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Seleccionaron el menú con calma. Dejaron de lado los raviolli y encargaron pâté de pato y salmón frío del Tay.

– No sé por qué te traigo a un restaurante italiano si tú vas a pedir salmón del Tay, que puedes comer en casa.

– Es que no hay en el mundo nada tan bueno y, después de todo el barullo de Londres, estoy harta de comida extranjera.

– No pienso preguntar con quién has comido.

– Ni yo con quién has comido tú -sonrió ella.

Sin prisa, saborearon una cena perfecta, que remataron con frambuesas con nata y un Brie de la consistencia justa. Ella le habló de la exposición de Burlington House, de los planes de Felicity Crowe para comprar un cottage en Dorset y trató de explicar, con gran lujo de confusos detalles, el argumento de El fantasma de la Ópera. Edmund, que ya lo conocía, la escuchaba absorto sólo por el placer de volver a tenerla delante, oír su voz y compartir sus alegrías.

Finalmente, retiraron los platos y sirvieron el café, negro y fragante, en tazas muy pequeñas. Y un platillo de obleas de chocolate a la menta.

Casi todas las mesas estaban vacías. Sólo quedaba otra pareja, tomando coñac. El hombre fumaba un puro.

La botella de “Moet & Chandon” estaba vacía y puesta boca abajo en el cubo.

– ¿Quieres un coñac? -preguntó Edmund.

– No. Nada más.

– Yo sí tomaría uno pero tengo que conducir.

– Podría conducir yo.

Él movió la cabeza.

– No necesito coñac -Se reclinó en la silla-. Me lo has contado todo, pero aún no me has hablado de Alexa.

– Lo reservaba para el final.

– ¿Porque es algo bueno?

– Yo creo que sí. No estoy segura de lo que pensarás tú.

– Vamos a ver.

– ¿No te pondrás victoriano?

– Me parece que nunca lo he sido.

– Alexa vive con un hombre. Se ha instalado con ella en la casa de Ovington Street.

Edmund no respondió en seguida. Luego, pausadamente preguntó:

– ¿Desde cuándo?

– Desde junio, creo. No nos dijo nada porque temía darnos un disgusto.

– ¿Es que cree que él no va a gustarnos?

– No. Imagino que ella cree que te gustará mucho. Pero no sabía cómo ibas a tomarlo. Por eso me ha pedido que te lo diga.

– ¿Tú lo has visto?

– Sí. Tiene buen aspecto y es simpático. Se llama Noel Keeling.

La taza de Edmund estaba vacía. Hizo una seña a Luigi para que volviera a llenársela. Luego removió el azúcar con aire pensativo y la mirada baja sin dejar traslucir sus sentimientos.

– ¿Qué piensas?

– Pienso que estoy pensando que creía que esto no iba a suceder nunca.

– ¿Y te alegras?

– Me alegro de que Alexa haya encontrado a alguien que la quiera lo suficiente como para pasar mucho tiempo a su lado. Las cosas hubieran sido más fáciles para todos si hubiesen ocurrido de una forma menos dramática, pero imagino que hoy en día es inevitable que, antes de tomar una decisión, los jóvenes vivan juntos una temporada. -Bebió un sorbo de café caliente y dejó la taza en el platillo-. Lo que ocurre es que es una niña tan extraordinariamente cándida.

– Ya no es una niña, Edmund.

– Cuesta trabajo no imaginar a Alexa como una niña.

– Pues tendremos que acostumbrarnos.

– Ya me doy cuenta.

– La idea de comunicarlo a la familia la pone nerviosa. Ella me pidió que te lo contara pero, en el fondo, tengo la impresión de que no le hace gracia que se haya descubierto su secreto.

– ¿Qué crees que debo hacer?

– Nada. Va a traerlo a Balnaid en septiembre, para el baile de los Steynton. Y todos nos comportaremos con la mayor naturalidad del mundo… como si fuera un amigo de la infancia o un compañero del colegio. No creo que podamos hacer más. El resto depende de ellos.

– ¿Fue idea tuya o de Alexa?

– Mía -respondió Virginia, no sin orgullo.

– Eres una chica lista.

– También hablé con ella de otras cosas, Edmund. Le dije que, durante las últimas semanas, tú y yo no habíamos sido precisamente muy buenos amigos.

– Y no exagerabas.

Ella le miró fijamente con sus ojos brillantes.

– Yo no he cambiado de opinión -le dijo-. Ni he cambiado de actitud. No quiero que Henry se vaya y creo que es muy niño y que cometes un error; pero sé que esta tensión está afectándole y he decidido que debemos dejar de pensar en nosotros y pensar un poco más en los niños. En Henry y en Alexa. Porque Alexa me dijo que no vendría si seguíamos asesinándonos con la mirada porque no soporta la idea de que entre nosotros pueda haber mal ambiente -Hizo una pausa, esperando que Edmund hiciera algún comentario. Como él calló, prosiguió-: Lo he pensado bien. Intenté imaginar lo que sería ir a Leesport y encontrar a mis abuelos tirándose los platos a la cabeza y no pude, y así tenemos que ser nosotros para Henry y Alexa. No me estoy rindiendo, Edmund. Nunca aceptaré tu idea. Pero lo que no se puede curar se tiene que aguantar. Además, te he echado de menos. No me gusta estar sola. En Londres no hacía más que desear que estuvieras conmigo -Apoyó los codos en la mesa, con la barbilla entre las manos-. Porque te quiero.

Al cabo de un momento, Edmund dijo:

– Lo siento.

– ¿Qué te quiera?

Negó con la cabeza.

– No; siento haber ido a Templehall y haber decidido el asunto con Colin Henderson sin consultarte. Debí tener más consideración. Fue un acto despótico.

– Nunca te había oído reconocer que estabas equivocado.

– Y espero que no vuelvas a oírme. Duele -Le cogió una mano-. ¿Un armisticio?

– Con una condición.

– ¿Qué condición?

– Que cuando llegue el día fatídico en que Henry tenga que ir a Templehall, no me pidas que lo acompañe. No creo que físicamente sea capaz de hacerlo. Más adelante, cuando ya me haya acostumbrado a estar sin él, quizá. Pero el primer día, no.

– Yo lo haré -asintió Edmund-. Yo le acompañaré.

Era tarde. La otra pareja se había marchado y los camareros trataban de disimular que no estaban deseando que Edmund y Virginia se fueran también a casa y les dejaran cerrar el local. Edmund pidió la cuenta y, mientras la esperaban, se reclinó en la silla, metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó un pequeño paquete envuelto en un grueso papel blanco y sellado con lacre rojo.

– Para ti -Lo puso encima de la mesa, entre los dos-. Un regalo de bienvenida.

6

En ningún otro sitio se encontraba Henry tan a gusto como en casa de Vi, cuando no podía estar en Balnaid, su casa. En Pennyburn tenía su propio dormitorio, un cuartito situado encima de lo que antes había sido la puerta principal, con una estrecha ventana que daba al jardín, el valle y las montañas. Por aquella ventana, doblando el cuello, podía ver hasta Balnaid, semiescondido entre los árboles, al otro lado del río y del pueblo. Por la mañana, cuando se sentaba en la cama veía al sol extender los largos dedos de sus primeros rayos sobre los campos y escuchaba el canto del mirlo que anidaba en las ultimas ramas del viejo saúco que crecía junto al arroyo. A Vi no le gustaban los saúcos, pero a este le había perdonado la vida porque era un árbol bueno para que Henry trepara. Y él había descubierto el nido del mirlo.

La habitación era tan pequeña que producía la impresión de estar durmiendo en un armario, y eso era estupendo. Había espacio para la cama y una cómoda con un espejo, y nada más. Un par de perchas clavadas detrás de la puerta hacían de armario y había una luz muy bonita a la cabecera y se podía leer en la cama. La alfombra era azul y las paredes blancas. Había un bonito cuadro de un bosque lleno de campanillas y las cortinas eran blancas, salpicadas de ramos de flores silvestres.

Era su última noche con Vi. Al día siguiente, su madre vendría a buscarlo para llevarlo a casa. Habían sido unos días muy raros, porque la escuela primaria de Strathcroy ya había empezado el curso de invierno y todos sus amigos habían vuelto a clase. Y Henry, que debía ir a Templehall, se había quedado sin nadie con quien jugar. Pero no importaba, porque Edie iba casi todas las mañanas a la casa y Vi siempre tenía grandes ideas para divertir y entretener a un niño. Habían trabajado en el jardín, le había enseñado a hacer galletas y, para ultima hora de la tarde, había sacado un puzzle gigante con el que habían batallado juntos. Una tarde, Kedejah Ishak había ido a tomar el té al salir de la escuela y ella y Henry habían construido una presa en el arroyo y habían acabado muy mojados. Otro día, Vi se lo había llevado de picnic al lago y habían recogido una colección de veinticuatro flores silvestres. Le había enseñado a prensarlas entre hojas de papel secante y libros gruesos y, cuando estuvieran listas, podría pegarlas en una libreta con cinta adhesiva.