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Cómo mimaban, cómo adoraban, cómo se sacrificaban todos por Pandora. Y ella les pagó con…

Dejó la cartulina encima de la mesa y miró al mar. El camarero le llevó el café y el coñac en una bandejita. Le dio las gracias y pagó. Mientras sorbía el café amargo, negro y muy caliente, Pandora contempló las evoluciones de los windsurfistas y el lento deambular de los transeúntes por el paseo. El sol estaba muy bajo y el mar parecía oro líquido.

No había vuelto a casa. Por propia decisión. Nadie se lo había pedido. Y no habían ido en su persecución aunque tampoco había perdido contacto. Siempre cartas cariñosas. Cuando murieron sus padres, pensó que las cartas dejarían de llegar, pero no había sido así porque entonces Archie tomó el relevo. Detalladas descripciones de cacerías, noticias de los niños, chismorreos del pueblo. Y todas acababan igual. “Tenemos muchas ganas de verte. ¿Por qué no vienes a pasar unos días? Hace mucho tiempo que no te vemos. “

Un yate salió del puerto a motor, zumbando suavemente, hasta que estuvo lejos de la playa y pudo llenar las velas de viento. Ella contempló su paso, distraída. Veía la embarcación, pero su mirada interior estaba llena de imágenes de Croy. Una vez más, su pensamiento escapaba y ahora no intentó detenerlo. Iba a la casa. Subía la escalinata. La puerta principal estaba abierta. Ningún obstáculo. Podría entrar…

Dejó la taza con cierta brusquedad. ¿De qué servía? El pasado siempre es hermoso porque uno recuerda sólo las cosas buenas. Pero, ¿y el lado oscuro de la memoria? Hechos que era preferible no remover, dejarlos encerrados, como tristes reliquias metidas en un baúl, mantener la tapa bajada, la cerradura echada. Además, el pasado era la gente, no los lugares. Los lugares sin gente eran como estaciones sin trenes. Tengo treinta y nueve años. La nostalgia consume la energía del presente y yo ya soy vieja para alimentar nostalgias.

Alargó la mano hacía la copa de coñac. En aquel momento se proyectó una sombra sobre la mesa. Sobresaltada, levantó la vista y se encontró con un hombre. La saludó con una pequeña inclinación.

– Pandora.

– ¡Oh, Carlos! ¡Qué susto! ¿Es qué me sigues?

– Fui a la Casa Rosa y no había nadie. Ya que tú no vienes a verme, tendré que ser yo quien te busque.

– Lo siento de veras.

– De modo que probé en el puerto. Pensé que te encontraría por aquí.

– He bajado a comprar.

– ¿Puedo sentarme?

– Claro que sí.

Se sentó frente a ella. Era alto, de unos cuarenta y cinco años, correctamente vestido, con corbata y americana veraniega. Tenía el pelo negro, como los ojos y, a pesar del bochorno de la tarde, parecía fresco y bien planchado. Hablaba un inglés impecable y, según Pandora, tenía aspecto de francés. Pero era español.

Y muy atractivo, por cierto. Ella sonrió.

– Deja que te invite a un coñac.

4

Virginia Aird salió de “Harrod’s” empujando la puerta con el hombro. El calor y la gente eran agobiantes dentro de los grandes almacenes. La calle no estaba mucho mejor. El día era húmedo, el aire estaba cargado de gases de automóviles y una humanidad opresiva te rodeaba por todas partes. La calzada de Brompton Road estaba colapsada y las aceras congestionadas por un lento río de gente. Había olvidado ya que las calles de las ciudades pudieran contener tanta gente. Seguramente algunos serían londinenses que hacían su recorrido cotidiano, pero se tenía la impresión de que se había producido una invasión general de gentes de todo el orbe. Turistas y forasteros. Más de los que parecía posible. Estudiantes altos y rubios, con mochila. Familias enteras de italianos o, quizás, españoles; dos señoras indias de rutilante sari. Y, ¿cómo no?, americanos. Mis compatriotas, pensó Virginia con ironía. Se les reconocía por sus ropas y la gran cantidad de artículos fotográficos que les colgaban del cuello. Un hombre enorme llevaba hasta un sombrero tejano.

Eran las cuatro y media. Virginia había estado de compras todo el día y llevaba su botín en varias bolsas y paquetes. Le dolían los pies. Pero seguía parada en la acera, porque todavía no había decidido adónde ir.

Había dos alternativas.

Podía regresar inmediatamente, por cualquier medio de transporte disponible, a Cadgewith Mews donde se alojaba cómodamente en casa de su amiga Felicity Crowe. Le habían dado una llave, por lo que, aunque no hubiera nadie en casa, Felicity podía haber salido a la compra o a pasear el teckel por el parque, Virginia podría entrar, quitarse los zapatos, prepararse una taza de té y tumbarse en la cama a reponerse del agotamiento. La perspectiva era muy tentadora.

O podía ir a Ovington Street, exponiéndose a no encontrar en casa a Alexa. Eso era lo que debería hacer. No tenía ninguna obligación de ocuparse de Alexa, pero tampoco podía volver a Escocia sin haberse puesto en contacto con su hijastra. Ya lo había intentando la víspera desde luego, llamando por teléfono desde casa de Felicity pero no obtuvo respuesta; al parecer, Alexa había salido a divertirse por una vez. Lo intentó a la hora del almuerzo y, nuevamente, desde la peluquería, aún con el sofoco del secador, sin conseguir hablar con ella. ¿Estaría Alexa fuera de Londres?

En aquel momento, un pequeño japonés, que se acercaba mirando hacia atrás, chocó con ella haciendo caer al suelo uno de sus paquetes. El hombre se disculpó profusamente con su cortesía japonesa; recogió el paquete, lo limpió, se lo devolvió, hizo una reverencia, sonrió, se quitó el sombrero y se fue. Basta. Delante de ella paró un taxi a dejar pasaje y, antes de que alguien pudiera adelantársele, Virginia lo tomó.

– ¿Adónde, guapa?

Ya se había decidido.

– A Ovington Street.

No despediría el taxi hasta asegurarse de que Alexa estaba en casa. Si tampoco ahora la encontraba, iría directamente a casa de Felicity. Se sintió mejor cuando se hubo decidido. Bajó el cristal, se arrellanó en el asiento y pensó en quitarse los zapatos.

Era una carrera corta. Cuando el taxi entró en Ovington Street, Virginia se inclinó hacia delante buscando el coche de Alexa. Si el coche estaba, tenía que estar Alexa. El coche estaba. Era una furgoneta blanca con una franja roja, aparcada junto al bordillo delante de la puerta azul. Menos mal. Hizo una indicación al taxista y este detuvo el coche a mitad de la calle.

– ¿Puede esperar un momento? Voy a ver si hay alguien en casa.

– Vale, guapa.

Recogió sus compras y se apeó. Subió las escaleras y pulsó el timbre. Oyó ladrar a Larry y la voz de Alexa mandándole callar. Dejó los paquetes en el suelo, abrió el bolso y volvió atrás para pagar el taxi.

Alexa estaba en la cocina, batallando brevemente con los restos de su jornada de trabajo que había traído de Chiswick en la furgoneta. Sartenes, fiambreras de plástico, ensaladeras de madera, cuchillos, huevo hilado y una caja de cartón de botellas de vino llena de vasos sucios. Cuando todo estuviera limpio, seco y guardado, subiría a su habitación, se quitaría la arrugada falda de algodón y la blusa, se ducharía y se pondría ropa limpia. Después, prepararía una taza de té… Lapsang souchon con una rodaja de limón… sacaría a Larry y, a la vuelta, empezaría a pensar en la cena. De regreso de Chiswick se había parado en una pescadería y había comprado una trucha arco iris, la favorita de Noel. Asada, con almendras. Y quizá…