Выбрать главу

Cuando ella murió, su testamento reflejó esta bondad irresponsable. Dejó un legado considerable a un joven que nada tenía que ver con la familia y al que había tomado bajo su protección y, por alguna razón, deseaba ayudar.

Aquello fue un duro golpe para Noel. Con los sentimientos -y el bolsillo- heridos, se sintió acometido por un resentimiento totalmente impotente. De nada servía enfurecerse, ya que ella se había ido. No podía discutir, acusarla de deslealtad ni pedirle explicaciones. Su madre se había situado fuera de su alcance. La imaginaba a salvo de su ira, al otro lado de un abismo o de un río infranqueable, rodeada de sol, de prados, de árboles o de lo que fuera su personal concepto del cielo. Probablemente, ella, con aquella dulzura suya, se reía de su hijo y en sus oscuros ojos habría una luz de travesura, de diversión, imperturbable ante sus exigencias y reproches.

Con sólo dos hermanas a las que importunar, Noel se desentendió de la familia y se dedicó al único elemento estable que quedaba en su vida, su trabajo. Con cierta sorpresa y con asombro de sus superiores, descubrió que, a fin de cuentas, la publicidad no sólo le interesaba, sino que se le daba bien. Cuando se liquidó el patrimonio de su madre y su parte de la herencia estuvo segura en el Banco, sus fantasías juveniles de grandes proyectos lucrativos y rápidos beneficios se habían disipado para siempre. Al mismo tiempo, Noel comprendió que una cosa era hacer fortuna con capital ajeno y otra muy diferente exponer el dinero propio. Experimentaba un sentimiento protector hacia su cuenta bancaria, como si se tratara de una criatura, y no quería poner en peligro su seguridad. Lo que hizo fue cambiar de coche y empezar a buscar otra casa…

La vida seguía. Pero la juventud había pasado y aquella era otra vida. Poco a poco, Noel lo aceptó y, al mismo tiempo, descubrió que era incapaz de reprochar nada a su madre. Alimentar resentimiento era fatigoso e inútil. Al fin y al cabo, debía reconocer que no había salido tan mal parado. Además, la echaba de menos. Durante los últimos años la veía poco, retirada como vivía ella en lo más remoto del Gloucestershire, pero, no obstante, la sabía allí, al extremo de un hilo telefónico o al final de un largo viaje por carretera, cuando quería alejarse de las calurosas calles de Londres. No importaba que fuera solo o que llevara a media docena de amigos a pasar el fin de semana. Siempre había sitio, un recibimiento plácido, una comida deliciosa y muchas cosas, o absolutamente nada que hacer. Un alegre fuego en la chimenea, flores, baños calientes, camas mullidas, buenos vinos y conversación amena.

Todo esto acabó. La casa y el jardín se vendieron a personas extrañas. Ya no volvería a sentir el calor ni el aroma de la cocina, ni la grata sensación de que otra persona se encargaba de todo y no había que tomar ninguna decisión. Además, había desaparecido la única persona del mundo con la que no había que fingir ni disimular. A pesar de lo insoportable e imprevisible que a veces le parecía su madre, su muerte le dejó un gran vacío y necesitó mucho tiempo, ahora lo recordaba con tristeza, para acostumbrarse a vivir sin ella.

Suspiró. Todo parecía muy lejano. Otro mundo. había terminado el whisky y miraba la oscuridad. Recordó lo largas que se le hacían las noches cuando tuvo el sarampión, tan largas como toda una vida, como si cada minuto durase una hora y el amanecer tardara una eternidad.

Ahora, treinta años después, veía amanecer. El cielo se iluminaba y el sol que asomaba por el falso horizonte de las nubes tiñéndolo todo de rosa le deslumbraba. Contempló el alba, contento de que hubiera acabado la noche y no tuviera ya que intentar dormir.

Alrededor, la gente rebullía. Salieron las azafatas con unos zumos de naranja y unas toallas calientes. Se frotó la cara con la toalla y sintió el áspero roce de la barba. Había quien sacaba el neceser y se iba al tocador. Él se quedó donde estaba, ya se afeitaría en casa.

Llegó a casa tres horas después. Cansado y desaliñado, se apeó del taxi y pagó. El aire de la mañana era fresco, una bendición comparado con el de Nueva York. Lloviznaba. En Pembroke Square los árboles reverdecían y las aceras estaban mojadas. Aspiró al aire fresco y cuando el taxi se alejó se quedó quieto un momento, pensando que sería agradable dedicar el día a descansar. Dormir unas horas y dar un largo paseo. Pero no podía. El presidente le esperaba en el despacho. Noel cogió la maleta y la cartera, bajó los escalones y abrió la puerta. Vivía en un piso llamado con jardín porque en la parte de atrás tenía un balcón que daba a un minúsculo patio, su parte del jardín de la casa. Por la tarde daba el sol, pero a aquella hora estaba sombrío y en una de las tumbonas dormía enroscado el gato del piso de arriba que habría pasado allí la noche. El piso no era grande pero las habitaciones eran espaciosas: sala de estar, dormitorio, cocina y baño. Si alguien se quedaba por la noche, tenía que dormir en un complicado mueble que, bien manejado, se convertía en una cama de matrimonio. Mrs. Muspratt, la interina, había pasado por allí durante su ausencia y la casa estaba limpia y ordenada. Pero olía a cerrado. Abrió el balcón y echó al gato. En el dormitorio, corrió la cremallera de la maleta y sacó el neceser. Se desnudó dejando en el suelo su ropa arrugada. En el baño, se lavó los dientes, tomó una ducha caliente y se afeitó. Lo que ahora necesitaba más que nada era un café bien cargado. Envuelto en el albornoz y descalzo, entró en la cocina, llenó el cacharro del agua, lo conectó y puso el café en su cafetera francesa. El aroma resultó tonificante y delicioso.

Mientras se filtraba el café, recogió el correo, se sentó a la mesa de la cocina y fue revisando los sobres. Nada parecía urgente. había, sí, una postal de Gibraltar, de colores chillones. Le dio la vuelta. Había sido echada al correo en Londres y era de la esposa de Hugh Pennington, un ex compañero de colegio que vivía en Ovington Street.

«Noel, he intentado hablar contigo, sin conseguirlo. Si no tienes inconveniente, te esperamos a cenar el trece. Entre siete y medía y ocho. Traje de calle. Afectuosamente, Delia.»

Noel suspiró. Esta noche. Si no tienes inconveniente. En fin, probablemente para entonces ya se habría despejado. Y siempre sería más divertido que ver la televisión. Dejó caer la postal en la mesa, se levantó pesadamente y fue a servirse el café.

Noel estuvo desconectado del mundo exterior, encerrado en el despacho y reunido durante la mayor parte del día. Cuando al fin salió y se sentó al volante para volver a casa a la hora punta, lo que significaba avanzar a paso de caracol artrítico, observó que la brisa había barrido las nubes de la mañana y que hacía un anochecer de mayo perfecto. Para entonces se encontraba en ese estado situado más allá del cansancio, en el que todo aparece luminoso, claro y etéreo, y la idea de dormir le resultaba casi tan lejana como la muerte. En lugar de acostarse, tomó otra ducha, se puso ropa limpia y se sirvió una copa. Y no cogería el coche sino que iría andando hasta Ovington Street. El aire puro y el ejercicio le abrirían el apetito para la excelente cena que sin duda le esperaba. Casi no recordaba cuando había sido la ultima vez que se había sentado a una mesa a comer algo que no fuera un bocadillo.

La idea del paseo resultó buena. Cruzó calles arboladas, plazoletas residenciales y jardines en los que florecían las magnolias y las glicinas se asían a las fachadas de lujosas residencias londinenses. Al salir a Brompton Road, cruzó junto al edificio Michelín y torció por Walton Street. Aquí aflojó el paso y se detuvo a contemplar los exquisitos escaparates de unos decoradores y de la galería de arte que vendía grabados de escenas de cacería y óleos de fieles perros de Labrador corriendo por la nieve con faisanes en la boca. había un Thorburn que le interesaba. Permaneció mirando más tiempo del que pensaba. Quizá mañana llamara a la galería para preguntar el precio. Al fin, siguió andando.