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– Bien -Henry entró en la sala y dejó el anorak y la cartera en el sofá-. Hemos tenido clase de dibujo. Nos hicieron dibujar.

– ¿Qué os hicieron dibujar?

– Nos hicieron dibujar una canción. -Empezó a soltar las correas de la cartera. Tenía un problema y pensó que tal vez Edie le ayudara a resolverlo-. Cantamos “Corre veloz barco chiquito como pájaro que vuela por el mar hasta Skye” y luego tuvimos que hacer un dibujo. Los demás dibujaron barcas de remos e islas y yo dibuje esto. -Sacó la hoja de papel, ligeramente arrugada por su contacto con las zapatillas de gimnasia y el plumier-. Mr. McLintock se rió y yo no se por qué.

– ¿Qué se rió? -Le cogió la hoja de la mano, fue en busca de sus gafas y se las puso-. ¿Y no te dijo por qué se reía?

– No; entonces tocó el timbre y se acabó la clase.

Edie se sentó en el sofá y él se instaló a su lado. Contemplaron la obra en silencio. El consideraba que era uno de sus mejores dibujos. Una hermosa lancha cortaba las aguas azules, levantando espuma con la proa y dejando una blanca estela. Había gaviotas en el cielo y, en la parte delantera de la embarcación, un bebe envuelto en una toquilla. Le había costado mucho dibujar al niño, porque los niños pequeños tienen la cara muy rara, sin nariz, ni barbilla. Además, aquel niño parecía muy poco seguro, como si de un momento a otro fuera a caerse al agua. Pero allí estaba. Edie no decía nada. Henry le explicó:

– Es una lancha. Y ahí esta el chiquito.

– Ya lo veo.

– ¿Por qué crees tú que se habrá reído Mr. McLintock? No es un chiste.

– No; no es un chiste. Es un dibujo muy bonito. Sólo que… veloz no significa que sea una lancha. El barco navega deprisa, pero no es una lancha. Y el niño que iba a ser rey era el príncipe Carlos y entonces ya era un hombre. Explicado.

– Entiendo -dijo Henry.

Ella le devolvió el dibujo.

– Pero esta muy bien y me parece que Mr. McLintock hizo mal en reírse. Guárdalo en la cartera y enséñaselo a mamá. Edie va a prepararte el té.

Mientras guardaba el papel, Edie se puso en pie, dejó las gafas en la repisa de la chimenea y salió de la habitación por una puerta del fondo que conducía a la cocina y al cuarto de baño. Estas piezas habían sido agregadas recientemente, porque cuando Edie era niña el cottage no tenía más que dos habitaciones, la sala, que era comedor y cocina a la vez, y el dormitorio. No disponían de agua corriente y utilizaban un retrete de madera que había al extremo del huerto. Lo más asombroso era que Edie tenía cuatro hermanos, por lo que en aquellas dos habitaciones habían vivido siete personas. Sus padres dormían en una cama de barco en la cocina, con un cajón sobre sus cabezas para el bebé, y el resto de los niños, amontonados en la otra habitación. Mrs. Findhorn tenía que ir todos los días a la bomba del pueblo a buscar el agua, y el baño era una operación semanal que se realizaba en una tina de estaño delante de la chimenea de la cocina.

– ¿Y cómo os las arreglabais para dormir cinco ahí dentro? -preguntaba Henry, fascinado por el problema de la distribución del espacio. Ahora, aunque no había más que la cama y el armario de Edie, la habitación parecía terriblemente pequeña.

– Bueno, es que no estábamos todos a la vez. Cuando nació el último, mi hermano mayor ya había empezado a trabajar en el campo y vivía en una cabaña, con otros jornaleros. Y luego las chicas, cuando se hacían mayores, entraban a servir en alguna casa grande. Era muy triste tener que marcharse, llantos por todas partes, pero aquí no había sitio para todos, y demasiadas bocas que alimentar, y mi madre necesitaba el dinero.

También le contaba otras cosas. Que, en las noches de invierno, avivaban el fuego con mondas de patata y se sentaban todos frente a él a escuchar a su padre que les leía en voz alta las novelas de Rudyard Kipling o el Camino del Peregrino. Las niñas tejían calcetines para los hombres. Y cuando llegaban al talón, el calcetín pasaba a una hermana mayor o la madre, porque era muy difícil.

Todo ello respiraba una gran pobreza, pero también mucha ternura. Cuando Henry miraba a su alrededor le costaba trabajo imaginar cómo sería el cottage de Edie en los viejos tiempos. Porque ahora era muy alegre y claro, la cama de barco ya no estaba y en el suelo había unas bonitas alfombras de caracolillo. El viejo fogón había sido sustituido por una chimenea de azulejos verdes, y había cortinas de flores, y un televisor, y adornos de porcelana.

Henry guardó el dibujo y abrochó las correas de la cartera. Corre barco chiquito. Lo había entendido mal. Muchas veces entendía las cosas al revés. En el colegio habían aprendido otra canción. “Rema la niña morena cual la nuez.” Henry, mientras cantaba a voz en cuello con toda la clase, imaginaba a la niña. Debía de ser una pakistaní, como Kedejah Ishak, que tenía la piel morena y una coleta negra y reluciente, y remaba en un lago contra el viento.

Su madre tuvo que explicárselo.

Las palabras más corrientes podían confundirte. La gente le decía cosas y él las oía, pero las oía tal como sonaban. Y la palabra o la imagen que sugerían se le grababan en el cerebro. La gente iba de vacaciones a “Por tu Gal” o a “Mal Horca” que debía de ser un sitio horrible. Edie le había hablado una vez de una mujer que estaba muy quemada porque su hija se había casado con un bala perdida que iba a hacerla desgraciada. La pobre mujer quemada le había producido pesadillas durante semanas.

Pero lo peor había sido el malentendido que tuvo con su abuela y que estuvo a punto de provocar una ruptura definitiva, de no ser porque su madre averiguó lo que le preocupaba y lo solucionó.

Una tarde, al salir de la escuela, fue a Pennyburn a tomar el té con su abuela Vi. Había tormenta y el viento soplaba con fuerza. De pronto, Vi, que estaba sentada junto al fuego, lanzó una exclamación de desagrado y se levantó para ir en busca de un biombo que puso delante de la puerta del jardín. Henry le preguntó por qué lo hacía y cuando ella se lo explicó se quedó tan horrorizado que casi no pronunció palabra durante el resto de la tarde. Nunca se había alegrado tanto de ver a su madre cuando fue a recogerlo, y le faltó tiempo para ponerse el anorak y salir de la casa, casi olvidando dar las gracias a Vi por el té.

Fue horrible. Pensaba que nunca querría volver a Pennyburn y sin embargo comprendía que tendría que hacerlo, aunque no fuera más que para proteger a Vi. Cada vez que su madre le proponía otra visita, daba una excusa o decía que prefería ir a casa de Edie. Hasta que una noche, mientras se bañaba, ella entró, se sentó en el water y empezó a hablarle… y llevó la conversación hacia el delicado tema hasta que le preguntó si había ocurrido algo para que no quisiera ir a casa de Vi.

– Antes te gustaba mucho ir. ¿Por qué ahora ya no?

– Tengo miedo.

– ¿De qué tienes miedo, cariño?

– Viene del jardín y entra en la sala. Vi puso un biombo, pero podría pasar por debajo. Y podría hacerle daño. Me parece que no debería vivir en esa casa.

– ¡Por todos los santos del cielo! ¿Qué es lo que entra?

Podía verla. Con su piel reluciente y verde, ondulándose por el suelo, irguiendo el cuerpo y abriendo la boca, preparada para atacar.

– Una serpiente horrible.

Su madre quedó desconcertada.

– Henry, ¿te has vuelto loco? Las serpientes están en el trópico o en el zoo. En Strathcroy no hay serpientes.

– ¡Sí las hay! -gritó él, frenético ante tanta estupidez-. Ella lo dijo, que una terrible serpiente entraba del jardín a la sala por la puerta. Ella me lo dijo.

Se hizo un largo silencio. Él miraba a su madre y ella le miraba a su vez con sus grandes ojos azules, pero sin reírse. Al fin, le dijo: