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Pumba, pumba. Estaban tranquilas y contentas. No le quedaba nada que hacer.

A la cama. De pronto, se sintió muy cansado. Subió la escalera, apagando las luces a su paso. Se desnudó en el vestidor. La chaqueta de esmoquin, la corbata, la camisa con la botonadura. Zapatos y calcetines. Los pantalones eran lo más difícil, pero tenía su técnica para quitárselos. No miraba hacia el espejo de cuerpo entero del armario porque le disgustaba verse desnudo; el lívido muñón del muslo, el reluciente metal de la pierna, los tornillos y bisagras, las correas y cordones que la sujetaban, a la vista, descaradamente, obscenamente.

Rápidamente, se puso el camisón, una prenda mucho más práctica para él que el pijama. Entró en el baño contiguo, orinó y se lavó los dientes. En el gran dormitorio no había ninguna luz encendida, pero por la ventana entraba el claro de luna. Isobel ya dormía pero se despertó al entrar él.

– ¿Archie?

Él se sentó en la cama.

– Sí.

– ¿Qué hora es?

– La una y veinte.

Ella dijo al cabo de un momento:

– ¿Habéis estado hablando?

– Sí. Perdona. Tenía que ayudarte.

– No importa. Son simpáticos.

Él desabrochó el arnés y, con suavidad, retiró del muñón la copa de cuero acolchado. Cuando se hubo quitado la prótesis, se inclinó para dejar el odioso artilugio en el suelo, al lado de la cama, con las fijaciones preparadas para poder ponérsela al día siguiente con la mayor facilidad posible. Sin la prótesis, se sentía desequilibrado y extrañamente ingrávido y el muslo le escocía. Había sido un día muy largo.

Se tendió al lado de Isobel y se subió la fresca sábana hasta los hombros.

– ¿Estás bien? -La voz de ella era soñolienta.

– Sí.

– ¿Sabes que Verena Steynton va a dar un baile para Katy? En septiembre.

– Sí. Me lo dijo Violet.

– Tendré que comprarme un vestido.

– Sí.

– No tengo nada que ponerme.

Volvió a dormirse.

Sabía lo que iba a suceder en cuanto empezaba. Siempre era lo mismo. Calles desiertas y lóbregas, llenas de pintadas. Cielo encapotado y lluvia. Él llevaba el chaleco antibalas y conducía un "Land Rover” blindado, pero ocurría algo raro, porque hubiera debido llevar acompañante e iba solo.

Tenía que llegar al cuartel. Allí estaría seguro. El cuartel era una comisaría requisada a la Policía del Ulster, fortificada y armada hasta los topes. Si podía llegar antes de que ellos aparecieran, estaría a salvo. Pero ya estaban allí. Siempre venían. Cuatro figuras, cortando la calle, bajo la lluvia. No tenían cara, solo pasamontañas, y le apuntaban con sus armas. Él buscó su rifle, pero no estaba. El “Land Rover” se había inmovilizado. Él no recordaba haber parado. La puerta estaba abierta y ellos lo sacaban a la fuerza, quizás esta vez lo mataran a golpes. Pero era lo mismo de siempre. La bomba. Parecía un paquete de papel marrón pero era una bomba, y ellos la ponían en la parte trasera del "Land Rover", y él los miraba. Y a continuación él volvía a estar al volante y ahora era cuando empezaba la pesadilla. Porque él iba a meter el coche en el cuartel y allí explotaría matándolos a todos.

Conducía como un loco. Aún llovía, no veía nada, pero pronto llegaría. Todo lo que tenía que hacer era entrar por la puerta, llevar el coche explosivo al foso, saltar al suelo como pudiera y correr como un condenado antes de que explotara la bomba.

El pánico lo destrozaba y su propia respiración le zumbaba en los oídos. Las puertas se abrían, él entraba, bajaba por la rampa al río. Sus paredes de hormigón se elevaban a uno y otro lado, sin dejar pasar la luz. Escapar. Tiraba de la palanca de la puerta pero, estaba atascada. La puerta no se abría, estaba atrapado, la bomba hacía tictac, mortífera, asesina, y él estaba atrapado. Gritó. Nadie sabía que él estaba allí. Siguió gritando…

Despertó chillando como una mujer, con la boca muy abierta y la cara empapada en sudor… unos brazos lo rodearon…

– Archie.

Ella lo abrazaba. Al cabo de unos instantes, lo empujó suavemente, obligándole a tumbarse otra vez. Lo consolaba como a un niño, gimiendo suavemente. Le besaba los párpados.

– No es nada. Sólo ha sido un sueño. Estas aquí, yo estoy contigo… ya pasó. Estás despierto.

Su corazón le golpeaba el pecho como un martillo y se estremecía en el sudor. Se quedó quieto en sus brazos y, poco a poco, su respiración se calmó. Alargó el brazo hacia el vaso de agua, pero ella llegó antes, se lo sostuvo mientras bebía y volvió a dejarlo en la mesita.

Cuando se hubo calmado, ella dijo con una punta de regocijo en la voz:

– Ojalá no hayas despertado a nadie o pensarán que te estoy matando.

– Sí. Lo siento.

– ¿Era… lo de siempre?

– Sí. Otra vez. La lluvia, los encapuchados, la bomba y el jodido foso. ¿Por qué tengo pesadillas de cosas que no me han pasado nunca?

– No lo sé, Archie.

– Quiero que se acaben de una vez.

– Lo imagino.

Se volvió y hundió la cara en el suave hombro de ella. Si esto acabara, quizá podría volver a ser un verdadero marido.

AGOSTO

1

En Croy, la llegada del correo no tenía hora fija. Tom Drystone, el cartero, debía cubrir con su furgoneta roja durante la jornada una extensa zona, por largos y sinuosos caminos de un solo sentido, que llevaban a remotas granjas de ovejas y a casas de campo de los estrechos valles. Mujeres jóvenes, aisladas con hijos pequeños, espiaban su llegaba mientras tendían la ropa al frío viento. Los viejos que vivían solos le encargaban las medicinas, le daban conversación y hasta le invitaban a tomar una taza de te. En invierno Tom cambiaba la furgoneta por un “Land Rover" y sólo la peor de las ventiscas le impedía ir a entregar la tan esperada carta de Australia o la blusa comprada por catálogo; y cuando los temporales del Noroeste averiaban las líneas del teléfono y de la electricidad, él era para mucha gente el único medio de comunicación con el mundo exterior.

Por ello, aunque Tom hubiera sido un hombre antipático e insociable, su diaria aparición habría sido bien recibida. Pero era un sujeto jovial que, nacido y criado en Tullochard, no se amilanaba ante los elementos desencadenados ni las ariscas soledades de su distrito. Además, cuando no hacía de cartero, se ganaba la admiración de sus vecinos tocando magistralmente el acordeón, y era figura obligada en el tablado de todos los bailes, con la jarra de cerveza a su lado en el suelo, dirigiendo a los danzarines en una interminable sucesión de jigas y ruedas. Y los pegadizos aires folclóricos le acompañaban a todas partes, porque Tom repartía el correo silbando.

Era mediados de agosto. Lunes. Un día de viento y nubes. No hacía calor pero al menos no llovía. Isobel Balmerino, envuelta en un gran delantal, estaba sentada a un extremo de la mesa de la cocina de Croy, desplumando tres pares de faisanes. Habían sido cobrados el viernes y habían permanecido colgados en la despensa durante tres días. Quizás hubieran tenido que reposar un poco más, pero quería acabar con aquel cisco y tener los bichos a buen recaudo en el congelador antes de que llegara el siguiente grupo de americanos.

La cocina era enorme y victoriana, y en ella abundaban los indicios de la ajetreada vida de Isobel. En un aparador había una vajilla de loza bastante desportillada y un tablero de avisos lleno de postales, direcciones y recordatorios de llamadas al fontanero. Los cestos de las perras estaban cerca de la cocina de carbón y de los ganchos del techo, antaño usados para curar jamones, colgaban ahora grandes ramas de flores secas. Sobre los fogones había una gran parrilla que se subía y bajaba con ayuda de una polea y en la que se ponían a secar las prendas de lana mojadas por la lluvia o la ropa planchada para acabar de quitarle la humedad. El sistema tenía sus inconvenientes porque, si había salmón para el desayuno, las fundas de almohada olían a pescado pero, a falta de armario secador, no había otra solución.