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– Ya están aquí, Carlos, sanos y salvos. Mis indicaciones no debían de ser tan confusas como temíamos.

En lo alto de la escalera, bajo el toldo, había una mesa de centro y sobre ella una bandeja con vasos y una jarra alta, un cenicero, unas gafas de sol y una novela de bolsillo. Había más sillones de mimbre, con sus almohadones amarillos, y, cuando se acercaron, se levantó un hombre que sonrió, esperando las presentaciones. Era alto, de ojos negros y muy guapo.

– Lucilla, cariño, te presento a un amigo, Carlos Macaya. Carlos, Lucilla Blair, mi sobrina. Y Jeff…

– Howland -completó Jeff.

– Australiano, nada menos. Vamos a sentarnos todos y a tomar algo tranquilamente. Aquí tengo té helado, pero si preferís algo más fuerte, Serafina nos lo traerá. ¿"Coca-cola”? ¿Vino? -Se echó a reír-. ¿O champaña? Qué gran idea. Pero quizá sea un poco temprano. Dejaremos el champaña para después.

El té helado les vendría de maravilla, dijeron. Carlos arrimó una silla para Lucilla y se sentó a su lado. Pero Jeff, que resistía el sol como un lagarto, se apoyó en la balaustrada de la terraza y Pandora se sentó junto a él, balanceando las piernas en el aire, con una sandalia colgando del dedo gordo.

Carlos Macaya sirvió el té y tendió un vaso a Lucilla.

– ¿Vienen de Ibiza?

– Sí, llegamos en el barco de esta mañana.

– ¿Han estado allí mucho tiempo? -Hablaba un inglés perfecto.

– Una semana. Nos alojábamos en casa de un amigo de Jeff. Era una casa muy pintoresca pero muy primitiva. Por eso estamos tan sucios. Lo siento.

Él no hizo ningún comentario y se limitó a sonreír comprensivamente.

– ¿Y antes de Ibiza?

– Yo vivía en París. Allí conocí a Jeff. Yo quería pintar, pero había tantas cosas que ver y que hacer, que no trabajé mucho.

– París es una ciudad maravillosa. ¿Era su primera visita?

– No; había estado antes una temporada, trabajando de au pair, para aprender el idioma.

– ¿Y cómo fueron de París a Ibiza?

– Queríamos hacer autostop pero al final fuimos en autocar. Pero no de un tirón, sino por etapas, durmiendo en albergues y visitando cosas interesantes. Catedrales y chateaux con viñedos famosos.

– No han perdido el tiempo. -Miró a Pandora, que hablaba sin parar a Jeff, que la contemplaba fijamente como si fuera un ejemplar de una fauna desconocida-. Dice Pandora que no se conocían.

– No. -Lucilla vaciló. Probablemente, aquel hombre sería el amante de turno de Pandora, lo cual significaba que no era momento ni lugar para relatar la fuga y subsiguientes andanzas de ella-. Ella estaba siempre fuera. Quiero decir, viviendo en el extranjero.

– ¿Y usted vive en Escocia?

– Sí. En Relkirkshire. Allí viven mis padres. -Se hizo una pequeña pausa. Ella bebió un sorbo de té helado-. ¿Ha estado usted en Escocia?

– No. Estudié en Oxford un par de años -esto explicaba su dominio del inglés-, pero no tuve ocasión de ir a Escocia.

– Siempre estamos pidiendo a Pandora que vaya a vernos, pero ella no quiere.

– A lo mejor no le gusta el frío ni la lluvia.

– No siempre hace frío y llueve. Sólo a ratos.

Él se echó a reír.

– Así será. Me alegro mucho de que hayan venido a hacer compañía a su tía. Y ahora… -Se subió el puño de seda de la camisa y miró el reloj. Era un reloj muy elegante y original, con banderitas navales en lugar de cifras, sujeto a la muñeca por una pulsera de oro. Lucilla se preguntó si el reloj sería regalo de Pandora y si las banderitas querrían decir “Te quiero” en el código naval-…he de marcharme. Espero que sabrán excusarme, tengo trabajo…

– Desde luego.

Él se levantó otra vez.

– Pandora, tengo que marcharme.

– ¡Oh! Qué lata. -Se ajustó la sandalia y saltó de la balaustrada-. En fin, por lo menos has conocido a mis invitados. Bajamos a despedirte.

– No os molestéis.

– De todos modos, tienen que sacar el equipaje. Y están rabiando por deshacer las maletas y darse un baño. Vamos… -Se colgó de su brazo.

Se dirigieron hacia donde estaba el coche, a la sombra del olivo. Se despidieron, él dio un amago de beso en la mano de Pandora y se sentó al volante del “BMW”.

Puso en marcha el motor y Pandora se apartó. Pero, antes de arrancar, dijo:

– Pandora.

– ¿Sí, Carlos?

– ¿Me avisarás si cambias de parecer?

Ella no respondió en seguida pero, después, movió negativamente la cabeza.

– No cambiaré de parecer -respondió.

Él sonrió y se encogió de hombros con resignación, como si aceptara su decisión sufridamente. Puso la primera y, con un último ademán de despedida, se alejó por la avenida, cruzó la verja y desapareció por el primer recodo de la carretera. No se movieron hasta que se apagó el sonido del motor del “BMW”. Sólo se oía el gorgoteo del agua y los cencerros.

“Me avisarás si cambias de parecer.”

¿Qué había ido a preguntar Carlos a Pandora? Durante un instante, Lucilla especuló con la idea de que le hubiera pedido que se casara con él pero en seguida la rechazó. Era algo muy prosaico para una pareja tan sofisticada y exquisita. Lo más probable era que quisiera convencerla para que le acompañase en algún romántico viaje a las Seychelles o a las playas orladas de palmeras de Tahití. O quizá, simplemente, la había invitado a cenar y ella le había dicho que no tenía ganas de salir.

En cualquier caso, Pandora no daba explicaciones. Cuando Carlos se marchó, empezó a desplegar gran actividad organizativa, comenzando con una palmada.

– Bueno. manos a la obra. ¿Dónde está el equipaje? ¿Eso es todo? ¿Ni maletas, ni baúles, ni sombrereras? Yo llevo más cosas para una sola noche. Andando…

Volvió a subir las escaleras, a buen ritmo, y ellos volvieron a seguirla, Lucilla con su bolsa de piel y Jeff con las dos mochilas.

– Os he puesto en la casa de los invitados. Allí estaréis a vuestras anchas y completamente independientes. Yo por las mañanas no estoy muy despejada, por lo que tendréis que haceros vosotros el desayuno. La nevera está repleta de cosas apetitosas y en el armario hay café y demás. -Estaban otra vez en la terraza-. ¿Creéis que estaréis bien?

– Desde luego.

– Cenaremos a eso de las nueve. Una cena fría, porque yo no guiso ni aunque me maten y Serafina, la criada, se va a última hora de la tarde. Pero nos lo dejará todo preparado. Venid a las ocho y media y tomaremos una copa. Ahora voy a echar un sueñecito y os dejo en libertad para que os instaléis. Luego, antes de cambiarme para la cena, quizá venga a nadar un rato.

La posibilidad de que Pandora se vistiera con algo todavía más fastuoso que aquel pijama de seda rosa planteó la irritante cuestión de la indumentaria.

– Pandora, nosotros no tenemos nada para cambiarnos. Casi todo está sucio. Jeff tiene una camisa limpia pero sin planchar.

– ¡Oh!, cariño, ¿quieres que te preste algo?

– ¿No tendrías una camiseta limpia?

– Naturalmente, que estúpida soy, debí ofrecértela. Esperad un momento.

Aguardaron. Ella desapareció tras unas puertas correderas en lo que sin duda era su dormitorio y casi inmediatamente volvió con una blusa de seda azul noche con un castillo de fuegos artificiales bordado en lentejuelas.

– Toma, es bastante ordinaria pero muy divertida. -La lanzó a Lucilla, que la cogió al vuelo-. Y ahora, adiós, al nido. Si queréis algo, pedídselo a Serafina por el teléfono interior. -Les tiró un beso-. Hasta las ocho y media.

Y desapareció, dejando a Lucilla y a Jeff en completa libertad. Lucilla vacilaba, saboreando anticipadamente lo que se avecinaba.

– Jeff, no me lo creo. Tenemos una casa para los dos solos.

– ¿Y qué estamos esperando? Si no me lanzo a esa piscina dentro de dos minutos, exploto.