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– ¿Quieres que hablemos?

– Si tú quieres.

Virginia salió del dormitorio y cerró la puerta. Alexa dijo:

– Vamos abajo, te lo contaré.

– Es que todavía no he hecho lo que subí a hacer.

Y las dos se echaron a reír al mismo tiempo.

– Se llama Noel Keeling. Lo conocí en la calle. Había venido a cenar con los Pennington, que viven dos puertas más abajo, pero había equivocado de noche y estaba colgado.

– ¿Y esa fue la primera vez que lo viste?

– ¡Oh! No, ya nos habíamos visto antes, pero nada memorable. Fue en un cóctel, y después yo serví un almuerzo de directivos en empresa.

– ¿A qué se dedica?

– A publicidad. Está en “Wenborn & Weinburg”.

– ¿Cuántos años tiene?

– Treinta y cuatro -La cara de Alexa se iluminó con la expresión soñadora de la muchacha que por fin puede hablar de su amor-. Es… no podría describírtelo. Nunca se me dio bien describir a la gente.

Se hizo una pausa. Virginia esperaba. Al fin, tratando de hacer volver a Alexa al asunto, dijo:

– Venía a cenar aquí al lado pero se había equivocado de noche.

– Sí. Y estaba agotado. Se le veía en la cara lo cansado que estaba. Acababa de llegar de Nueva York y no había dormido nada. Lo vi tan mustio que lo invité a pasar. Y tomamos una copa y luego algo de cena. Chuletas. Y se quedó dormido en el sofá.

– No estarías muy amena.

– Vamos, Virginia, ya te lo he dicho. Estaba cansado.

– Perdona. ¿Qué más?

– A la noche siguiente, cuando vino a cenar con los Pennington, entró un momento y me trajo un gran ramo de rosas. En señal de agradecimiento. Y un par de noches después salimos a cenar. Y… bueeno, a partir de entonces, se hizo la bola de nieve.

Virginia se preguntó si, dadas las circunstancias, era apropiado hablar de “bola de nieve”. Pero sólo dijo:

– Ya.

– Y un sábado nos fuimos de excursión al campo. Hacía un día espléndido, un cielo muy azul, nos llevamos a Larry y anduvimos varias millas y, al regreso, cenamos por el camino y fuimos a su casa a tomar café. Y entonces… bueno… se había hecho tarde y…

– Y pasaste la noche con él.

– Sí.

Virginia sacó otro cigarrillo y lo encendió. Al cerrar el encendedor, preguntó:

– ¿Y a la mañana siguiente no te arrepentías?

– No me arrepentía.

– ¿Era la primera vez que tú…?

– Sí. No te hacía falta preguntarlo, ¿verdad?

– Cariño, te conozco.

– Al principio, estaba violenta por eso. Porque no podía dejar que lo descubriera. Y fingir tampoco podía. Hubiera sido como el que dice que sabe nadar estupendamente y luego se tira por el lado hondo y se ahoga. Yo no quería ahogarme. De manera que se lo dije. Estaba segura de que me tomaría por una colegiala o una cursi. ¿Y sabes lo que contestó? Dijo que era como recibir un regalo espléndido e inesperado. Y a la mañana siguiente me despertó con el taponazo de una botella de champaña. Y brindamos sentados en la cama. Y después…

Se interrumpió, como si se le hubieran acabado las palabras y el aliento.

– ¿La bola de nieve siguió creciendo?

– Bueno, ya te puedes figurar. Andábamos siempre juntos. Cuando no estábamos trabajando, claro. Y, al cabo de un tiempo, parecía ridículo que cada noche nos despidiéramos y nos fuéramos cada uno por su lado o que tuviéramos que prestarnos el cepillo de dientes el uno al otro. Lo hablamos. Él tiene un piso muy bonito en Pembroke Gardens y no me hubiera importado irme a vivir allí, pero no podía dejar la casa vacía, con todas las preciosidades de la abuela Cheriton. Ni me apetecía alquilarla, por la misma razón. Era un dilema, pero entonces Noel se encontró con unos amigos que acababan de casarse y querían alquilar algo mientras buscaban casa. Entonces, les cedió su piso y se instaló aquí.

– ¿Cuánto tiempo hace de eso?

– Unos dos meses.

– Y tú, ni una palabra a nadie.

– No es que me diera vergüenza ni que quisiera mantenerlo en secreto. Es que era todo tan maravilloso que deseaba que quedara entre nosotros dos. Era parte del encanto.

– ¿Tiene familia?

– Sus padres han muerto, pero tiene dos hermanas. Una, casada, en el Condado de Gloucester. La otra vive en Londres.

– ¿La conoces?

– No, ni tengo prisa por conocerla. Es mucho mayor que Noel y, al parecer, una mujer de gran carácter. Es directora de Venus y tiene mucha influencia.

– ¿Quieres que diga algo en casa?

– Haz lo que te parezca conveniente.

Virginia reflexionó.

– Sería preferible decírselo a Edmund antes de que se entere por otras personas. Viene mucho a Londres y tú ya sabes como habla la gente. Sobre todo los hombres.

– Eso dice Noel, ¿Querrías decírselo tu a papá? ¿Y a Vi? ¿Será muy difícil?

– En absoluto. Vi es asombrosa. Lo admite todo. Y, en cuanto a tu padre, en este momento me tiene sin cuidado lo que piense.

– ¿Qué dices? -Alexa frunció el ceño.

Virginia se encogió de hombros. También ella arrugó la frente. Todas las finas líneas de su cara tomaron relieve y ya no pareció tan joven.

– Será mejor que lo sepas. En estos momentos, nuestras relaciones dejan bastante que desear. Tenemos un conflicto permanente, sin palabras duras, pero con cierta helada cortesía.

– Pero…

Alexa, alarmada, se olvidó de Noel. Nunca había oído a Virginia hablar de su padre con aquella voz tan fría, ni recordaba que se hubieran peleado nunca. Virginia lo adoraba, se amoldaba a todos sus planes, estaba de acuerdo con todas sus sugerencias. Entre ellos dos nunca había habido más que amor y armonía, muestras de cariño y, siempre, incluso cuando cerraban la puerta, mucha risa y conversación. Constantemente parecían tener cosas que decirse y la estabilidad de su matrimonio era uno de los motivos por los que Alexa volvía a Balnaid cada vez que podía tomarse unas vacaciones. Le gustaba estar con ellos. La sola idea de que pudieran distanciarse, dejar de hablarse, dejar de quererse, le resultaba insoportable. Quizá nunca volvieran a ser los mismos. Quizá se divorciaran…

– No puedo ni pensarlo. ¿Qué ha sucedido?

Virginia, al ver cómo se borraba la alegría de la cara de Alexa, lamentó haber dicho tanto. Hablando de Noel había olvidado que Alexa era su hijastra y se había permitido comentar sus problemas con toda libertad, como con una amiga intima. Una mujer de su misma edad. Y Alexa no era una mujer de su misma edad.

– No pongas esa cara de susto -dijo rápidamente-. No es para tanto. Es sólo que Edmund se empeña en enviar a Henry a un internado y yo no quiero. No tiene más que ocho años, es muy pequeño. Edmund sabe lo que pienso y, sin embargo, lo decidió todo sin consultarme y yo me enfadé. El tema se ha calentado de tal manera que no podemos ni hablar de él. Ni mencionarlo. Y cada uno sigue en sus trece. Es una de las razones por las que me llevé a Henry a Devon. Él sabe que va a ir a un colegio y que su padre y yo estamos enfadados. Yo procuro que se divierta y que todo parezca normal. Y nunca se me ocurriría decirle ni una palabra contra Edmund. Ya sabes cómo adora a su padre. Pero no es fácil.

– Pobre Henry.

– Sí. Pensé que le vendría bien pasar un par de días con Vi. Se llevan estupendamente, ya lo sabes. Con la excusa de comprar un vestido y verte a ti, vine a Londres a pasar un par de días. En realidad, no necesitaba el vestido, pero te he visto y me alegro de que mi viaje haya servido para algo.

– Pero ahora tienes que volver a Balnaid.

– Sí. Quizá todo se arregle.

– Lo siento. Pero lo entiendo. Sé cómo es papá cuando se le mete algo en la cabeza. Es como una pared de ladrillo. Así actúa en el trabajo. Seguramente, por eso le va tan bien. Pero no resulta fácil para el que está enfrente y tiene otra opinión.

– Exactamente. A veces pienso que sería más humano que por una vez en su vida, hiciera un buen disparate. Entonces tendría que reconocer que también puede equivocarse. Pero él nunca hace disparates ni tiene que reconocer nada.