Vi sonrió. Cuando sonreía, la cara se le fruncía en mil arrugas. Le oprimió la mano. Vi tenía la mano cálida, seca y áspera de tanto trabajar en el jardín.
– Hay un viejo refrán que dice que la separación aviva el cariño. Tus padres han estado separados unos días y han tenido tiempo para reflexionar. Estoy segura de que los dos se habrán dado cuenta de lo equivocados que estaban. Porque se quieren mucho y, si tú quieres a una persona, necesitas tenerle cerca, a tu lado. Necesitas hacerle confidencias, reírte con ella. Eso es tan importante como respirar. Estoy segura de que ahora ya lo han descubierto. Y también estoy segura de que todo volverá a ser como antes.
– ¿Segura de verdad, Vi?
– Segura de verdad.
Parecía tan convencida que Henry se convenció también. Qué bien. Fue como si se le hubiera quitado un gran peso de los hombros. Y esto hacía que todo pareciera mejor. Ni la idea de tener que marcharse de casa y dejar a sus padres para ir a Templehall interno parecía tan terrible. Nada podía ser tan malo como pensar que su casa no volvería a ser la misma. Más tranquilo y lleno de amor y gratitud hacia su abuela, Henry abrió los brazos, ella se inclinó y él se abrazó fuertemente a su cuello dándole prietos besos en la mejilla. Cuando se soltó, vio que ella tenía los ojos muy relucientes y vivos.
– Es hora de dormir -dijo.
De repente, sintió sueño. Se tendió en la cama y metió la mano debajo de la almohada, buscando a Moo.
Vi se rió, pero bajito, con una burla muy leve.
– ¿Y qué falta te hace ese pedazo de manta de bebé? Ya eres mayor. Ya sabes hacer galletas y puzzles y te acuerdas de los nombres de todas esas flores. Creo que ya puedes dormir sin Moo.
Henry arrugó la nariz.
– Pero esta noche no, Vi.
– Bueno. Esta noche, no. Pero mañana, a lo mejor.
– Sí. -Bostezó-. A lo mejor.
Ella se inclinó, le dio un beso y se levantó de la cama. Los muelles volvieron a crujir.
– Buenas noches, tesoro.
– Buenas noches, Vi.
Apagó la luz y salió de la habitación dejando la puerta abierta. La noche era tibia, con viento y olor a campo. Henry se puso de lado, se acurrucó y cerró los ojos.
7
Cuando, diez años antes, Violet Aird compró Pennyburn a Archie Balmerino, se convirtió en propietaria de una casa lóbrega y destartalada, sin más virtudes que la vista y el pequeño arroyo que saltaba en el linde occidental de la propiedad. El arroyo había dado el nombre a la casa.
Pennyburn se encontraba en el centro de la hacienda de Archie, sobre la ladera que ascendía desde el pueblo, y se llegaba por el camino posterior de Croy y un sendero lleno de roderas, infestado de cardos y cercado por unos postes torcidos y un alambre de espino roto.
El llamado jardín se hallaba en la pendiente, al sur de la casa. También estaba rodeado de estacas podridas y alambre destrozado, y consistía en un pequeño tendedero, un huerto lleno de maleza y un desolado gallinero invadido de unas ortigas que llegaban hasta la cintura.
La casa era de piedra parda, con el tejado gris y las maderas de color vino, y se hallaba en un abandono lamentable. Unas escaleras de hormigón conducían del jardín a la puerta y en el interior había unas habitaciones pequeñas y oscuras, un papel horrendo semidesprendido de las paredes, olor a humedad y goteo insistente de un grifo defectuoso.
Realmente, la propiedad era toda tan poco atractiva que Edmund Aird, cuando la vio por primera vez, recomendó a su madre que desistiera de vivir allí y siguiera buscando.
Pero a Violet, nadie sabía por qué, le gustó la casa. Llevaba deshabitada varios años, lo cual explicaba su penoso estado pero, a pesar del moho y la oscuridad, poseía cierto atractivo. Tenía el pequeño arroyo, que saltaba por la ladera, y tenía el paisaje. Mientras recorría la casa, Violet se detenía delante de una ventana, hacía una mirilla en el polvo del cristal con la yema de los dedos y veía el pueblo a sus pies, el río, el valle y las montañas. No encontraría otra casa con una vista como aquella. La vista y el arroyo la convencieron e hizo oídos sordos a los consejos de su hijo.
Acondicionar la casa constituyó una fantástica diversión. Se tardaron seis meses en terminar los trabajos y Violet, declinando amablemente la invitación de Edmund de quedarse en Balnaid hasta que su nuevo hogar estuviera habitable, los pasó viviendo en una caravana que alquiló en un parque situado a unas cuantas millas del pueblo. Nunca había vivido en una caravana, a pesar de que la idea siempre había seducido a su alma bohemia, y aprovechó la oportunidad. La caravana estaba aparcada detrás de la casa, entre hormigoneras, carretillas, palas e imponentes montones de escombros, y desde la puerta podía vigilar a los obreros y salir rápidamente a hablar con el sufrido arquitecto en cuanto veía bambolearse su coche por el camino. Los dos primeros meses de esta alegre vida gitana era verano y las únicas molestias fueron los mosquitos y una gotera. Pero, cuando empezaron a soplar los vendavales del invierno, la caravana tremolaba y oscilaba en su precario anclaje como una barca en la tempestad. A Violet le encantaba aquello y las noches de temporal eran para ella una emocionante diversión. Tendida en su cama, que era corta y estrecha para una dama de su envergadura, escuchaba el rugido del viento y veía correr las nubes por los fríos cielos iluminados por la luna.
Pero Violet no se dedicaba sólo a azuzar a los obreros alternando reproches y halagos. Para Violet, el jardín era aún más importante que la casa. Antes de que los hombres empezaran sus trabajos, había contratado a un hombre con un tractor que arrancó todos los postes que sostenían los alambres y se los llevó. En su lugar, plantó un seto de haya a cada lado del camino y alrededor de la propiedad. Al cabo de diez años, la cerca no era muy alta todavía, pero sí gruesa y firme, siempre con hojas y, por lo tanto, un buen refugio para los pájaros.
Dentro de la cerca, a cada lado de la casa, plantó árboles. Al Este, coníferas. No eran sus favoritos, pero crecían deprisa y servirían para protegerla de los vientos más fríos. Al Oeste, junto al arroyo, crecían retorcidos saúcos, sauces y cerezos blancos. Al pie del jardín puso sólo plantas bajas que no le quitaran vista. Allí, entre la áspera hierba, florecían azaleas y agrimonias y macizos de bulbos de primavera.
Dos arriates formaban semicírculo, uno herbáceo y otro de rosas y, entre los dos, una buena extensión de césped. Pero hacía pendiente y costaba trabajo cortarlo. Violet compró una segadora eléctrica, pero Edmund entrometiéndose otra vez decidió que su madre podía cortar el cable y electrocutarse, por lo que contrató a Willy Snoddy para que fuese un día a la semana a hacer este trabajo. Violet sabía perfectamente que Willy era mucho menos competente que ella en el manejo de máquinas complicadas, pero se resignó a la idea para no crear complicaciones. Cuando Willy tenía una de sus fenomenales resacas y no se presentaba, Violet, muy contenta, cortaba el césped con pericia.
Pero sin decírselo a Edmund.
En cuanto a la casa, la transformó por completo y la volvió del revés, convirtiendo la parte trasera en delantera y tirando tabiques. Ahora la puerta principal miraba al Norte y la vieja puerta delantera se había convertido en una vidriera por la que desde la sala de estar se salía directamente al jardín. Mandó quitar las escaleras de hormigón y poner en su lugar unos peldaños de piedra recuperada de un viejo dique en semicírculo. En los intersticios de las piedras crecían el poleo y el tomillo, que perfumaban el aire cuando se pisaban.
Tras mucho pensarlo, Violet decidió que no soportaba el color pardo de las paredes de piedra de Pennyburn y las hizo revocar y pintar de blanco. Las puertas y las ventanas estaban ribeteadas de negro, lo que confería a la fachada de la casa un aspecto cuidadoso y campestre a la vez. Para adornar la fachada, plantó una wistaria pero al cabo de diez años apenas le llegaba al hombro. Cuando alcanzara el tejado, ella probablemente ya habría muerto. A los setenta y siete años, había que conformarse con las robustas enredaderas anuales.