Pero ahora, después de conocer a Virginia Aird, descubrió que sus ideas sobre Balnaid cambiaban rápidamente. Porque aquella mujer, elegante y sofisticada, con aquellos cautivadores ojos y su leve acento trasatlántico, nunca podría ser aburrida. Sin duda, era lo bastante perceptiva como para dejarte a solas con el Times si era eso lo que te apetecía y, al mismo tiempo, el tipo de anfitriona que, en un momento, te organiza un divertido pasatiempo o invita a tomar una copa a un grupo de gente estupenda. Su imaginación buscó otros alicientes. Probablemente, habría pesca. Y caza. Aunque eso le serviría de poco, ya que nunca había tenido una escopeta en la mano. Sin embargo…
– Muy amable en invitarme -agradeció.
– Sería preferible actuar de un modo natural… hacer como si tuvieras que ir por algún motivo -Reflexionó y su cara se iluminó con una súbita inspiración-. Pues, claro. El baile de los Steynton. ¿Qué más natural? Ya sé que Alexa no está muy decidida pero…
– Dice que sin mí no va y como yo no tengo invitación…
– Eso no importa. Hablaré con Verena Steynton. En estas ocasiones siempre faltan hombres. Estará encantada.
– Tal vez tengas que convencer a Alexa.
Mientras lo decía, entró Alexa con un jarrón rosa y blanco en el que había colocado airosamente las flores de Noel.
– ¿Tramando algo a espaldas mías? -Dejó el jarrón en la mesa situada detrás del sofá-. ¿No son una preciosidad? Eres muy atento, Noel. Me hace mucha ilusión que me traigan flores -Jugueteó con un clavel que colgaba y luego abandonó el ramo y volvió a sentarse en un extremo del sofá-. ¿Convencer a Alexa de qué?
– De que acudas al baile de los Steynton -explicó Virginia- y lleves a Noel. Yo le conseguiré una invitación. Y os quedáis en Balnaid.
– Es que quizá Noel no quiera ir.
– Yo nunca dije que no quisiera ir.
– ¡Sí que lo dijiste! -Alexa estaba indignada-. La mañana en que llegó la invitación dijiste que las danzas tribales no eran tu fuerte. Yo pensé que eso resumía la cuestión.
– En realidad, ni siquiera llegamos a plantearla.
– ¿Significa eso que estás dispuesto a ir?
– Si tú quieres que vaya, por supuesto.
Alexa movió la cabeza con un gesto de incredulidad.
– Piensa, Noel, que serán danzas tribales. Ruedas y esas cosas. ¿Lo resistirías? Si no bailas, no es divertido.
– No creas que va a venirme de nuevo. El año que fui a pescar a Sutherland, hubo jarana una noche en el hotel y todos saltamos como demonios y, si mal no recuerdo, yo salté como el que más. Un par de whiskies es todo lo que necesito para perder la vergüenza.
Virginia rió.
– Y, si tan mal lo pasa el pobre, siempre habrá algún nightclub o discoteca en el que refugiarse. -Aplastó el cigarrillo-. ¿Qué dices, Alexa?
– ¿Y qué puedo decir si entre los dos ya lo habéis organizado todo?
– Entonces, nuestro pequeño problema está resuelto.
– ¿Qué pequeño problema?
– El de que Noel y Edmund se conozcan casualmente.
– Ya.
– No pongas esa cara. Es el plan ideal. -Miró el reloj y dejó el vaso-. Tengo que marcharme.
Noel se puso en pie.
– ¿Te llevo?
– No. Muy amable, pero si encuentras un taxi te lo agradeceré.
Mientras él estaba fuera, Virginia volvió a calzarse los zapatos, retocó con las manos su hermoso peinado y se puso la chaqueta roja. Mientras la abrochaba, tropezó con la ansiosa mirada de Alexa y le sonrió animosamente.
– No te preocupes por nada. Antes de que llegues, te habré preparado el terreno.
– Pero vosotros dos… No seguiréis peleados, ¿verdad? No podría soportar la tensión de veros enfadados.
– Claro que no. Olvídalo. No debí decirte nada. Lo pasaremos estupendamente. Y cuando el pobre Henry se haya ido al colegio, tu compañía me animará.
– Pobrecito. No puedo ni pensarlo.
– Yo tampoco. Pero ni tú ni yo podemos hacer nada. -Se besaron-. Gracias por la copa.
– Gracias por la visita. Y por ser tan estupenda. ¿Te… te cae bien verdad, Virginia?
– Lo encuentro fantástico. ¿Contestarás ahora a la invitación?
– Desde luego.
– Y, Alexa, cómprate un vestido de ensueño.
5
Edmund Aird entró con su “BMW” en el aparcamiento del aeropuerto de Edimburgo cuando el avión del puente aéreo de las siete emergía de las nubes y se disponía a aterrizar. Sin prisas, buscó una plaza, aparcó, salió del coche y cerró la puerta, sin dejar de observar el avión. Había calculado bien el tiempo y ello le producía una viva satisfacción. Le impacientaba tener que esperar algo o a alguien. Cada instante era precioso y perder aunque sólo fueran cinco minutos paseando sin hacer nada le ponía nervioso.
Salió del aparcamiento, cruzó la carretera y entró en la terminal. El aparato que traía a Virginia había aterrizado ya. Había gente esperando a los viajeros. Un grupo heterogéneo. Unos daban muestras de viva agitación mientras otros aparentaban una total indiferencia. Una mujer joven con tres niños pequeños que alborotaban dando vueltas a su alrededor perdió la paciencia y dio un cachete a uno de ellos. El niño empezó a berrear. El carrusel de los equipajes comenzó a girar. Edmund hacía sonar las monedas en el bolsillo del pantalón.
– Edmund.
Al volverse vio a un hombre al que encontraba casi todos los días en el club a la hora del almuerzo.
– ¿A quién esperas?
– A Virginia.
– Yo espero a mi hija y a mis dos nietos. Vienen a pasar una semana con nosotros. Unos amigos se casan y la niña va a ser dama de honor. Por lo menos, el avión ha llegado puntualmente. La semana pasada tomé el puente de las tres y no despegamos de Heathrow hasta las cinco y media.
– Sí. Desde luego, es una lata.
Las puertas de lo alto de la escalerilla se abrieron y los pasajeros empezaron a bajar. Algunos buscaban a los que los esperaban, otros parecían desorientados y angustiados cargados con un excesivo equipaje de mano. Había la proporción normal de hombres de negocios que regresaban de asistir a reuniones y conferencias en Londres con la consabida cartera, el paraguas y el periódico doblado. Uno, con toda naturalidad, llevaba un ramo de rosas rojas.
Edmund, aguardando la aparición de Virginia, los observaba. Al verlo, alto y elegantemente vestido, nadie hubiera podido sorprender ni asomo de la inquietud que sentía en sus ojos de pesados párpados o en sus facciones. Porque Edmund no estaba seguro de que Virginia se alegrara de verlo allí.
Desde la tarde en que le había dado a conocer su decisión de enviar a Henry al internado, sus relaciones eran dolorosamente tensas. Era su primera pelea y aunque era hombre que podía prescindir perfectamente de la aprobación de sus semejantes, todo aquello le fastidiaba y estaba deseando que acabara de una vez aquella glacial cortesía que se había instalado entre ellos dos.
No tenía muchas esperanzas. En cuanto la escuela primaria de Strathcroy inició las vacaciones de verano, Virginia se llevó a Henry a Devon, a pasar tres largas semanas en casa de sus padres. Edmund esperaba que aquella larga separación curase las heridas y pusiera fin al mal humor de Virginia, pero las vacaciones, pasadas en compañía de su adorado hijito, parecían haber endurecido su actitud y había regresado a Balnaid más fría que nunca.
Edmund podía soportarlo, pero sabía que la tensión que existía entre ellos no pasaba inadvertida a Henry. El niño se había vuelto reservado y llorica y estaba más apegado que nunca a su precioso Moo. Edmund odiaba a Moo. Le parecía ofensivo que su hijo fuera incapaz de dormirse sin aquel asqueroso pingo de manta. Hacía meses que decía a Virginia que se lo quitara pero Virginia, por lo visto, había hecho caso omiso de sus consejos. Ahora sólo faltaban unas semanas para que Henry se fuera a Templehall y allí harían lo que no había hecho ella.