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Lucilla se adelantó, caminando por la escalera de la terraza y el jardín. La casita los esperaba. Cruzaron la terraza y abrieron la puerta de una sala de estar. Las cortinas estaban echadas y Lucilla las corrió. La luz inundó la habitación y la muchacha descubrió, al otro lado de la casa, una recoleta parcela de jardín.

– ¡Si hasta tenemos nuestro propio solárium!

Había una chimenea con sus correspondientes troncos, varias butacas, una bandeja con bebidas y vasos, una mesita de centro provista de revistas y una librería que ocupaba una de las paredes. Abrieron las puertas dobles y encontraron un dormitorio de matrimonio y un espacioso baño.

– Esta habitación es formidable. Desde luego, es la mayor que he tenido. -Jeff dejó las mochilas en el suelo embaldosado y Lucilla descorrió las cortinas.

– Desde aquí se ve el mar. Sólo un trocito, un triángulo, pero podemos decir que tiene vistas al mar.

Abrió los armarios y vio unas hileras de perchas acolchadas. Todo olía a lavanda. Puso en una de las perchas la blusa prestada, que quedó colgando en un solitario esplendor.

Jeff se descalzó empujando las zapatillas con los dedos de los pies mientras se despojaba de la camiseta.

– Tú puedes jugar a las amas de casa cuanto quieras. Yo voy a bañarme. ¿Vienes?

– Ahora mismo.

Él salió. Un instante después, le oyó zambullirse a la carrera e imaginó la sedosa delicia del agua fresca. Pero, luego. Ahora quería explorar.

Tras detallada inspección, la casa de invitados de Pandora resultó perfecta y Lucilla se admiró de la meticulosa previsión y esmero con que había sido equipada. Alguien…, ¿Y quién si no Pandora…?, había pensado en todo lo que el visitante pudiera necesitar, desde flores frescas y estupendos libros recién editados hasta mantas para las noches frías y bolsas de agua caliente para los estómagos revueltos. El baño disponía de todos los jabones, colonias, champús, cremas, lociones y aceites que pudieran desear. Había gruesas toallas y alfombras de baño blancas y, colgados detrás de la puerta, dos esponjosos albornoces también blancos.

Abandonando todos estos lujos, Lucilla cruzó la sala de estar y fue en busca de la cocina. Refulgía de limpia y estaba completamente cubierta por armarios de madera oscura llenos de cacharros de barro de la alfarería española, relucientes sartenes, cazuelas y una batería de cocina completa. Si se quería y Lucilla no quería, se podía preparar una cena para diez personas. Había cocina eléctrica y cocina de gas, lavavajillas y nevera. Abrió la nevera y encontró dos botellas de agua “Perrier” y una de champaña junto a los ingredientes necesarios para un abundante desayuno. En la cocina había otra puerta. La abrió y encontró… el colmo de la dicha: un lavadero completo, con su lavadora, su tendedero, su tabla de planchar y su plancha. La visión de estos modestos objetos le produjo mayor alegría que la suma de todos los demás. Porque ahora, por fin, podrían ponerse ropa limpia.

Sin perder más tiempo, empezó a trabajar. Volvió al dormitorio, se quitó la ropa, se puso uno de los albornoces y empezó a deshacer el equipaje. La labor consistió en vaciar las mochilas en el suelo del dormitorio. En el fondo de la suya estaba su neceser, el cepillo y el peine, el bloc de dibujo, un par de libros y el sobre en el que su padre le había enviado el cheque, la carta y la invitación a un baile de Verena Steynton. Sacó la invitación y la puso encima del tocador. Estaba un poco sobada pero le pareció que imprimía una nota personal a la habitación, como si Lucilla hubiera tomado posesión de ella.

Lucilla Blair

Mrs. Angus Steynton

Recepción

Para Katy

¿Por qué le parecía tan grotesco? Se rió. Otra vida y otro mundo. Recogió una brazada de calcetines, shorts, tejanos, bragas y camisetas y se dirigió al lavadero. Sin entretenerse en separar las prendas (a su madre le daría un ataque si viera calcetines rojos y camisas blancas revueltos; pero su madre no estaba allí para protestar, por lo que no importaba). Lucilla lo embutió todo en la lavadora, echó el detergente, cerró la puerta y conectó la maquina. El agua entró a presión y el tambor empezó a girar. Lucilla se apartó y contempló el proceso con tanto placer como si se tratara de un esperado programa de televisión.

Luego, apartó con el pie el resto de la ropa sucia, fue a buscar su bikini y se reunió con Jeff en la piscina.

Nadó mucho. Al cabo de un rato, Jeff salió del agua y se tumbó al sol a secarse. Dos largos más y vio que ya no estaba, había entrado en la casa. Salió del agua y escurrió su oscura melena. Entró en la casa y lo encontró tendido en una de las camas. Parecía a punto de quedarse dormido. Ella no quería que durmiera. Le llamó, tomó carrerilla y se lanzó sobre él.

– Jeff.

– ¿Sí?

– Ya te dije que era muy guapa.

– ¿Quién?

– Pandora, ¿quién va a ser? -Jeff no respondió inmediatamente. Tenía mucho sueño y pocas ganas de conversación. Su brazo servía de almohada a la cabeza de Lucilla. La piel le olía a cloro y a piscina-. ¿A ti no te parece guapa?

– La encuentro muy sexy.

– ¿Te parece sexy?

– Pero muy vieja para mí.

– No parece vieja.

– Y un poco flaca.

– ¿No te gustan las flacas?

– No; a mí me gustan las mujeres con mucha teta y mucho culo.

Lucilla, que había heredado la figura de su padre y era alta, delgada y bastante lisa, golpeó a Jeff con el puño.

– Eso es mentira.

– Bueno, ¿que quieres que diga? -rió él.

– Ya sabes lo que quiero que digas.

Él atrajo su cara hacia la suya y la besó fuertemente.

– ¿Suficiente?

– Me parece que vas a tener que afeitarte esa barba.

– ¿Y por qué?

– Porque se me va a poner una cara como si la hubiera frotado con papel de esmeril.

– También podría dejar de besarte. O besarte donde no se vea.

Guardaron silencio. El sol estaba muy bajo y pronto, bruscamente, oscurecería. Lucilla recordó los crepúsculos de verano en Escocia, que duraban casi hasta medianoche.

– ¿Crees que son amantes? -preguntó-. ¿Te parece que tienen un idilio?

– ¿Quién?

– Pandora y Carlos Macaya.

– Ni idea.

– Él es guapísimo.

– Sí. No tiene mala pinta.

– Y muy simpático. Es fácil hablar con él.

– A mí me gustó el coche.

– Tú siempre pensando en lo mismo. ¿A qué crees tú que se refería cuando dijo aquello?

– ¿El qué?

– “Avísame si cambias de parecer”. Y ella contestó: “No cambiaré de parecer.” Tiene que haberle pedido algo. Que hiciera algo por él.

– Bueno, lo que fuera no parecía importarle mucho a ella.

Pero Lucilla no estaba satisfecha.

– Estoy segura de que era algo muy importante. Un hito en sus vidas.

– Ya empiezas con tus fantasías. A lo mejor quería quedar para jugar al tenis.

– Sí. -Sin saber por que, Lucilla intuía que no se trataba de eso. Lanzó un suspiro que acabó en bostezo-. Quizá.

A las ocho y media, estaban preparados para reunirse con Pandora y Lucilla se dijo que no estaban tan mal al fin y al cabo. Se habían duchado restregándose bien y ahora olían al dulzón champú de obsequio. Jeff se había recortado la barba con unas tijeras de las uñas y Lucilla le había planchado su única camisa limpia y había rescatado del montón de ropa del lavadero los tejanos más pasables.

Ella se había lavado su largo cabello oscuro y se lo había secado con el cepillo, se había puesto unos leggings negros y estaba abrochándose la blusa prestada. La gruesa seda tenía un tacto deliciosamente fresco y el bordado de lentejuelas, entornando los ojos en el espejo, no parecía tan basto, quizá fuera efecto del entorno. Quizá aquel ambiente de gran lujo ayudara a absorber los tintes de vulgaridad. Era una idea interesante que le habría gustado discutir detenidamente, pero ahora no había tiempo.