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Después del desastre de las vacaciones en Devon, Edmund frustrado ante la obstinada reserva de Virginia, pensó en provocar otra pelea a fin de precipitar las cosas. Pero decidió que con ello sólo conseguiría empeorar la situación. En su actual estado de animo, Virginia era capaz de hacer las maletas y marcharse a Leesport, Long Island, a casa de sus amantísimos abuelos, que acababan de regresar del crucero. Allí la mimarían como siempre y le dirían que tenía razón y que Edmund era un monstruo obstinado por pretender separarla del pequeño Henry.

De modo que Edmund optó por no remover el asunto e intentar capear el temporal. Al fin y al cabo, no pensaba cambiar de idea ni hacer concesiones. En realidad, era Virginia quien debía decidir si entraba en razón.

Cuando anunció que se iba a Londres a pasar unos días, Edmund recibió la noticia con alivio. Si unos días de diversiones y compras no podían disipar su mal humor, nada lo lograría. Henry, dijo ella, se quedaría con Vi. Él podía hacer lo que quisiera. Por lo tanto, metió a los perros en las perreras de Gordon Gillock, cerró Balnaid y pasó la semana en su piso de Moray Place.

Aquella semana de soledad no le supuso ningún sacrificio. Sencillamente, barrió de su mente todos los problemas domésticos, se dejó absorber por el trabajo y disfrutó de la oportunidad de efectuar largas y productivas jornadas en el despacho. Por otra parte, la noticia de que Edmund Aird estaba en la ciudad solo se propagó rápidamente. Los hombres atractivos estaban siempre muy solicitados y le llovieron las invitaciones a cenar. Durante la ausencia de Virginia, había salido todas las noches.

Pero la verdad era que él quería a su mujer y le dolía profundamente el obstáculo que estaba interponiéndose durante tanto tiempo entre ellos como un pantano fétido. Mientras esperaba verla aparecer, hacía votos fervorosos para que las diversiones de Londres la hubieran dispuesto a una tesitura más razonable.

Por su propio bien. Porque él no tenía intenciones de vivir ni un día más bajo aquella nube de hostilidad y, como no hubiera depuesto su actitud, estaba decidido a quedarse en Edimburgo y no volver a Balnaid.

Virginia fue una de los últimos pasajeros en aparecer por la puerta. Empezó a bajar las escaleras. La vio inmediatamente. Se había cambiado de peinado y vestía ropa desconocida y evidentemente recién estrenada. Un pantalón negro, una blusa azul zafiro y un impermeable larguísimo que le llegaba casi a los tobillos. Además del bolso de mano, llevaba numerosas bolsas y cajas relucientes y extravagantes. Era la viva imagen de la mujer elegante recién llegada de una expedición a las mejores tiendas. Estaba guapísima y parecía unos diez años más joven.

Y era su mujer. Ahora se daba cuenta de lo mucho que la había echado de menos, a pesar de todo. No se movió. Sentía los latidos de su corazón.

Ella, al verlo, se detuvo. Sus miradas se encontraron. Aquellos ojos tan azules y brillantes. Durante un largo momento, sólo se miraron. Luego, ella sonrió y siguió bajando la escalera.

Edmund exhaló un largo suspiro en el que se mezclaban el alivio, la alegría y una especie de juvenil sosiego. Al parecer, Londres había surtido efecto. Todo se arreglaría. Sintió que su rostro se abría en una sonrisa irreprimible y fue a su encuentro. Diez minutos después, se encontraban en el coche, con el equipaje de Virginia en el portamaletas, las puertas cerradas y los cinturones abrochados. Los dos solos y juntos.

Edmund, agitó las llaves del coche en la mano y preguntó:

– ¿Qué quieres hacer?

– ¿Tú que sugieres?

– Podemos volver a Balnaid directamente. O quedarnos en el piso. O cenar en Edimburgo y después irnos a Balnaid. Henry pasa una noche más en casa de Vi, o sea que estamos libres.

– Me gustaría ir a cenar y después a casa.

– Pues eso haremos -Introdujo la llave y accionó el encendido-. He reservado mesa en “Rafaelli’s”

Maniobró por el abarrotado aparcamiento, se acercó a la garita y pagó. Luego salió a la carretera.

– ¿Qué tal Londres?

– Mucho calor y mucha gente. Pero bien. He visto a montones de gente y he ido por lo menos a cuatro fiestas, y Felicity tenía entradas para El fantasma de la ópera. He gastado tanto que cuando recibas las facturas te dará un ataque.

– ¿Te has comprado el vestido para la fiesta de los Steynton?

– Sí. Es un “Carolina Charles”. Una creación fabulosa. Y he ido a la peluquería.

– Ya veo.

– ¿Te gusta?

– Muy elegante. Y el impermeable es nuevo.

– Al llegar a Londres me vi tan provinciana, que perdí la cabeza. Es italiano. En Strathcroy no me servirá de mucho, desde luego, pero no pude resistirme.

Se reía. Esta era su dulce Virginia. Se sentía contento y agradecido y se propuso recordarlo cuando llegaran los inevitables estadillos de “American Express”.

– Ya veo que tendré que ir a Londres más a menudo -decía ella.

– ¿Has visto a Alexa?

– Sí y tengo muchas cosas que contarte, pero las reservaré para la cena. ¿Cómo está Henry?

– Llamé la otra noche. Como siempre, disfrutando. Vi invitó a Kedejah Ishak a tomar el té en Pennyburn y ella y Henry construyeron una presa en el arroyo y botaron barquitos de papel. Estaba muy contento de quedarse con Vi una noche más.

– ¿Y tú? ¿Qué has hecho?

– Trabajar. Cenar fuera. He hecho mucha vida de sociedad esta semana.

Ella le miró de soslayo.

– No me sorprende -dijo, sin rencor.

Tomó la carretera vieja de Glasgow desde la que se divisaba Edimburgo, con su impresionante aspecto de grabado romántico bajo el inmenso cielo gris acero. Las calles anchas y arboladas, la silueta de las espiras y las torres y, dominándolo todo, la sombría mole del castillo, con la bandera ondeando. Entraron en el barrio de New Town, con sus armoniosas plazas georgianas y sus espaciosos paseos. Los edificios habían sido limpiados recientemente y, a la última luz de la tarde, las fachadas de las ventanas y los pórticos clásicos con airosos remates en forma de abanico tenían color de miel.

Edmund, soslayando la zona de circulación de un solo sentido, se metió por un laberinto de callejones, fue a salir a una callecita adoquinada y detuvo el coche junto al bordillo, delante de un pequeño restaurante italiano. Al otro lado de la calle se levantaba una de las bonitas iglesias de Edimburgo. En lo alto de la torre, sobre el gran arco del pórtico, las manecillas de un reloj dorado se acercaban a las nueve. Cuando se apearon, empezaron a sonar las campanadas sobre los tejados. Nubes de palomas asustadas alzaron el vuelo en una explosión de alas. Cuando sonó la ultima campanada, volvieron a posarse en los alfeizares y parapetos, arrullando, con las alas recogidas, fingiendo que nada había ocurrido, como avergonzadas de su atolondrada agitación.

– Ya podían haberse acostumbrado al ruido. Haberse curtido.

– Nunca he visto un palomo curtido. ¿Y tú?

– Pues, ya que me lo preguntas, yo tampoco.

La cogió del brazo para llevarla hacia la puerta. El restaurante era pequeño, la iluminación tenue y el aire olía a café recién hecho, a ajo y a deliciosa cocina mediterránea. Estaba bastante concurrido y no había apenas mesas libres, pero el jefe de camareros, al verlos, fue a su encuentro.

– Buenas noches, Mr. Aird. Y Madame.

– Buenas noches, Luigi.

– Tengo su mesa preparada.

Era la mesa que Edmund había pedido, la del rincón, debajo de la ventana. Un mantel de algodón adamascado de color rosa, almidonado, unas servilletas de algodón adamascado de color rosa y una sola rosa en un esbelto florero. Acogedor, íntimo y alegre a la vez. El ambiente ideal para hacer las paces.

– Perfecto, Luigi, gracias. ¿Y el “Moet & Chandon”?

– Enfriándose, Mr. Aird.

Bebieron el champaña frío. Virginia dio detalles de sus actividades sociales, las exposiciones de arte que había visitado y el concierto del “Wigmore Hall”.