Ese día, aquella hermosa tarde de viento, recolectaban. La escena era a un tiempo bucólica y espectacular. Un sol inestable bañaba los campos y las granjas, pero el aire era tan diáfano que se veía, con claridad pasmosa, hasta la ultima cañada de las lejanas montañas. La luz se derramaba sobre las montañas dándoles marcado relieve, el río que corría junto a la carretera relucía y centelleaba; y el cielo, poblado de nubes, era infinito.
Hacía tiempo que Edmund no se sentía tan contento. Había recobrado a Virginia. El regalo había sido su manera de pedirle perdón por todo lo que le había dicho el día de la primera discusión, cuando la acusó de asfixiar a Henry, de quererlo para ella sola por puro egoísmo, de no pensar más que en sí misma. Ella había aceptado la pulsera con gratitud y amor y su sincera complacencia había sido un autentico perdón.
La víspera, después de cenar en “Rafaelli’s”, volvieron a Balnaid entre unos campos sumidos entre dos luces, bajo un celaje fastuoso, rosa encendido por el Oeste y con unas franjas como el carbón, que parecían trazadas por un pincel gigantesco.
La casa estaba vacía. No recordaba cual había sido la última vez que había ocurrido esto y ello hizo su llegada más especial. Sin perros, sin niños, solos los dos. Descargó el equipaje, subió dos whiskies de malta a la habitación y se sentó en la cama a ver cómo ella deshacía las maletas. No había prisa, porque toda la casa, la noche, la dulce oscuridad eran suyas. Después, él se duchó; Virginia tomó un baño. Vino a él perfumada y fresca y su abrazo fue más grato y más dulce que nunca.
Sabía que entre los dos se interponía todavía la causa de discordia. Virginia no quería perder a Henry y Edmund estaba decidido a que se fuera. Pero, por el momento, habían dejado de pelear y, con un poco de suerte, quizá la cuestión permaneciera enterrada para siempre.
Había, además, otras cosas buenas en perspectiva. Esta noche volvería a ver a su hijo después de una semana de separación. Habría mucho que contar y mucho que escuchar. Y, después, el mes próximo, en septiembre, Alexa traería a casa a su compañero.
El bombazo de Alexa había pillado desprevenido a Edmund; lo desconcertó, pero no lo escandalizó ni lo indignó. Quería mucho a su hija y reconocía sus cualidades; pero, desde hacía un par de años, había deseado más de una vez verla madurar por fin. Empezaba a resultarle embarazoso tener una hija de veintiún años tan candorosa, tímida y, además, llenita. Estaba acostumbrado a verse rodeado de mujeres elegantes y sofisticadas (su misma secretaria era un bombón) y se disgustaba consigo mismo por su impaciencia e irritación con Alexa. Y ahora, ella solita había encontrado a un hombre y, según Virginia, un hombre muy presentable.
Quizá debiera adoptar una actitud más severa. Pero a él nunca le había gustado el papel de pater familias y le preocupaba más el aspecto humano que el moral.
Pensaba regirse por su propio código como siempre que se le planteaba un dilema. Actuar en positivo, proyectar en negativo y no esperar nada. Lo peor que podía ocurrir era que Alexa sufriera. Para ella sería una experiencia nueva y terrible pero, por lo menos, la haría más madura y, era de esperar, más fuerte.
Edmund entró en Strathcroy cuando el reloj de la iglesia daba las siete. Estaba deseando llegar a casa. Ya estarían allí los perros, que Virginia habría ido a recoger a las perreras; y encontraría a Henry, en el baño o tomando el té en la cocina. Se sentaría a verle comer sus barritas de pescado, sus hamburguesas al queso o el potingue que su hijo hubiera elegido para cenar y escucharía sus andanzas de toda la semana mientras bebía un gintonic largo y fuerte.
Esto le recordó que no tenían agua tónica. Se habían descuidado y en el armario de las bebidas no quedaba ni un solo botellín del insustituible ingrediente. Edmund tenía intención de comprar una caja en Edimburgo pero se le olvidó. Por ello, en lugar de cruzar el puente que conducía a Balnaid siguió hasta el pueblo y paró delante del supermercado pakistaní.
Las demás tiendas habían cerrado hacía rato, pero los pakistaníes no cerraban nunca, o eso parecía. Mucho después de las nueve de la noche, seguían despachando briks de leche, pan, pizzas y platos precocinados.
Se apeó del coche y entró en la tienda. Había otros clientes, pero llenaban ellos mismos sus cestillos metálicos con los artículos de las estanterías o eran atendidos por Mr. Ishak, y fue Mrs. Ishak quien, desde detrás del mostrador, saludó a Edmund con una sonrisa que le marcó unos hoyos en las mejillas. Era una mujer de agradable aspecto, con unos enormes ojos orlados de kohl, que esta tarde vestía de seda amarillo paja y se cubría la cabeza y los hombros con un pañuelo también de seda pero de un amarillo más pálido.
– Buenas noches, Mr. Aird.
– Buenas noches, Mrs. Ishak. ¿Cómo está?
– Muy bien, muchas gracias por su interés.
– ¿Y Kedejah?
– Viendo la televisión.
– Creo que la otra tarde estuvo en Pennyburn jugando con Henry.
– Cierto y, Dios mío, volvió a casa empapada.
Edmund rió.
– Construían pantanos. Espero que no se molestara usted.
– En absoluto. Se divirtió mucho.
– Necesito agua tónica, Mrs. Ishak. ¿Tienen ustedes?
– Naturalmente. ¿Cuántas botellas?
– ¿Dos docenas?
– Si aguarda un momento, las traeré del almacén.
– Muchas gracias.
La mujer se fue y Edmund se quedó esperando pacientemente. Una voz dijo a su espalda:
– Mr. Aird.
Sonó tan cerca, casi pegada a su hombro, que se sobresaltó. Dio media vuelta y se encontró frente a Lottie Carstairs, la prima de Edie. Desde que vivía con Edie, Edmund la había visto de lejos un par de veces deambulando por el pueblo y la había rehuido. Pero ahora no había escapatoria. Lo tenía acorralado.
– Buenas tardes.
– ¿Se acuerda de mí? -Hablaba con gazmoñería. A Edmund no le hizo ninguna gracia ver aquella cara descolorida y bigotuda tan cerca. Su pelo tenía el color, y casi la textura, del estropajo de aluminio, tenía las cejas muy arqueadas y sus ojos redondos y de color uva pasa miraban sin pestañear. Por lo demás, su aspecto era relativamente normal. Llevaba una blusa, una falda, un cardigan verde y largo adornado con un broche rutilante y unos zapatos de tacón alto sobre lo que se tambaleaba ligeramente mientras hablaba con Edmund-. Estaba en casa de Lady Balmerino y ahora estoy en casa de Edie Findhorn. Le he visto alguna vez por el pueblo, pero hasta ahora no había tenido la ocasión de charlar con usted…
Lottie Carstairs. Debía de rondar los sesenta, pero no había cambiado mucho desde la época en que trabajaba en Croy y tenía en vilo a toda la casa con sus modales sigilosos y aquella habilidad para presentarse de improviso donde menos falta hacía. Archie juraba que espiaba por el ojo de las cerraduras y solía abrir las puertas con brusquedad, esperando pillar a Lottie. Edmund recordaba que por las tardes solía ponerse un vestido de lana marrón y un delantal de muselina. Lo del delantal de muselina no era idea de Lady Balmerino sino de Lottie. Archie decía que lo llevaba para simular humildad. Aquel traje marrón tenía redondeles oscuros debajo del brazo. Lo peor de Lottie era el olor.