír. Volvió a la niñez y a los lugares que recordaba y que quería. La casa, el valle, las montañas, el lago. Si lo piensas, fue un acto de valentía. Pero no por eso va a resultarte más fácil aceptarlo. Lo siento. Me ha costado mucho decíroslo. Sólo espero que os lo haga más fácil de entender. -Lucilla enmudeció, pensando en lo que acababa de decir. Luego agregó, y su voz, hasta ahora tan firme, empezó a temblar-. Y no es que entenderlo ayude mucho. -Isobel vio que arrugaba la cara como una niña y que las lágrimas le inundaban los ojos y le resbalaban por las mejillas-. Fue tan buena conmigo… Lo pasamos tan bien los tres juntos… Y ahora parece que se nos haya apagado una luz.

– Tesoro… -Isobel no pudo resistir mas. Se acercó a Lucilla y rodeó con sus brazos los hombros delgados y temblorosos de su hija-. Ya lo sé, y lo siento. Has sido muy valiente… Pero no estás sola porque todos la echaremos de menos. Y pienso que tenemos que alegrarnos de que volviera al hogar. Que horrible hubiera sido no volver a verla. Tú nos la trajiste a casa, aunque fuera por poco tiempo…

Al fin, Lucilla fue calmándose y dejo de llorar. Isobel le dio un pañuelo, se sonó y dijo:

– Ya he tenido antes otra llantina y esperaba que fuera la última. Porque Jeff me ha pedido que me vaya a Australia con él y no pienso ir. No sé por que me dio por llorar como una idiota…

– Lucilla…

– Voy a quedarme en casa una temporada. Eso, si tú y papá os resignáis a tenerme incordiando.

– Nada nos gustaría más.

– Ni a mí.

Lucilla sonrió a su madre entre lágrimas, se sonó otra vez con gesto resuelto y se puso en pie.

– Os dejo -dijo-. Pero, papá, ven pronto a tomar algo. Te sentirás mejor.

– Voy enseguida -prometió él.

Lucilla se fue hacia la puerta.

– Voy a vigilar que ese par de tragones no se coman todo el tocino -sonrió-. No tardes.

– No tardare, cariño. Y gracias.

Lucilla salió dejando a Isobel y Archie a solas. Al poco rato, Isobel se acercó a la amplia ventana a mirar al jardín. Vio el campo de croquet y el viejo columpio. Todavía no daba el sol en la hierba que seguía húmeda de rocío. Vio los abedules, que ya tenían las hojas doradas. Pronto caerían, dejando las ramas desnudas todo el invierno.

– Pobre Pandora. Pero creo que la comprendo.

Archie miró hacia lo alto de la mañana, al cielo y vio asomar nubes de lluvia por el Oeste. Sol a las siete, lluvia a las once. Ya había pasado lo mejor del día.

– Archie…

– Sí.

– Esto exime de culpa a Edmund, ¿verdad?

– Sí.

Ella se volvió de espaldas a la ventana. Él la miró y ella le sonrió.

– Creo que deberías llamar ya. Y que ha llegado el momento de perdonar. Todo acabó, Archie.

Edie, sin aliento después de subir la cuesta, entró presurosa en el camino que conducía a Pennyburn. Daba una sensación rara ir en sábado. El sábado era uno de los pocos días de la semana que Edie reservaba para sí, cuidaba su casa, trabajaba en el jardín si hacía buen tiempo, ordenaba armarios, hacía un pastel. Esta mañana, como hacía sol, Edie había tendido una gran colada y se había acercado a la tienda de Mrs. Ishak a comprar unas cuantas cosillas y el diario. Compró también una revista de cotilleos y una caja de bombones para Lottie. Porque pensaba ir a Relkirk en el autobús de la tarde, a hacer una visita a su pobre prima. Sentía pena por Lottie, aunque también estaba un poco molesta con ella porque se había llevado su jersey nuevo lila. Desde luego, la Policía no podía saber que el jersey no era de Lottie, pero Edie estaba decidida a recuperarlo. Le daría un buen lavado antes de volver a ponérselo, desde luego. Pobre Lottie. Quizás, con la revista y la caja de bombones le llevara unas cuantas margaritas de septiembre para animar un poco aquella sala tan destartalada. No es que esperara que se lo agradeciera, pero por lo menos estaría en paz con su conciencia. Bastante mal le habían ido las cosas a la pobre Lottie para que, encima, se viera abandonada.

Edie lo tenía todo perfectamente organizado.

Pero, entonces, cuando estaba calentando un puchero de caldo para dejar la cena hecha, apareció Edmund. Venía de Pennyburn y antes había estado en Croy. Le llevaba una noticia terrible y Edie, al oírla, dejó de pensar en Lottie y todo el plan del día se le vino abajo y se hizo pedazos. Luego, tuvo que recoger los pedazos y recomponerlo dándole otra forma. Una sensación rara. Un trastorno.

De vez en cuando, Edie leía en el periódico que una familia salía en coche de excursión a ver a unos amigos o a dar una vuelta por el campo y un accidente segaba sus vidas para siempre; un choque en cadena en la autopista, cadáveres al volante y coches destrozados por todas partes. Y ahora Edie se sentía como si hubiera estado, no ya directamente involucrada, pero sí muy próxima a una de aquellas catástrofes y se encontrara rodeada de ruinas, con la sensación de que algo tenía que poder hacer ella para ayudar.

– He ido a decírselo a mamá -dijo Edmund-. Está sola. Le he pedido que vaya a almorzar a Balnaid, a pasar el día con nosotros, pero no quiere. Dice que prefiere estar sola.

– Yo iré a su casa.

– Gracias. Si hay en el mundo una persona con la que ella desee estar ahora esa eres tú.

Edie apartó el puchero de la sopa del fogón, se puso el abrigo y los zapatos, metió las gafas y la media en su gran bolso y se encaminó a Pennyburn.

Ya había llegado. Entró por la puerta de la cocina. Todo estaba limpio y recogido. Mrs. Aird había fregado los cacharros del desayuno y los había guardado. Hasta había barrido el suelo.

– Mrs. Aird.

Edie dejó el bolso en la mesa y, sin quitarse el abrigo, cruzó el vestíbulo y abrió la puerta de la sala. Allí estaba. Quieta en su butaca, mirando la chimenea apagada. Sin hacer media, ni tapiz, ni leer el periódico, sólo sentada, y con la habitación helada. La mañana que había empezado tan clara se había nublado y, sin sol ni fuego, la casa estaba muy triste.

– Mrs. Aird.

Violet volvió la cabeza y Edie quedó impresionada, porque, por primera vez en la vida, vio a Vi vieja y desvalida, incluso enferma. Durante un momento, su cara permaneció inexpresiva, como si no la reconociera. Al fin, sus ojos se animaron y un gran alivio se reflejó en sus facciones.

– ¡Oh, Edie!

Edie cerró la puerta.

– Sí, soy yo.

– ¿Qué haces aquí?

– Edmund vino a contarme lo de Pandora. ¡Qué desgracia! Me dijo que estaba usted sola, que quizá le viniera bien un poco de compañía…

– Sólo la tuya, Edie. La de nadie más. Quería llevarme a Balnaid con él. Es muy bueno. Pero no me sentía con fuerzas. Con los hijos siempre tienes que mostrarte animosa y ser tú quien consuela. Y me parece que he perdido la facultad de consolar a nadie. Por lo menos, de momento. Mañana estaré mejor.

– Aquí hace un frío de espanto -dijo Edie, mirando en derredor.

– Supongo que sí. No lo había notado. -Violet miró la chimenea-. Hoy madrugué. Lo hice todo. Yo misma quité la ceniza y preparé el fuego. Sólo hay que encenderlo.

– Ahora mismo. Al momento. -Edie se quitó el abrigo y lo dejó en una silla. Se arrodilló delante del hogar y tendió la mano hacia la caja de cerillas. El papel prendió. Se encendieron las teas y el montoncito de carbón. Las llamas temblaron.

– Aquí me tienes, muerta de vergüenza, Edie -dijo Violet-. Debimos ser más perspicaces, darnos cuenta de que Pandora estaba enferma, tal vez muriéndose. Con lo delgada que estaba… No tenía más que la piel y los huesos. Debimos observar que algo andaba mal. Pero yo estaba tan pendiente de mi propia familia que ni reparé en ella. Tal vez, si no hubiera estado tan obsesionada, habría advertido algo. -Suspiró y se encogió de hombros-. Y, sin embargo, ella estaba como siempre. Bonita, chispeante, divertida. Encantadora.