La familia se quejaba a voz en cuello y Archie pidió a su madre que hiciera algo para resolver aquella situación. O despedía a la condenada mujer o le exigía un poco de higiene. Pero la pobre Lady Balmerino, en vísperas de la boda de Archie, con todas las camas ocupadas y una recepción en perspectiva para la víspera del gran día, no se atrevía a despedir a su doncella. Y fue incapaz de llamar a Lottie y decirle cara a cara que olía mal.
Cuando se veía atacada, esgrimía frágiles excusas.
– Alguien tiene que limpiar las habitaciones y hacer las camas.
– La cama nos la haremos nosotros.
– La pobre no tiene más que un vestido.
– Cómprale otro.
– Deben de ser los nervios.
– Pero podría lavarse de vez en cuando. Regálale una pastilla de jabón.
– No estoy segura de que eso lo arregle. Quizá en Navidad… podría regalarle polvos talco…
Pero ni siquiera este tímido plan llegó a realizarse porque, poco después de la boda, Lottie dejó caer la bandeja y rompió el juego de té de porcelana Rockingham y, por fin, Lady Balmerino comprendió que no tenía más remedio que despedirla. Lottie ya no estuvo en Croy en Navidad. Ahora, atrapado en la tienda de Mrs. Ishak, Edmund se preguntaba si todavía olería. No tenía el menor deseo de averiguarlo. Aparentando naturalidad, retrocedió unos pasos.
– Sí -dijo, con toda la cordialidad que le fue posible-. Claro que la recuerdo…
– ¡Qué tiempos aquellos! El año en que Archie se casó con Isobel. ¡Ah, qué tiempos! Recuerdo que usted vino de Londres para la boda y estuvo entrando y saliendo toda la semana para ayudar a Lady Balmerino. Parece que hace un siglo.
– Sí.
– Y todos ustedes tan jóvenes. Y Lord y Lady Balmerino tan buenas personas. Croy ha cambiado, dicen, y no a mejor. Pero todos tenemos malas rachas. Fue una pena que muriera Lady Balmerino. Siempre fue muy buena conmigo. Y también con mis padres. Mi padre y mi madre murieron. Usted lo sabía, ¿verdad? Tenía muchas ganas de hablar con usted, pero hasta ahora no se me había presentado la ocasión. Y todos ustedes tan jóvenes. Y Archie con sus dos buenas piernas… ¡Qué cosa que le volaran la pierna! Nunca oí nada tan ridículo…
“Vamos, Mrs. Ishak, dese prisa. Mrs. Ishak vuelva pronto”.
– …lo sé todo por Edie, naturalmente; me preocupa Edie, está muy gruesa y eso no puede ser bueno para el corazón. ¡Y aquella Pandora! Dando vueltas por toda la casa como una peonza. ¡Y qué disgusto cuando se fue! Es curioso que no haya vuelto. Siempre pensé que volvería para Navidad, pero no. Y no presentarse ni para el entierro de Lady Balmerino, en fin, no me gusta decir estas cosas, pero para mí que su comportamiento fue muy poco cristiano. Claro que ella siempre fue una fresca, en todos los aspectos… eso lo sabemos muy bien usted y yo, ¿no?
Entonces lanzó una carcajada chillona y dio a Edmund una palmada amigable pero dolorosa en el brazo. Él tuvo que hacer un esfuerzo para no devolverle el golpe, con un buen puñetazo en la punta de su nariz larga y fisgona. Ya la veía plegarse como un acordeón en su cara. Imaginó los titulares del periódico locaclass="underline" “Propietario de Relkirkshire agrede a vecina de Strathcroy en el supermercado del pueblo.” Se metió las manos en los bolsillos del pantalón, con los puños apretados.
– ¿… así que su esposa ha estado en Londres? Qué bien. Y el niño, con la abuela. A veces viene por casa. Es muy poquita cosa ¿verdad? -Edmund sintió que la sangre le subía a las mejillas. Se preguntaba cuanto rato podría seguir dominándose. No recordaba que nadie le hubiera producido aquella rabia impotente en toda su vida-. Es bajo para su edad y no parece muy fuerte…
– Perdone que le haya hecho esperar, Mr. Aird. -La voz suave de Mrs. Ishak acudió por fin a interrumpir el raudal de maliciosas sandeces. La buena de Mrs. Ishak venía a rescatarlo sosteniendo la caja de madera del agua tónica como una ofrenda votiva.
– Muchas gracias, Mrs. Ishak. Por fin. Traiga, yo lo sostengo. -Le quitó la pesada caja de las manos-. ¿Tendrá la bondad de cargarlo en cuenta? -Hubiera podido pagar al contado, pero no quería permanecer allí ni un momento más de lo indispensable.
– Por supuesto, Mr. Aird.
– Muchas gracias. -La caja pasó de unas manos a otras. Cuando la tuvo bien sujeta, Edmund se volvió para despedirse de Lottie y escapar.
Pero Lottie, después de descargar, se había marchado. Una desaparición tan brusca como desconcertante.
9
– ¿Esta tía tuya ha vivido siempre en Mallorca?
– No. Lleva aquí sólo un par de años. Antes vivió en París, y antes en Nueva York, y antes en California -dijo Lucilla.
– Piedra que rueda…
– … pero esta piedra que rueda ha recogido su buen musgo.
Jeff rió.
– ¿Cómo es?
– No lo sé, no la he visto nunca. Cuando yo nací, ella se había marchado de Escocia, estaba casada con un americano riquísimo y vivía en Palm Springs. Yo pensaba que tenía que ser la mujer más interesante del mundo. Una mujer fatal y sofisticada como de película de los años treinta, con cantidad de hombres a sus pies y siempre dando que hablar. Se fugó de casa a los dieciocho años. Se necesita valor. Yo no me hubiese atrevido. Y era guapísima.
– ¿Y crees que seguirá siéndolo?
– No veo por que no. Al fin y al cabo, debe de andar por los cuarenta, o sea que todavía no ha empezado la decadencia. Hay un retrato suyo en el comedor de Croy. La pintaron a los catorce años y ya entonces era una belleza. Y también hay fotos por todas partes, en marcos y en los álbumes que llenaba el abuelo. A mí me gustaban las tardes de lluvia porque podía dedicarme a mirar fotos. Y cuando la gente habla de ella, aunque la critiquen por haber dado aquel disgusto a sus padres, luego siempre recuerdan alguna anécdota graciosa de Pandora y hay que acabar riendo.
– ¿Le diste una sorpresa cuando la llamaste por teléfono?
– Naturalmente. Pero fue una sorpresa de alegría, no de horror. Eso siempre se nota. Al principio, no podía creer que fuera yo. Pero, luego, dijo: “Claro que podéis venir. Y cuanto antes mejor. Y quedaos todo el tiempo que queráis.” Y me dio las señas y colgó. -Lucilla sonrió-. Conque ya ves, tenemos por lo menos una semana asegurada.
Habían alquilado un coche, un pequeño “Seat”, el más barato que encontraron, y en el viajaban por la isla, entre tierras llanas, intensamente cultivadas y salpicadas de perezosos molinos de viento. Era por la tarde y, delante de ellos, la carretera tremolaba al sol. A la izquierda, a lo lejos, envuelta en la bruma, se veía una cordillera de aspecto infranqueable. Al otro lado, invisible, estaba el mar. Llevaban todas las ventanillas abiertas pero el viento era caliente y seco y estaba cargado de polvo. Jeff conducía y Lucilla, a su lado, sostenía el papel en el que había escrito las indicaciones que Pandora le había dado por teléfono.
Había telefoneado a Pandora desde Palma aquella misma mañana, nada más bajar del barco de Ibiza. Habían pasado una semana en Ibiza, en casa de Hans Bergdorf, un amigo de Jeff. Hans era pintor y su casa sí que les había costado encontrarla, pues se hallaba en lo más alto de la ciudad vieja, dentro de las murallas. Era muy pintoresca, con sus gruesas paredes encaladas, pero también muy primitiva. Desde el balcón de piedra se divisaba la ciudad vieja, la ciudad nueva, el puerto y el mar, pero las delicias panorámicas apenas compensaban la necesidad de cocinar en un fogón de gas miniatura ni el disponer sólo de agua fría y un único grifo. En consecuencia, tanto Jeff como Lucilla estaban bastante sucios por no decir apestosos, y las abultadas mochilas que viajaban en el asiento posterior del coche no contenían más que ropa sudada y pringosa. Lucilla, que no era chica que se preocupara por su aspecto, había empezado a soñar con lavarse el pelo y Jeff, desesperado, se había dejado la barba. Era rubia como su pelo, pero rala y desigual y le confería más aspecto de vagabundo que de vikingo. Realmente, los dos tenían facha de indeseables y había sido un milagro que el hombre de la agencia hubiera querido alquilarles el "Seat". Lucilla había observado en él cierta desconfianza, pero Jeff había sacado un fajo de pesetas y, dinero en mano, el hombre no había podido negarse.